Link de artículo: "Pragmática de la imagen fija en la publicidad:
Estructura del Discurso Publicitario" de Eliseo Colón.
NOTA: damos las gracias a la Profa. Adlin Prieto por este aporte.
jueves, 6 de mayo de 2010
"La interpretación de la imagen" de Jacques Aumont
Si la imagen contiene sentido, éste debe “ser leído” por su destinatario, por su espectador: es todo el problema de la interpretación de la imagen. Todo el mundo sabe, por experiencia directa, que las imágenes, que son invisibles de manera aparentemente inmediata e innata, no son por eso fácilmente comprensibles, sobre todo si han sido producidas en un contexto alejado del nuestro (en el espacio o en el tiempo, y las imágenes del pasado son a menudo las que más interpretación necesitan).
La empresa semiológica, con su distinción entre diferentes niveles de codificación de la imagen, da una primera respuesta a esta pregunta: en nuestra relación con la imagen, se movilizan diversos códigos, algunos casi universales (los que dependen de la percepción); otros, relativamente naturales pero ya más formalizados socialmente; otros, además, totalmente determinados por un contexto social. El dominio de estos diferentes niveles de códigos será, lógicamente, desigual según los sujetos y su situación histórica, y las interpretaciones resultantes diferirán en proporción.
Esto puede comprobarse diariamente en un campo en el que la semiología se aplica corrientemente, el de la publicidad. La imagen publicitaria, concebida por definición para ser fácilmente interpretada (sin lo cual es ineficaz), es también una de las más sobrecargadas que hay de códigos culturales.
Pero el problema de la interpretación es tanto más crucial cuanto que la apuesta de la imagen se siente como importante. Por eso la mayor parte de las reflexiones sobre este tema afectan a la imagen artística, considerada en general como provista de una intención más noble, más digna de interés, y como mucho más conscientemente elaborada y, por tanto, más difícil y a la vez más interesante de mirar.
En este campo, la empresa más importante, por su coherencia y su influencia, sigue siendo la de la escuela alemana desde Aby Warbug y sus discípulos, de Erwin Panofsky a E. H. Gombrich, pasando por Fritz Saxl, Rudolf Wittkower y algunos otros. A Panofsky (1932-1933) se debe la exposición más sintética del método propuesto, con el nombre de iconología. Para él, todo fenómeno social implica varios niveles de sentido (y ha de ser, por tanto, leído en varios niveles). Un gesto diario —cruzarse con alguien que se levanta el sombrero, por ejemplo— posee así varias significaciones:
- una significación primaria o natural, escindida a su vez en significación puramente factual (referencial: comprender que un ser humano ha levantado un elemento de su vestuario llamado sombrero) y en significación expresiva (comprobar que el gesto sea más o menos amplio, más o menos violento);
- una significación secundaria o convencional, consistente en atribuir a ese gesto un valor en función de una referencia cultural (levantarse el sombrero sólo tiene el sentido de saludo cortés en ciertas sociedades: por otra parte, esta convención está desapareciendo por la tendencia reciente de esta prenda a permanecer imperturbablemente atornillada sobre la cabeza;
- una significación intrínseca o esencial, que es la de ese gesto referido a un individuo que lo ha efectuado y cuyo temperamento, cortesía, etc., permitirá inferir.
La lectura de las imágenes artísticas se efectuará según la misma división:
1. El motivo primario, o natural, en otros términos el de la denotación: la imagen representa a un hombre, él ríe, tiene los brazos colgando, etc. Esta identificación es lo que Panofsky llama el estadio pre-iconográfico;
2. El motivo secundario, o convencional, el que se comprende poniendo en relación elementos de la representación con temas o conceptos: “entender que una figura de hombre con un cuchillo representa a san Bartolomé, que una figura de mujer con un melocotón en la mano es una personificación de la veracidad, que un grupo de figuras sentadas a la mesa en cierta disposición y en ciertas actitudes representa la Santa Cena, o que dos figuras combatiendo de cierta manera representan el Combata del Vicio y de la Virtud”. Es el estadio iconográfico, que supone el conocimiento de los códigos tradicionales (y subraya Panofsky, intencionales);
3. Finalmente, la significación intrínseca, que es “aprehendida definiendo los principios subyacentes que revelan la actitud fundamental de una nación, de un período, de una clase, de una convicción religiosa o filosófica, especificada por una personalidad y consensada en una obra”. Es el nivel del análisis iconológico, y Panofsky subraya que esas significaciones pueden ser, y son en general, no intencionales.
Fuente: Aumont, Jacques (1992) La imagen. Barcelona: Paidós.
NOTA: Damos las gracias a la Profa. Adlin Prieto por este aporte.
La empresa semiológica, con su distinción entre diferentes niveles de codificación de la imagen, da una primera respuesta a esta pregunta: en nuestra relación con la imagen, se movilizan diversos códigos, algunos casi universales (los que dependen de la percepción); otros, relativamente naturales pero ya más formalizados socialmente; otros, además, totalmente determinados por un contexto social. El dominio de estos diferentes niveles de códigos será, lógicamente, desigual según los sujetos y su situación histórica, y las interpretaciones resultantes diferirán en proporción.
Esto puede comprobarse diariamente en un campo en el que la semiología se aplica corrientemente, el de la publicidad. La imagen publicitaria, concebida por definición para ser fácilmente interpretada (sin lo cual es ineficaz), es también una de las más sobrecargadas que hay de códigos culturales.
Pero el problema de la interpretación es tanto más crucial cuanto que la apuesta de la imagen se siente como importante. Por eso la mayor parte de las reflexiones sobre este tema afectan a la imagen artística, considerada en general como provista de una intención más noble, más digna de interés, y como mucho más conscientemente elaborada y, por tanto, más difícil y a la vez más interesante de mirar.
En este campo, la empresa más importante, por su coherencia y su influencia, sigue siendo la de la escuela alemana desde Aby Warbug y sus discípulos, de Erwin Panofsky a E. H. Gombrich, pasando por Fritz Saxl, Rudolf Wittkower y algunos otros. A Panofsky (1932-1933) se debe la exposición más sintética del método propuesto, con el nombre de iconología. Para él, todo fenómeno social implica varios niveles de sentido (y ha de ser, por tanto, leído en varios niveles). Un gesto diario —cruzarse con alguien que se levanta el sombrero, por ejemplo— posee así varias significaciones:
- una significación primaria o natural, escindida a su vez en significación puramente factual (referencial: comprender que un ser humano ha levantado un elemento de su vestuario llamado sombrero) y en significación expresiva (comprobar que el gesto sea más o menos amplio, más o menos violento);
- una significación secundaria o convencional, consistente en atribuir a ese gesto un valor en función de una referencia cultural (levantarse el sombrero sólo tiene el sentido de saludo cortés en ciertas sociedades: por otra parte, esta convención está desapareciendo por la tendencia reciente de esta prenda a permanecer imperturbablemente atornillada sobre la cabeza;
- una significación intrínseca o esencial, que es la de ese gesto referido a un individuo que lo ha efectuado y cuyo temperamento, cortesía, etc., permitirá inferir.
La lectura de las imágenes artísticas se efectuará según la misma división:
1. El motivo primario, o natural, en otros términos el de la denotación: la imagen representa a un hombre, él ríe, tiene los brazos colgando, etc. Esta identificación es lo que Panofsky llama el estadio pre-iconográfico;
2. El motivo secundario, o convencional, el que se comprende poniendo en relación elementos de la representación con temas o conceptos: “entender que una figura de hombre con un cuchillo representa a san Bartolomé, que una figura de mujer con un melocotón en la mano es una personificación de la veracidad, que un grupo de figuras sentadas a la mesa en cierta disposición y en ciertas actitudes representa la Santa Cena, o que dos figuras combatiendo de cierta manera representan el Combata del Vicio y de la Virtud”. Es el estadio iconográfico, que supone el conocimiento de los códigos tradicionales (y subraya Panofsky, intencionales);
3. Finalmente, la significación intrínseca, que es “aprehendida definiendo los principios subyacentes que revelan la actitud fundamental de una nación, de un período, de una clase, de una convicción religiosa o filosófica, especificada por una personalidad y consensada en una obra”. Es el nivel del análisis iconológico, y Panofsky subraya que esas significaciones pueden ser, y son en general, no intencionales.
Fuente: Aumont, Jacques (1992) La imagen. Barcelona: Paidós.
NOTA: Damos las gracias a la Profa. Adlin Prieto por este aporte.
http://anabanos.jimdo.com/textura/textura-de-la-mirada-i/
Enlace sobre Magritte
Nota: agradecemos a la Profa. Gina Saraceni por este aporte.
Nota: agradecemos a la Profa. Gina Saraceni por este aporte.
miércoles, 7 de abril de 2010
APUNTES TEÓRICOS: LA RESEÑA
Nota: agradecemos a la Profa. Claudia Cavallin por este material.
La reseña es un trabajo académico en el que se da información y / o expresan juicios de valor, argumentando lo que se dice, acerca de un texto. Hay dos tipos de reseña:
a) la reseña descriptiva (informativa):
En este escrito, el autor se limita a describir imparcialmente los contenidos de una fuente documental publicada, sin expresar juicios valorativos.
b) la reseña crítica (argumentativa y valorativa):
En este tipo de reseña, el autor emite juicios críticos u opiniones evaluativas acerca del contenido, tratamiento de los temas, metodología, etc., de una fuente documental. Para ello, argumenta y hace comparaciones de los temas tratados en la obra con otros estudios de otros autores que trataron el mismo asunto; el crítico discute la validez de los datos, los juicios, los enfoques, desarrollo y soluciones al problema, buscando proceder con objetividad y equilibrio en sus juicios y afirmaciones.
En los manuales de técnicas de investigación documental se destina siempre un lugar para señalar la importancia de la reseña. Esto resulta natural si se entiende que la reseña es, en resumidas cuentas, sólo un informe bibliográfico: para realizar una reseña descriptiva, en términos generales, bastaría con leer y expresar el contenido y estructura de un documento bibliográfico; si se deseara comunicar la evaluación personal de la obra, se trataría entonces de una reseña crítica, la cual podría ser considerada, en cierto momento, como artículo especializado en una materia determinada, inclusive como un ensayo, lo que requiere del dominio tanto de la crítica de textos, como de la expresión lingüística.
La reseña crítica: algunas consideraciones
El diccionario de la Real Academia Española (en su XXII edición) define la palabra reseña como: “[una] narración sucinta [o una] noticia y examen de una obra literaria o científica” (RAE 2001). Mientras que la palabra crítica la define como: “[un] examen y juicio acerca de alguien o algo y, en particular, el que se expresa públicamente sobre un espectáculo, un libro, una obra artística, etc. [y también como el] conjunto de los juicios públicos sobre una obra, un concierto, un espectáculo, etc.” (RAE 2001). Es decir, la reseña crítica es una fusión de una narración breve y una evaluación sobre alguna obra con el fin de hacer pública dicha evaluación.
De esta forma la reseña crítica se enfoca en resumir, y evaluar o juzgar algo. Es un instrumento de gran valor en la escritura y una técnica que se usa con frecuencia, no solo en el ambiente académico, sino también fuera de él. Este tipo de redacción no se limita solamente a reseñar y criticar literatura. Podemos hacer una reseña crítica de un gran número de cosas: pinturas, libros, películas, obras de teatro, música, programas de televisión, periódicos, eventos deportivos, etc. En nuestra redacción debemos no solo resumir lo que estamos evaluando, sino también de comentar tanto lo positivo como lo negativo, y utilizar argumentos para sustentar nuestra posición. Sin embargo, debemos ser cuidadosos ya que una reseña crítica no debe censurar lo criticado. No debemos criticar en forma negativa simplemente por el afán de desprestigiar lo que estamos evaluando. Todo lo relacionado con los errores de la argumentación, es válido para al reseña crítica. Finalmente, al ser la reseña crítica un género argumentativo, debemos evitar generalizaciones (clichés) y un enfoque demasiado subjetivo.
La reseña crítica debe de contener tres elementos básicos:
1. ¿Qué estamos criticando? Debemos describir brevemente qué tipo de “texto” evaluamos. ¿Es un libro, una película, una obra de arte? ¿Quién es la autora o el artista? ¿En dónde está? ¿Dónde lo vimos?, etc.
2. Resumen de lo que estamos criticando. En el caso de textos literarios o películas, por ejemplo, el resumen provee un panorama general del objeto que vamos a criticar. Como en la técnica del resumen, esta sección no debe enfocarse en las opiniones que tenemos sino solamente proveer información sobre lo que vamos a criticar, es decir, la trama de la obra. Si nuestra reseña se enfoca en una obra de arte, por ejemplo una pintura o exposición de arte, el resumen debe enfocarse en la descripción de los aspectos más generales.
3. Nuestra crítica. Aquí es donde podemos ofrecer una visión ( que puede formularse a manera de tesis) sobre lo que estamos criticando. Debemos evitar dar opiniones de otras personas, hablar de temas que no estén relacionados con el contenido y comentar tanto sobre lo bueno como lo malo. Si es apropiado, debemos también proveer citas que nos ayuden a respaldar nuestros argumentos.
Estos tres elementos no tienen que estar en el orden sugerido arriba, pero sí deben de estar presentes en la redacción.
Por último, no nos olvidemos de que el lenguaje que usamos en una reseña crítica debe ser bastante formal y respetuoso. También, como en todas las redacciones, la economía y claridad del lenguaje son de gran importancia.
Plan para elaborar una reseña crítica:
1. Datos concretos
-¿Cuál es la referencia bibliográfica completa del documento que se va a reseñar?, ¿los datos de la película?, ¿de la obra pictórica?, ¿del texto?
2. Enunciación sucinta de los propósitos, estructura y contenido general de la obra, (o “texto”), a reseñar.
-¿Con qué áreas temáticas o problemas se relaciona? ¿Qué tipo de texto es? ¿En qué forma concibió el autor (pintor, escritor, director, guionista…) el contenido de la obra?¿Cuál es su tema general? ¿Qué objetivos o propósitos expresa el autor? ¿Qué busca lograr? ¿De qué marco teórico parte el autor para desarrollar el tema?¿Cuáles son los elementos más importantes que acompañan a la obra? (ilustraciones, recursos visuales, música, efectos, encuadre, colores, texturas y otros)
3. Recapitulación, juicio y valoración.
-¿Cuál es el juicio personal sobre los temas en su conjunto y respecto al tratamiento que les dio el autor? Formule una tesis. Argumente su posición y concluya.
La reseña es un trabajo académico en el que se da información y / o expresan juicios de valor, argumentando lo que se dice, acerca de un texto. Hay dos tipos de reseña:
a) la reseña descriptiva (informativa):
En este escrito, el autor se limita a describir imparcialmente los contenidos de una fuente documental publicada, sin expresar juicios valorativos.
b) la reseña crítica (argumentativa y valorativa):
En este tipo de reseña, el autor emite juicios críticos u opiniones evaluativas acerca del contenido, tratamiento de los temas, metodología, etc., de una fuente documental. Para ello, argumenta y hace comparaciones de los temas tratados en la obra con otros estudios de otros autores que trataron el mismo asunto; el crítico discute la validez de los datos, los juicios, los enfoques, desarrollo y soluciones al problema, buscando proceder con objetividad y equilibrio en sus juicios y afirmaciones.
En los manuales de técnicas de investigación documental se destina siempre un lugar para señalar la importancia de la reseña. Esto resulta natural si se entiende que la reseña es, en resumidas cuentas, sólo un informe bibliográfico: para realizar una reseña descriptiva, en términos generales, bastaría con leer y expresar el contenido y estructura de un documento bibliográfico; si se deseara comunicar la evaluación personal de la obra, se trataría entonces de una reseña crítica, la cual podría ser considerada, en cierto momento, como artículo especializado en una materia determinada, inclusive como un ensayo, lo que requiere del dominio tanto de la crítica de textos, como de la expresión lingüística.
La reseña crítica: algunas consideraciones
El diccionario de la Real Academia Española (en su XXII edición) define la palabra reseña como: “[una] narración sucinta [o una] noticia y examen de una obra literaria o científica” (RAE 2001). Mientras que la palabra crítica la define como: “[un] examen y juicio acerca de alguien o algo y, en particular, el que se expresa públicamente sobre un espectáculo, un libro, una obra artística, etc. [y también como el] conjunto de los juicios públicos sobre una obra, un concierto, un espectáculo, etc.” (RAE 2001). Es decir, la reseña crítica es una fusión de una narración breve y una evaluación sobre alguna obra con el fin de hacer pública dicha evaluación.
De esta forma la reseña crítica se enfoca en resumir, y evaluar o juzgar algo. Es un instrumento de gran valor en la escritura y una técnica que se usa con frecuencia, no solo en el ambiente académico, sino también fuera de él. Este tipo de redacción no se limita solamente a reseñar y criticar literatura. Podemos hacer una reseña crítica de un gran número de cosas: pinturas, libros, películas, obras de teatro, música, programas de televisión, periódicos, eventos deportivos, etc. En nuestra redacción debemos no solo resumir lo que estamos evaluando, sino también de comentar tanto lo positivo como lo negativo, y utilizar argumentos para sustentar nuestra posición. Sin embargo, debemos ser cuidadosos ya que una reseña crítica no debe censurar lo criticado. No debemos criticar en forma negativa simplemente por el afán de desprestigiar lo que estamos evaluando. Todo lo relacionado con los errores de la argumentación, es válido para al reseña crítica. Finalmente, al ser la reseña crítica un género argumentativo, debemos evitar generalizaciones (clichés) y un enfoque demasiado subjetivo.
La reseña crítica debe de contener tres elementos básicos:
1. ¿Qué estamos criticando? Debemos describir brevemente qué tipo de “texto” evaluamos. ¿Es un libro, una película, una obra de arte? ¿Quién es la autora o el artista? ¿En dónde está? ¿Dónde lo vimos?, etc.
2. Resumen de lo que estamos criticando. En el caso de textos literarios o películas, por ejemplo, el resumen provee un panorama general del objeto que vamos a criticar. Como en la técnica del resumen, esta sección no debe enfocarse en las opiniones que tenemos sino solamente proveer información sobre lo que vamos a criticar, es decir, la trama de la obra. Si nuestra reseña se enfoca en una obra de arte, por ejemplo una pintura o exposición de arte, el resumen debe enfocarse en la descripción de los aspectos más generales.
3. Nuestra crítica. Aquí es donde podemos ofrecer una visión ( que puede formularse a manera de tesis) sobre lo que estamos criticando. Debemos evitar dar opiniones de otras personas, hablar de temas que no estén relacionados con el contenido y comentar tanto sobre lo bueno como lo malo. Si es apropiado, debemos también proveer citas que nos ayuden a respaldar nuestros argumentos.
Estos tres elementos no tienen que estar en el orden sugerido arriba, pero sí deben de estar presentes en la redacción.
Por último, no nos olvidemos de que el lenguaje que usamos en una reseña crítica debe ser bastante formal y respetuoso. También, como en todas las redacciones, la economía y claridad del lenguaje son de gran importancia.
Plan para elaborar una reseña crítica:
1. Datos concretos
-¿Cuál es la referencia bibliográfica completa del documento que se va a reseñar?, ¿los datos de la película?, ¿de la obra pictórica?, ¿del texto?
2. Enunciación sucinta de los propósitos, estructura y contenido general de la obra, (o “texto”), a reseñar.
-¿Con qué áreas temáticas o problemas se relaciona? ¿Qué tipo de texto es? ¿En qué forma concibió el autor (pintor, escritor, director, guionista…) el contenido de la obra?¿Cuál es su tema general? ¿Qué objetivos o propósitos expresa el autor? ¿Qué busca lograr? ¿De qué marco teórico parte el autor para desarrollar el tema?¿Cuáles son los elementos más importantes que acompañan a la obra? (ilustraciones, recursos visuales, música, efectos, encuadre, colores, texturas y otros)
3. Recapitulación, juicio y valoración.
-¿Cuál es el juicio personal sobre los temas en su conjunto y respecto al tratamiento que les dio el autor? Formule una tesis. Argumente su posición y concluya.
Guía para escribir una reseña cinematográfica
UNIVERSIDAD SIMÓN BOLÍVAR
DEPARTAMENTO DE LENGUA Y LITERATURA
CURSO: LLA-113 (2006)
PROFAS. FRAIBET AVELEDO E ISABEL MARTINS
GUÍA GENERAL PARA ESCRIBIR UNA RESEÑA CINEMATOGRÁFICA
Esta guía sólo pretende ofrecer a los participantes del curso una orientación general sobre los aspectos básicos que se espera que estén contenidos en las reseñas. No se pretende agotar todos los aspectos pertinentes a la elaboración de un trabajo de este tipo. Por otra parte, la forma específica en que los elementos destacados se organizan constituye sólo una sugerencia para el estudiante.
Una reseña debe estar dividida en tres secciones:
A. Resumen (Aprox. 30% de la extensión de la reseña).
B. Relevancia del film para la cinematografía.
C. Opinión sobre la calidad y aspectos cinematográficos.
A. Cómo estructurar el RESUMEN de la película
• Sigua el orden de presentación del film
• Use sus propias palabras. Esto es importante. Las citas directas de otras reseñas que consiga deben ser atribuidas apropiadamente a su(s) autor(es), de lo contrario estaría cometiendo plagio.
• No intente describir el film completo, enfóquese en la secuencia narrativa (recuerde que se trata de un resumen).
B. Cómo evaluar la RELEVANCIA del film
• Recuerde hacer una introducción donde da su opinión general.
• Por ejemplo, puede empezar describiendo a qué género pertenece la película reseñada (comedia, drama, etc.) y si es de poca, mediana o mucha relevancia. Explique por qué la película es de mucha/mediana/poca relevancia. Cómo trata el tema: ¿es original o es una copia de otras películas?
• Investigue si existen películas anteriores a la reseñada que traten temas similares. Relacione el film reseñado con otras películas que traten el mismo género y el mismo tema.
• Determine si el film tiene implicaciones generales que van más allá dado el tratamiento particular y original del tema.
• Investigue si la película ha ganado premios. Esto le ayudará a determinar cuán relevante ha sido el film en el mundo de la cinematografía.
C. Cómo escribir la OPINIÓN SOBRE LA CALIDAD Y ASPECTOS CINEMATOGRAFICOS.
En esta sección debe expresar su opinión en torno a la calidad de la película y los aspectos cinematográficos relevantes.
• Contenido: señale si consigue fallas o errores en la presentación del tema. Por ejemplo, aspectos que no queden claros, dudas que no sean explicadas, credibilidad de la historia (si este es el objetivo). Si el tema se presenta de forma amena. Si es aburrido, explicar el por qué.
• Forma : comente sobre el estilo de la película, la presentación de las escenas (el orden de presentación, si las escenas son rodadas en interiores o en exteriores, si hay novedades en este aspecto) la longitud del film (ej. es apropiado, redundante). También puede comentar acerca de aspectos como el guión, la iluminación, el vestuario, la dirección. Dependiendo del film, podría observar detalles sobre efectos especiales.
• Actuación: comente sobre la actuación de los actores y actrices (credibilidad, adecuación al personaje).
• Apreciación general: Responda al menos: ¿es la película de relevancia en su género? ¿Es innovadora? Tome en cuenta el año en el que la película se realizó.
DEPARTAMENTO DE LENGUA Y LITERATURA
CURSO: LLA-113 (2006)
PROFAS. FRAIBET AVELEDO E ISABEL MARTINS
GUÍA GENERAL PARA ESCRIBIR UNA RESEÑA CINEMATOGRÁFICA
Esta guía sólo pretende ofrecer a los participantes del curso una orientación general sobre los aspectos básicos que se espera que estén contenidos en las reseñas. No se pretende agotar todos los aspectos pertinentes a la elaboración de un trabajo de este tipo. Por otra parte, la forma específica en que los elementos destacados se organizan constituye sólo una sugerencia para el estudiante.
Una reseña debe estar dividida en tres secciones:
A. Resumen (Aprox. 30% de la extensión de la reseña).
B. Relevancia del film para la cinematografía.
C. Opinión sobre la calidad y aspectos cinematográficos.
A. Cómo estructurar el RESUMEN de la película
• Sigua el orden de presentación del film
• Use sus propias palabras. Esto es importante. Las citas directas de otras reseñas que consiga deben ser atribuidas apropiadamente a su(s) autor(es), de lo contrario estaría cometiendo plagio.
• No intente describir el film completo, enfóquese en la secuencia narrativa (recuerde que se trata de un resumen).
B. Cómo evaluar la RELEVANCIA del film
• Recuerde hacer una introducción donde da su opinión general.
• Por ejemplo, puede empezar describiendo a qué género pertenece la película reseñada (comedia, drama, etc.) y si es de poca, mediana o mucha relevancia. Explique por qué la película es de mucha/mediana/poca relevancia. Cómo trata el tema: ¿es original o es una copia de otras películas?
• Investigue si existen películas anteriores a la reseñada que traten temas similares. Relacione el film reseñado con otras películas que traten el mismo género y el mismo tema.
• Determine si el film tiene implicaciones generales que van más allá dado el tratamiento particular y original del tema.
• Investigue si la película ha ganado premios. Esto le ayudará a determinar cuán relevante ha sido el film en el mundo de la cinematografía.
C. Cómo escribir la OPINIÓN SOBRE LA CALIDAD Y ASPECTOS CINEMATOGRAFICOS.
En esta sección debe expresar su opinión en torno a la calidad de la película y los aspectos cinematográficos relevantes.
• Contenido: señale si consigue fallas o errores en la presentación del tema. Por ejemplo, aspectos que no queden claros, dudas que no sean explicadas, credibilidad de la historia (si este es el objetivo). Si el tema se presenta de forma amena. Si es aburrido, explicar el por qué.
• Forma : comente sobre el estilo de la película, la presentación de las escenas (el orden de presentación, si las escenas son rodadas en interiores o en exteriores, si hay novedades en este aspecto) la longitud del film (ej. es apropiado, redundante). También puede comentar acerca de aspectos como el guión, la iluminación, el vestuario, la dirección. Dependiendo del film, podría observar detalles sobre efectos especiales.
• Actuación: comente sobre la actuación de los actores y actrices (credibilidad, adecuación al personaje).
• Apreciación general: Responda al menos: ¿es la película de relevancia en su género? ¿Es innovadora? Tome en cuenta el año en el que la película se realizó.
Dos textos sobre la literatura y el oficio del escritor
EL DESAFÍO DE LA CREACIÓN
Juan Rulfo
Desgraciadamente yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente, uno es un extranjero ahí.
Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: "hoy parece que por ahí vienen las nubes..." En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia: ahora, yo le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo al lápiz, porque yo escribo a mano; pero quiero decir, más o menos, cuáles son mis procedimientos en una forma muy personal. Cuando yo empiezo a escribir no creo en la inspiración, jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el personaje que yo quería que apareciera, aquél personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo. De pronto, aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiere vida, uno puede, por caminos que uno desconoce pero que, estando vivo, lo conducen a uno a una realidad, o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que se puede decir, lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido, o pudo suceder pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.
A mí me han criticado mucho mis paisanos que cuento mentiras, que no hago historia, o que todo lo que platico o escribo, dicen, nunca ha sucedido y es así. Para mí lo primero es la imaginación; dentro de esos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a pensar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura.
Concretando, se trabaja con: imaginación, intuición y una aparente verdad. Cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer: el trabajo es solitario, no se puede concebir el trabajo colectivo en la literatura, y esa soledad lo lleva a uno a convertirse en una especie de médium de cosas que uno mismo desconoce, pero sin saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando.
Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar. Ahora, hay otro elemento, otra cosa muy importante también que es el querer contar algo sobre ciertos temas; sabemos perfectamente que no existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más, no hay más temas, así es que para captar su desarrollo normal, hay que saber cómo tratarlos, qué forma darles; no repetir lo que han dicho otros. Entonces, el tratamiento que se le da a un cuento nos lleva, aunque el tema se haya tratado infinitamente, a decir las cosas de otro modo; estamos contando lo mismo que han contado desde Virgilio hasta no sé quienes más, los chinos o quien sea. Mas hay que buscar el fundamento, la forma de tratar el tema, y creo que dentro de la creación literaria, la forma -la llaman la forma literaria- es la que rige, la que provoca que una historia tenga interés y llame la atención a los demás.
Conforme se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto; el autor no vuelve a pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello le da vueltas en la cabeza constantemente: el tema sigue rondando hasta que uno se da cuenta, por experiencia propia, de que no está concluido, de que algo se ha quedado dentro; entonces hay que volver a iniciar la historia, hay que ver dónde está la falla, hay que ver cuál es el personaje que no se movió por sí mismo. En mi caso personal, tengo la característica de eliminarme de la historia, nunca cuento un cuento en que haya experiencias personales o que haya algo autobiográfico o que yo haya visto u oído, siempre tengo que imaginarlo o recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo. Ése es el misterio, la creación literaria es misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el personaje no funciona, y el autor tiene que ayudarle a sobrevivir; entonces falla inmediatamente. Estoy hablando de cosas elementales, ustedes deben perdonarme, pero mis experiencias han sido éstas, nunca he relatado nada que haya sucedido; mis bases son la intuición y, dentro de eso, ha surgido lo que es ajeno al autor.
El problema, como les decía antes, es encontrar el tema, el personaje y qué va a decir y qué va a hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida. En cuanto el personaje es forzado por el autor, inmediatamente se mete en un callejón sin salida. Una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer, precisamente, es la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que aquellos personajes funcionen por sí y no con mi inclusión, porque entonces entro en la divagación del ensayo, en la elucubración; llega uno hasta a meter sus propias ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer creer hasta en la ideología que tiene uno, su manera de pensar sobre la vida, o sobre el mundo, sobre los seres humanos, cuál es el principio que movía las acciones del hombre. Cuando sucede eso, se vuelve uno ensayista. Conocemos muchas novelas-ensayo, mucha obra literaria que es novela-ensayo; pero, por regla general, el género que se presta menos a eso es el cuento. Para mí el cuento es un género realmente más importante que la novela porque hay que concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay que frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta. El poeta tiene que ir frenando el caballo y no desbocarse; si se desboca y escribe por escribir, le salen las palabras una tras otra y, entonces, simplemente fracasa. Lo esencial es precisamente contenerse, no desbocarse, no vaciarse; el cuento tiene esa particularidad; yo precisamente prefiero el cuento, sobre todo, sobre la novela, porque la novela se presta mucho a esas divagaciones.
La novela, dicen, es un género que abarca todo, es un saco donde cabe todo, caben cuentos, teatro o acción, ensayos filosóficos o no filosóficos, una serie de temas con los cuales se va a llenar aquel saco; en cambio, en el cuento tiene uno que reducirse, sintetizarse y, en unas cuantas palabras, decir o contar una historia que otros cuentan en doscientas páginas; ésa es, más o menos, la idea que yo tengo sobre la creación, sobre el principio de la creación literaria; claro que no es una exposición brillante la que les estoy haciendo, sino que les estoy hablando de una forma muy elemental, porque yo les tengo mucho miedo a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual, le saco la vuelta, y considero que el escritor debe ser el menos intelectual de todos los pensadores, porque sus ideas y sus pensamientos son cosas muy personales que no tienen por qué influir en los demás ni hacer lo que él quiere que hagan los demás; cuando se llega a esa conclusión, cuando se llega a ese sitio, o llamémosle final, entonces siente uno que algo se ha logrado.
Como todos ustedes saben, no hay ningún escritor que escriba todo lo que piensa, es muy difícil trasladar el pensamiento a la escritura, creo que nadie lo hace, nadie lo ha hecho, sino que, simplemente, hay muchísimas cosas que al ser desarrolladas se pierden.
***
LA VERDAD DE LAS MENTIRAS
http://www.puntodelectura.com/upload/primeraspaginas/978-84-663-6939-8.pdf
Mario Vargas Llosa
I.
Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado
si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas
satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda
rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa
cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber
dicho algo que nunca da en el blanco.
Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta
gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores,
consciente o inconscientemente, hacen depender lo
segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por
ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas
en las colonias hispanoamericanas con el argumento
de que esos libros disparatados y absurdos —es decir,
mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual
de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos
sólo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos
años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó
en la América española apareció sólo después de la independencia
(en México, en 1816). Al prohibir no unas
obras determinadas sino un género literario en abstracto,
el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley
sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas
ellas ofrecen una visión falaz de la vida. Hace años escribí
un trabajo ridiculizando a esos arbitrarios, capaces de
una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores
españoles fueron acaso los primeros en entender
—antes que los críticos y que los propios novelistas— la
naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas.
En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer
otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia.
La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad,
que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que
no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías.
Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los
hombres no están contentos con su suerte y casi todos
—ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros—
quisieran una vida distinta de la que viven. Para
aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones.
Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos
tengan las vidas que no se resignan a no tener. En
el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late
un deseo insatisfecho.
¿Significa esto que la novela es sinónimo de irrealidad?
¿Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los
morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos
castigados por la adversidad de Franz Kafka y los
eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan
o nos conmueven porque no tienen nada de nosotros,
porque nos es imposible identificar sus experiencias
con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado,
pues este camino —el de la verdad y la mentira en
el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los
invitadores oasis suelen ser espejismos.
¿Qué quiere decir que una novela siempre miente?
No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio
Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia, al menos—
sucede mi primera novela, La ciudad y los perros,
que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la
institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer
otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose
inexactamente retratada en ella, ha publicado
luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada
por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay
más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que
recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente
fiel a unos hechos y personas anteriores y
ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que
he escrito, partí de algunas experiencias vivas en mi memoria
y estimulantes para mi imaginación y fantaseé algo
que refleja de manera muy infiel esos materiales de
trabajo. No se escriben novelas para contar la vida sino
para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas
del francés Restif de la Bretonne la realidad no puede ser
más fotográfica, ellas son un catálogo de las costumbres
del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas
tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay,
sin embargo, algo diferente, mínimo pero esencial. Que,
en ese mundo, los hombres no se enamoran de las damas
por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo,
sus prendas espirituales, etcétera, sino exclusivamente por
la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, «bretonismo
» al fetichismo del botín). De una manera menos
cruda y explícita, y también menos consciente, todas las
novelas rehacen la realidad —embelleciéndola o empeorándola—
como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el
profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la
vida, en los que el novelista materializa sus secretas obsesiones,
reside la originalidad de una ficción. Ella es
más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad
general y cuantos más numerosos sean, a lo largo
del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen,
en esos contrabandos filtrados a la vida, los demonios
que los desasosiegan. ¿Hubiera podido yo, en aquellas
novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos?
Ciertamente. Pero aun si hubiera conseguido
esa aburrida proeza de sólo narrar hechos ciertos y describir
personajes cuyas biografías se ajustaban como un
guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido,
por eso, menos mentirosas o más ciertas de lo que son.
Porque no es la anécdota lo que decide la verdad o
la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida,
que esté hecha de palabras y no de experiencias
concretas. Al traducirse en lenguaje, al ser contados, los
hechos sufren una profunda modificación. El hecho real
—la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico
de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los
signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir
unos y descartar otros, el novelista privilegia una y
asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que
describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe
se convierte en lo descrito. ¿Me refiero sólo al caso
del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la
que sin duda pertenezco, cuyas novelas relatan sucesos
que los lectores pueden reconocer como posibles a través
de su propia vivencia de la realidad? Parecería, en
efecto, que para el novelista de linaje fantástico, el que
describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes,
no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y
la ficción. En verdad, sí se plantea, aunque de otra manera.
La «irrealidad» de la literatura fantástica se vuelve,
para el lector, símbolo o alegoría, es decir, representación
de realidades, de experiencias que sí puede identificar en
la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista»
o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza
entre verdad y mentira en la ficción.
A esta primera modificación —la que imprimen las
palabras a los hechos— se entrevera una segunda, no
menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se
detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia
se mezcla con todas las historias y por lo mismo no
empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro
en el que aquel vertiginoso desorden se torna
orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La
soberanía de una novela no resulta sólo del lenguaje en
que está escrita. También, de su sistema temporal, de la
manera como discurre en ella la existencia: cuándo se
detiene, cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica
del narrador para describir ese tiempo inventado.
Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre
el tiempo real y el de una ficción hay un abismo. El
tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir
ciertos efectos psicológicos. En él el pasado puede
ser posterior al presente —el efecto preceder a la causa—
como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla,
que comienza con la muerte de un anciano y continúa
hasta su gestación, en el claustro materno; o ser sólo pasado
remoto que nunca llega a disolverse en el pasado
próximo desde el que narra el narrador, como en la mayoría
de las novelas clásicas; o ser eterno presente sin pasado
ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beckett; o
un laberinto en que pasado, presente y futuro coexisten,
anulándose, como en El sonido y la furia, de Faulkner.
Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más
informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que
podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva
que la vida verdadera, en la que estamos inmersos,
siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido
del novelista, simulador que aparenta recrear la vida
cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente,
la ficción traiciona la vida, encapsulándola en
una trama de palabras que la reducen de escala y la ponen
al alcance del lector. Éste puede, así, juzgarla, entenderla,
y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida
verdadera no consiente.
¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y
un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿No están
ellos compuestos de palabras? ¿No encarcelan acaso
en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas,
el tiempo real? La respuesta es: se trata de sistemas
opuestos de aproximación a lo real. En tanto que la novela
se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no
pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o
mentira funciona de manera distinta en cada caso. Para el
periodismo o la historia la verdad depende del cotejo entre
lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía,
más verdad, y, a más distancia, más mentira. Decir que la
Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, o la Historia
de la conquista del Perú, de Prescott, son «novelescas»
es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. En cambio,
documentar los errores históricos de La guerra y la paz
sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de
tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De
qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión,
de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de
su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala
novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela
significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser
incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un
género amoral, o, más bien, de una ética sui géneris, para
la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente
estéticos. Arte «enajenante», es de constitución antibrechtiana:
sin «ilusión» no hay novela.
De lo que llevo dicho parecería desprenderse que la
ficción es una fabulación gratuita, una prestidigitación
sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que
sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se
nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia
de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que
dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como
ellas la describen. Los libros de caballerías queman
el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a
alancear molinos de viento, y la tragedia de Emma Bovary
no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara
parecerse a las heroínas de las novelitas románticas
que lee. Por creer que la realidad es como pretenden
las ficciones, Alonso Quijano y Emma sufren terribles
quebrantos. ¿Los condenamos por ello? No, sus historias
nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible
de vivir la ficción nos parece personificar una actitud
idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto
de lo que se es ha sido la aspiración humana por
excelencia. De ella resultó lo mejor y lo peor que registra
la historia. De ella han nacido también las ficciones.
Cuando leemos novelas no somos los que somos
habitualmente, sino también los seres hechizos entre los
cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis:
el reducto asfixiante que es nuestra vida real se
abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias
que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía
encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados
a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de
tener una sola vida y los apetitos y fantasías de desear
mil. Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las
fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que
ocupan las ficciones.
En el corazón de todas ellas llamea una protesta.
Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien
las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas
las caras y aventuras que necesitaba para aumentar
su vida. Ésa es la verdad que expresan las mentiras de las
ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan
y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones.
¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de
las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos
hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían
ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras
no documentan sus vidas sino los demonios que las
soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para
que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época
no está poblada únicamente de seres de carne y hueso;
también, de los fantasmas en que estos seres se mudan
para romper las barreras que los limitan y los frustran.
Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas:
llenan las insuficiencias de la vida. Por eso, cuando la vida
parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo
justifica y absorbe, los hombres se conforman con su
destino, las novelas no suelen cumplir servicio alguno.
Las culturas religiosas producen poesía, teatro, rara vez
grandes novelas. La ficción es un arte de sociedades donde
la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en
algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido
sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre
creciente sobre el mundo en que se vive y el
trasmundo. Además de amoralidad, en las entrañas de las
novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa
entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas,
dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve
caos: ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus
órdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y
en ellos se despliegan, libremente, aquellos apetitos y temores
que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar.
La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida.
El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento
brutal: la comprobación de que somos menos de lo que
soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan
transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones
también la azuzan, espoleando los deseos y la imaginación.
Los inquisidores españoles entendieron el peligro.
Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, un
desajuste con la existencia que puede tornarse rebeldía,
actitud indócil frente a lo establecido. Es comprensible,
por ello, que los regímenes que aspiran a controlar
totalmente la vida desconfíen de las ficciones y las sometan
a censuras. Salir de sí mismo, ser otro, aunque
sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y
de experimentar los riesgos de la libertad.
Juan Rulfo
Desgraciadamente yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente, uno es un extranjero ahí.
Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: "hoy parece que por ahí vienen las nubes..." En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia: ahora, yo le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo al lápiz, porque yo escribo a mano; pero quiero decir, más o menos, cuáles son mis procedimientos en una forma muy personal. Cuando yo empiezo a escribir no creo en la inspiración, jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el personaje que yo quería que apareciera, aquél personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo. De pronto, aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiere vida, uno puede, por caminos que uno desconoce pero que, estando vivo, lo conducen a uno a una realidad, o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que se puede decir, lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido, o pudo suceder pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.
A mí me han criticado mucho mis paisanos que cuento mentiras, que no hago historia, o que todo lo que platico o escribo, dicen, nunca ha sucedido y es así. Para mí lo primero es la imaginación; dentro de esos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a pensar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura.
Concretando, se trabaja con: imaginación, intuición y una aparente verdad. Cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer: el trabajo es solitario, no se puede concebir el trabajo colectivo en la literatura, y esa soledad lo lleva a uno a convertirse en una especie de médium de cosas que uno mismo desconoce, pero sin saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando.
Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar. Ahora, hay otro elemento, otra cosa muy importante también que es el querer contar algo sobre ciertos temas; sabemos perfectamente que no existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más, no hay más temas, así es que para captar su desarrollo normal, hay que saber cómo tratarlos, qué forma darles; no repetir lo que han dicho otros. Entonces, el tratamiento que se le da a un cuento nos lleva, aunque el tema se haya tratado infinitamente, a decir las cosas de otro modo; estamos contando lo mismo que han contado desde Virgilio hasta no sé quienes más, los chinos o quien sea. Mas hay que buscar el fundamento, la forma de tratar el tema, y creo que dentro de la creación literaria, la forma -la llaman la forma literaria- es la que rige, la que provoca que una historia tenga interés y llame la atención a los demás.
Conforme se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto; el autor no vuelve a pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello le da vueltas en la cabeza constantemente: el tema sigue rondando hasta que uno se da cuenta, por experiencia propia, de que no está concluido, de que algo se ha quedado dentro; entonces hay que volver a iniciar la historia, hay que ver dónde está la falla, hay que ver cuál es el personaje que no se movió por sí mismo. En mi caso personal, tengo la característica de eliminarme de la historia, nunca cuento un cuento en que haya experiencias personales o que haya algo autobiográfico o que yo haya visto u oído, siempre tengo que imaginarlo o recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo. Ése es el misterio, la creación literaria es misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el personaje no funciona, y el autor tiene que ayudarle a sobrevivir; entonces falla inmediatamente. Estoy hablando de cosas elementales, ustedes deben perdonarme, pero mis experiencias han sido éstas, nunca he relatado nada que haya sucedido; mis bases son la intuición y, dentro de eso, ha surgido lo que es ajeno al autor.
El problema, como les decía antes, es encontrar el tema, el personaje y qué va a decir y qué va a hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida. En cuanto el personaje es forzado por el autor, inmediatamente se mete en un callejón sin salida. Una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer, precisamente, es la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que aquellos personajes funcionen por sí y no con mi inclusión, porque entonces entro en la divagación del ensayo, en la elucubración; llega uno hasta a meter sus propias ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer creer hasta en la ideología que tiene uno, su manera de pensar sobre la vida, o sobre el mundo, sobre los seres humanos, cuál es el principio que movía las acciones del hombre. Cuando sucede eso, se vuelve uno ensayista. Conocemos muchas novelas-ensayo, mucha obra literaria que es novela-ensayo; pero, por regla general, el género que se presta menos a eso es el cuento. Para mí el cuento es un género realmente más importante que la novela porque hay que concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay que frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta. El poeta tiene que ir frenando el caballo y no desbocarse; si se desboca y escribe por escribir, le salen las palabras una tras otra y, entonces, simplemente fracasa. Lo esencial es precisamente contenerse, no desbocarse, no vaciarse; el cuento tiene esa particularidad; yo precisamente prefiero el cuento, sobre todo, sobre la novela, porque la novela se presta mucho a esas divagaciones.
La novela, dicen, es un género que abarca todo, es un saco donde cabe todo, caben cuentos, teatro o acción, ensayos filosóficos o no filosóficos, una serie de temas con los cuales se va a llenar aquel saco; en cambio, en el cuento tiene uno que reducirse, sintetizarse y, en unas cuantas palabras, decir o contar una historia que otros cuentan en doscientas páginas; ésa es, más o menos, la idea que yo tengo sobre la creación, sobre el principio de la creación literaria; claro que no es una exposición brillante la que les estoy haciendo, sino que les estoy hablando de una forma muy elemental, porque yo les tengo mucho miedo a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual, le saco la vuelta, y considero que el escritor debe ser el menos intelectual de todos los pensadores, porque sus ideas y sus pensamientos son cosas muy personales que no tienen por qué influir en los demás ni hacer lo que él quiere que hagan los demás; cuando se llega a esa conclusión, cuando se llega a ese sitio, o llamémosle final, entonces siente uno que algo se ha logrado.
Como todos ustedes saben, no hay ningún escritor que escriba todo lo que piensa, es muy difícil trasladar el pensamiento a la escritura, creo que nadie lo hace, nadie lo ha hecho, sino que, simplemente, hay muchísimas cosas que al ser desarrolladas se pierden.
***
LA VERDAD DE LAS MENTIRAS
http://www.puntodelectura.com/upload/primeraspaginas/978-84-663-6939-8.pdf
Mario Vargas Llosa
I.
Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado
si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas
satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda
rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa
cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber
dicho algo que nunca da en el blanco.
Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta
gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores,
consciente o inconscientemente, hacen depender lo
segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por
ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas
en las colonias hispanoamericanas con el argumento
de que esos libros disparatados y absurdos —es decir,
mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual
de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos
sólo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos
años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó
en la América española apareció sólo después de la independencia
(en México, en 1816). Al prohibir no unas
obras determinadas sino un género literario en abstracto,
el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley
sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas
ellas ofrecen una visión falaz de la vida. Hace años escribí
un trabajo ridiculizando a esos arbitrarios, capaces de
una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores
españoles fueron acaso los primeros en entender
—antes que los críticos y que los propios novelistas— la
naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas.
En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer
otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia.
La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad,
que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que
no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías.
Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los
hombres no están contentos con su suerte y casi todos
—ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros—
quisieran una vida distinta de la que viven. Para
aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones.
Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos
tengan las vidas que no se resignan a no tener. En
el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late
un deseo insatisfecho.
¿Significa esto que la novela es sinónimo de irrealidad?
¿Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los
morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos
castigados por la adversidad de Franz Kafka y los
eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan
o nos conmueven porque no tienen nada de nosotros,
porque nos es imposible identificar sus experiencias
con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado,
pues este camino —el de la verdad y la mentira en
el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los
invitadores oasis suelen ser espejismos.
¿Qué quiere decir que una novela siempre miente?
No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio
Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia, al menos—
sucede mi primera novela, La ciudad y los perros,
que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la
institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer
otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose
inexactamente retratada en ella, ha publicado
luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada
por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay
más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que
recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente
fiel a unos hechos y personas anteriores y
ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que
he escrito, partí de algunas experiencias vivas en mi memoria
y estimulantes para mi imaginación y fantaseé algo
que refleja de manera muy infiel esos materiales de
trabajo. No se escriben novelas para contar la vida sino
para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas
del francés Restif de la Bretonne la realidad no puede ser
más fotográfica, ellas son un catálogo de las costumbres
del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas
tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay,
sin embargo, algo diferente, mínimo pero esencial. Que,
en ese mundo, los hombres no se enamoran de las damas
por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo,
sus prendas espirituales, etcétera, sino exclusivamente por
la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, «bretonismo
» al fetichismo del botín). De una manera menos
cruda y explícita, y también menos consciente, todas las
novelas rehacen la realidad —embelleciéndola o empeorándola—
como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el
profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la
vida, en los que el novelista materializa sus secretas obsesiones,
reside la originalidad de una ficción. Ella es
más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad
general y cuantos más numerosos sean, a lo largo
del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen,
en esos contrabandos filtrados a la vida, los demonios
que los desasosiegan. ¿Hubiera podido yo, en aquellas
novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos?
Ciertamente. Pero aun si hubiera conseguido
esa aburrida proeza de sólo narrar hechos ciertos y describir
personajes cuyas biografías se ajustaban como un
guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido,
por eso, menos mentirosas o más ciertas de lo que son.
Porque no es la anécdota lo que decide la verdad o
la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida,
que esté hecha de palabras y no de experiencias
concretas. Al traducirse en lenguaje, al ser contados, los
hechos sufren una profunda modificación. El hecho real
—la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico
de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los
signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir
unos y descartar otros, el novelista privilegia una y
asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que
describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe
se convierte en lo descrito. ¿Me refiero sólo al caso
del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la
que sin duda pertenezco, cuyas novelas relatan sucesos
que los lectores pueden reconocer como posibles a través
de su propia vivencia de la realidad? Parecería, en
efecto, que para el novelista de linaje fantástico, el que
describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes,
no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y
la ficción. En verdad, sí se plantea, aunque de otra manera.
La «irrealidad» de la literatura fantástica se vuelve,
para el lector, símbolo o alegoría, es decir, representación
de realidades, de experiencias que sí puede identificar en
la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista»
o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza
entre verdad y mentira en la ficción.
A esta primera modificación —la que imprimen las
palabras a los hechos— se entrevera una segunda, no
menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se
detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia
se mezcla con todas las historias y por lo mismo no
empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro
en el que aquel vertiginoso desorden se torna
orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La
soberanía de una novela no resulta sólo del lenguaje en
que está escrita. También, de su sistema temporal, de la
manera como discurre en ella la existencia: cuándo se
detiene, cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica
del narrador para describir ese tiempo inventado.
Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre
el tiempo real y el de una ficción hay un abismo. El
tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir
ciertos efectos psicológicos. En él el pasado puede
ser posterior al presente —el efecto preceder a la causa—
como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla,
que comienza con la muerte de un anciano y continúa
hasta su gestación, en el claustro materno; o ser sólo pasado
remoto que nunca llega a disolverse en el pasado
próximo desde el que narra el narrador, como en la mayoría
de las novelas clásicas; o ser eterno presente sin pasado
ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beckett; o
un laberinto en que pasado, presente y futuro coexisten,
anulándose, como en El sonido y la furia, de Faulkner.
Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más
informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que
podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva
que la vida verdadera, en la que estamos inmersos,
siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido
del novelista, simulador que aparenta recrear la vida
cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente,
la ficción traiciona la vida, encapsulándola en
una trama de palabras que la reducen de escala y la ponen
al alcance del lector. Éste puede, así, juzgarla, entenderla,
y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida
verdadera no consiente.
¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y
un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿No están
ellos compuestos de palabras? ¿No encarcelan acaso
en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas,
el tiempo real? La respuesta es: se trata de sistemas
opuestos de aproximación a lo real. En tanto que la novela
se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no
pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o
mentira funciona de manera distinta en cada caso. Para el
periodismo o la historia la verdad depende del cotejo entre
lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía,
más verdad, y, a más distancia, más mentira. Decir que la
Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, o la Historia
de la conquista del Perú, de Prescott, son «novelescas»
es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. En cambio,
documentar los errores históricos de La guerra y la paz
sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de
tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De
qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión,
de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de
su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala
novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela
significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser
incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un
género amoral, o, más bien, de una ética sui géneris, para
la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente
estéticos. Arte «enajenante», es de constitución antibrechtiana:
sin «ilusión» no hay novela.
De lo que llevo dicho parecería desprenderse que la
ficción es una fabulación gratuita, una prestidigitación
sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que
sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se
nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia
de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que
dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como
ellas la describen. Los libros de caballerías queman
el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a
alancear molinos de viento, y la tragedia de Emma Bovary
no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara
parecerse a las heroínas de las novelitas románticas
que lee. Por creer que la realidad es como pretenden
las ficciones, Alonso Quijano y Emma sufren terribles
quebrantos. ¿Los condenamos por ello? No, sus historias
nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible
de vivir la ficción nos parece personificar una actitud
idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto
de lo que se es ha sido la aspiración humana por
excelencia. De ella resultó lo mejor y lo peor que registra
la historia. De ella han nacido también las ficciones.
Cuando leemos novelas no somos los que somos
habitualmente, sino también los seres hechizos entre los
cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis:
el reducto asfixiante que es nuestra vida real se
abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias
que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía
encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados
a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de
tener una sola vida y los apetitos y fantasías de desear
mil. Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las
fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que
ocupan las ficciones.
En el corazón de todas ellas llamea una protesta.
Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien
las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas
las caras y aventuras que necesitaba para aumentar
su vida. Ésa es la verdad que expresan las mentiras de las
ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan
y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones.
¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de
las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos
hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían
ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras
no documentan sus vidas sino los demonios que las
soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para
que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época
no está poblada únicamente de seres de carne y hueso;
también, de los fantasmas en que estos seres se mudan
para romper las barreras que los limitan y los frustran.
Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas:
llenan las insuficiencias de la vida. Por eso, cuando la vida
parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo
justifica y absorbe, los hombres se conforman con su
destino, las novelas no suelen cumplir servicio alguno.
Las culturas religiosas producen poesía, teatro, rara vez
grandes novelas. La ficción es un arte de sociedades donde
la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en
algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido
sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre
creciente sobre el mundo en que se vive y el
trasmundo. Además de amoralidad, en las entrañas de las
novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa
entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas,
dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve
caos: ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus
órdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y
en ellos se despliegan, libremente, aquellos apetitos y temores
que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar.
La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida.
El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento
brutal: la comprobación de que somos menos de lo que
soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan
transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones
también la azuzan, espoleando los deseos y la imaginación.
Los inquisidores españoles entendieron el peligro.
Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, un
desajuste con la existencia que puede tornarse rebeldía,
actitud indócil frente a lo establecido. Es comprensible,
por ello, que los regímenes que aspiran a controlar
totalmente la vida desconfíen de las ficciones y las sometan
a censuras. Salir de sí mismo, ser otro, aunque
sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y
de experimentar los riesgos de la libertad.
¡Click! Por Susan Sontag
La fotografía se ha transformado en una diversión casi tan cultivada como el sexo y el baile, lo cual significa que la fotografía, como toda forma artística de masas, no es cultivada como tal por la mayoría. Es sobre todo un rito social, una protección contra la ansiedad y un instrumento de poder.
La conmemoración de los logros de los individuos en tanto miembros de una familia (así como de otros grupos) es el primer uso popular de la fotografía. Durante un siglo al menos, la fotografía de bodas ha formado parte de la ceremonia tanto como las fórmulas verbales prescriptas. Las cámaras se integran en la vida familiar. Según un estudio sociológico realizado en Francia, casi todos los hogares tienen cámara, pero las probabilidades de que haya una cámara en un hogar con niños comparado con uno sin niños son del doble. No fotografiar a los propios hijos, sobre todo cuando son pequeños, es señal de indiferencia de los padres, así como no posar para la foto de graduación del bachillerato es un gesto de rebelión adolescente.
Mediante las fotografías, cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos. Poco importa cuáles actividades se fotografían, siempre que las fotos se hagan y aprecien. La fotografía se transforma en rito de la vida familiar justo cuando la institución misma de la familia, en los países industrializados de Europa y América, empieza a someterse a una operación quirúrgica radical. A medida que esa unidad claustrofóbica, el núcleo familiar, se extirpaba de un conjunto familiar mucho más vasto, la fotografía la acompañaba para conmemorar y restablecer simbólicamente la continuidad amenazada y el ocaso del carácter extendido de la vida familiar. Estas huellas espectrales, las fotografías, constituyen la presencia vicaria de los parientes dispersos. El álbum familiar se compone generalmente de la familia extendida, y a menudo es lo único que ha quedado de ella.
Si las fotografías permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal, también ayudan a tomar posesión de un espacio donde la gente está insegura. Así, la fotografía se desarrolla en conjunción con una de las actividades modernas más características: el turismo. Por primera vez en la historia, grupos numerosos de gente abandonan sus entornos habituales por breves períodos. Parece decididamente anormal viajar por placer sin llevar una cámara. Las fotografías son la prueba irrecusable de que se hizo la excursión, se cumplió el programa, se gozó del viaje. Las fotografías documentan secuencias de consumo realizadas en ausencia de la familia, los amigos, los vecinos. Pero la dependencia de la cámara, en cuanto aparato que da realidad a las experiencias, no disminuye cuando la gente viaja más. El acto de fotografiar satisface las mismas necesidades para los cosmopolitas que acumulan trofeos fotográficos de su excursión en barco por el Nilo o sus catorce días en China, que para los turistas de clase media que hacen instantáneas de la Torre Eiffel o las cataratas del Niágara.
El acto fotográfico, un modo de certificar la experiencia, es también un modo de rechazarla: cuando se confina a la búsqueda de lo fotogénico, cuando se convierte la experiencia en una imagen, un recuerdo. El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotos. La propia actividad fotográfica es tranquilizadora, y mitiga esa desorientación general que se suele agudizar con los viajes. La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y toda cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto. Así la experiencia cobra forma: alto, una fotografía, adelante. El método seduce sobre todo a gente subyugada a una ética de trabajo implacable: alemanes, japoneses y estadounidenses. El empleo de una cámara atenúa su ansiedad provocada por la inactividad laboral cuando están en vacaciones y presuntamente divirtiéndose. Cuentan con una tarea que parece una simpática imitación del trabajo: pueden hacer fotos. La gente despojada de su pasado parece la más ferviente entusiasta de las fotografías, en su país y en el exterior. Todos los integrantes de una sociedad industrializada son obligados poco a poco a renunciar al pasado, pero en algunos países, como Estados Unidos y Japón, la ruptura ha sido especialmente traumática. A principios de los años ’70, la fábula del impetuoso turista estadounidense de los ’50 y ’60, cargado de dólares y materialismo, fue reemplazada por el enigma del gregario turista japonés, nuevamente liberado de su isla y prisión por el milagro del yen sobrevaluado y casi siempre armado con dos cámaras, una en cada lado de la cadera.
La fotografía se ha transformado en uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación. Un anuncio a toda página muestra un pequeño grupo de apretujada gente de pie, atisbando fuera de la fotografía; todos salvo uno parecen aturdidos, animados, contrariados. El de la expresión diferente sujeta una cámara ante el ojo, parece tranquilo, casi sonríe. Mientras los demás son espectadores pasivos, obviamente alarmados, poseer una cámara ha transformado a la persona en algo activo, un voyeur: sólo él ha dominado la situación. ¿Qué ven esas personas? No lo sabemos. Y no importa. Es un acontecimiento: algo digno de verse, y por lo tanto digno de fotografiarse. El texto del anuncio, letras blancas sobre el oscuro tercio inferior de la imagen como el despacho noticioso de un teletipo, consiste sólo en seis palabras: “... Praga... Woodstock... Vietnam... Sapporo... Londonderry... Leica”. Esperanzas frustradas, humoradas juveniles, guerras coloniales y deportes de invierno son semejantes: la cámara los iguala. Hacer fotografías ha implantado en la relación con el mundo un voyeurismo crónico que uniforma la significación de todos los acontecimientos.
Una fotografía no es el mero resultado del encuentro entre un acontecimiento y un fotógrafo; hacer imágenes es un acontecimiento en sí mismo, y uno que se arroga derechos cada vez más perentorios para interferir, invadir o ignorar lo que esté sucediendo. Nuestra percepción misma de la situación ahora se articula por las intervenciones de la cámara. La omnipresencia de las cámaras insinúa de modo persuasivo que el tiempo consiste en acontecimientos interesantes, dignos de fotografiarse. Esto a su vez permite sentir fácilmente que a cualquier acontecimiento, una vez en marcha, y sea cual fuere su carácter moral, debería permitírsele concluir para que algo más pueda añadirse al mundo, la fotografía. Una vez terminado el acontecimiento, la fotografía aún existirá, confiriéndole una especie de inmortalidad (e importancia) de la que jamás habría gozado de otra manera. Mientras personas reales están por ahí matándose entre sí o matando a otras personas reales, el fotógrafo permanece detrás de la cámara para crear un diminuto fragmento de otro mundo: el mundo de imágenes que procura sobrevivir a todos.
Fotografiar es esencialmente un acto de no intervención. Parte del horror de las proezas del fotoperiodismo contemporáneo tan memorables como las de un bonzo vietnamita que coge el bidón de gasolina y un guerrillero bengalí que atraviesa con la bayoneta a un colaboracionista maniatado proviene de advertir cómo se ha vuelto verosímil, en situaciones en las cuales el fotógrafo debe optar entre una fotografía y una vida, optar por la fotografía. La persona que interviene no puede registrar; la persona que registra no puede intervenir. La gran película de Dziga Vertov, Cielovick’s Kinoapparatom (El hombre de la cámara, 1929), nos brinda la imagen ideal del fotógrafo como alguien en movimiento perpetuo, alguien que atraviesa un panorama de acontecimientos dispares con tal agilidad y celeridad que toda intervención es imposible. Rear Window (La ventana indiscreta, 1954) de Hitchcock nos brinda la imagen complementaria: el fotógrafo interpretado por James Stewart entabla una relación intensa con un suceso a través de la cámara precisamente porque tiene una pierna rota y está confinado a una silla de ruedas; la inmovilidad temporal le impide intervenir en lo que ve, y vuelve aún más importante hacer fotografías. Aunque sea incompatible con la intervención física, el empleo de la cámara sigue siendo un modo de participación. Aunque la cámara sea un puesto de observación, el acto de fotografiar es algo más que observación pasiva. Como el voyeurismo sexual, es una manera de alentar, al menos tácitamente, a menudo explícitamente, la continuación de lo que esté ocurriendo. Hacer una fotografía es tener interés en las cosas tal como están, en un statu quo inmutable (al menos por el tiempo que se tarda en conseguir una “buena” imagen), ser cómplice de todo lo que vuelva interesante algo, digno de fotografiarse, incluido, cuando ése es el interés, el dolor o el infortunio de otra persona.
“Siempre me pareció que la fotografía era una cosa traviesa; para mí fue uno de sus aspectos favoritos –escribió Diane Arbus–, y cuando lo hice por primera vez me sentí muy perversa.” Ser fotógrafo profesional puede parecer “travieso”, por usar la expresión pop de Arbus, si el fotógrafo busca temas considerados escandalosos, tabúes, marginales. Pero los temas traviesos son más difíciles de encontrar hoy día. ¿Y cuál es exactamente el aspecto perverso de la fotografía? Si los fotógrafos profesionales a menudo tienen fantasías sexuales cuando están detrás de la cámara, quizá la perversión reside en que estas fantasías son verosímiles y muy inapropiadas al mismo tiempo. En Blow-up (1966), Antonioni muestra al fotógrafo de modas rondando convulsivo el cuerpo de Verushka mientras suena la cámara. ¡Vaya travesura! En efecto, el empleo de una cámara no es buen modo de tentar a alguien sexualmente. Entre el fotógrafo y el tema tiene que mediar distancia. La cámara no viola, ni siquiera posee, aunque pueda atreverse, entrometerse, invadir, distorsionar, explotar y, en el extremo de la metáfora, asesinar: actividades que, a diferencia de los empujes y tanteos sexuales, pueden realizarse de lejos, y con alguna imparcialidad.
Hay una fantasía sexual mucho más intensa en la extraordinaria Peeping Tom (1960) de Michael Powell, una película que no trata de un mirón sino de un psicópata que mata a las mujeres al fotografiarlas, con un arma escondida en la cámara. Nunca jamás las toca. No desea sus cuerpos; quiere la presencia de esas mujeres en forma de imágenes fílmicas –las que las muestran en trance de muerte– que luego proyecta en su casa para su goce solitario. La película supone correspondencias entre la impotencia y la agresión, la mirada profesional y la crueldad, que señalan la fantasía central relacionada con la cámara. La cámara como falo es a lo sumo una tímida variante de la ineludible metáfora que todos emplean sin advertirlo. Por brumosa que sea nuestra conciencia de esta fantasía, se la nombra sin sutilezas cada vez que hablamos de “cargar” y “apuntar” una cámara, de “apretar el disparador”.
Era más complicado y difícil recargar una cámara antigua que un mosquete Bess marrón. La cámara moderna quiere ser una pistola de rayos. Se lee en un anuncio: “La Yashica Electro-35 es la cámara de la era espacial que encantará a su familia. Haga hermosas fotos de día o de noche. Automáticamente. Sin complicaciones. Sólo apunte, enfoque y dispare. El cerebro y obturador electrónicos de la GT harán el resto”.
La cámara, como el automóvil, se vende como un arma depredadora, un arma tan automática como es posible, lista para saltar. El gusto popular espera una tecnología cómoda e invisible. Los fabricantes confirman a la clientela que fotografiar no requiere pericia ni habilidad, que la máquina es omnisapiente y responde a la más ligera presión de la voluntad. Es tan simple como encender el arranque o apretar el gatillo.
Como las armas y los automóviles, las cámaras son máquinas que cifran fantasías y crean adicción. Sin embargo, pese a las extravagancias de la lengua cotidiana y la publicidad, no son letales. En la hipérbole que publicita los automóviles como armas hay al menos un asomo de verdad: salvo en tiempos de guerra, los automóviles matan a más personas que las armas. La cámara/arma no mata, así que la ominosa metáfora parece un mero alarde, como la fantasía masculina de tener un fusil, cuchillo o herramienta entre las piernas. No obstante, hay algo depredador en la acción de hacer una foto. Fotografiar personas es violarlas, pues se las ve como jamás se ven a sí mismas, se las conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente. Así como la cámara es una sublimación del arma, fotografiar a alguien es cometer un asesinato sublimado, un asesinato blando, digno de una época triste, atemorizada.
La conmemoración de los logros de los individuos en tanto miembros de una familia (así como de otros grupos) es el primer uso popular de la fotografía. Durante un siglo al menos, la fotografía de bodas ha formado parte de la ceremonia tanto como las fórmulas verbales prescriptas. Las cámaras se integran en la vida familiar. Según un estudio sociológico realizado en Francia, casi todos los hogares tienen cámara, pero las probabilidades de que haya una cámara en un hogar con niños comparado con uno sin niños son del doble. No fotografiar a los propios hijos, sobre todo cuando son pequeños, es señal de indiferencia de los padres, así como no posar para la foto de graduación del bachillerato es un gesto de rebelión adolescente.
Mediante las fotografías, cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos. Poco importa cuáles actividades se fotografían, siempre que las fotos se hagan y aprecien. La fotografía se transforma en rito de la vida familiar justo cuando la institución misma de la familia, en los países industrializados de Europa y América, empieza a someterse a una operación quirúrgica radical. A medida que esa unidad claustrofóbica, el núcleo familiar, se extirpaba de un conjunto familiar mucho más vasto, la fotografía la acompañaba para conmemorar y restablecer simbólicamente la continuidad amenazada y el ocaso del carácter extendido de la vida familiar. Estas huellas espectrales, las fotografías, constituyen la presencia vicaria de los parientes dispersos. El álbum familiar se compone generalmente de la familia extendida, y a menudo es lo único que ha quedado de ella.
Si las fotografías permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal, también ayudan a tomar posesión de un espacio donde la gente está insegura. Así, la fotografía se desarrolla en conjunción con una de las actividades modernas más características: el turismo. Por primera vez en la historia, grupos numerosos de gente abandonan sus entornos habituales por breves períodos. Parece decididamente anormal viajar por placer sin llevar una cámara. Las fotografías son la prueba irrecusable de que se hizo la excursión, se cumplió el programa, se gozó del viaje. Las fotografías documentan secuencias de consumo realizadas en ausencia de la familia, los amigos, los vecinos. Pero la dependencia de la cámara, en cuanto aparato que da realidad a las experiencias, no disminuye cuando la gente viaja más. El acto de fotografiar satisface las mismas necesidades para los cosmopolitas que acumulan trofeos fotográficos de su excursión en barco por el Nilo o sus catorce días en China, que para los turistas de clase media que hacen instantáneas de la Torre Eiffel o las cataratas del Niágara.
El acto fotográfico, un modo de certificar la experiencia, es también un modo de rechazarla: cuando se confina a la búsqueda de lo fotogénico, cuando se convierte la experiencia en una imagen, un recuerdo. El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotos. La propia actividad fotográfica es tranquilizadora, y mitiga esa desorientación general que se suele agudizar con los viajes. La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y toda cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto. Así la experiencia cobra forma: alto, una fotografía, adelante. El método seduce sobre todo a gente subyugada a una ética de trabajo implacable: alemanes, japoneses y estadounidenses. El empleo de una cámara atenúa su ansiedad provocada por la inactividad laboral cuando están en vacaciones y presuntamente divirtiéndose. Cuentan con una tarea que parece una simpática imitación del trabajo: pueden hacer fotos. La gente despojada de su pasado parece la más ferviente entusiasta de las fotografías, en su país y en el exterior. Todos los integrantes de una sociedad industrializada son obligados poco a poco a renunciar al pasado, pero en algunos países, como Estados Unidos y Japón, la ruptura ha sido especialmente traumática. A principios de los años ’70, la fábula del impetuoso turista estadounidense de los ’50 y ’60, cargado de dólares y materialismo, fue reemplazada por el enigma del gregario turista japonés, nuevamente liberado de su isla y prisión por el milagro del yen sobrevaluado y casi siempre armado con dos cámaras, una en cada lado de la cadera.
La fotografía se ha transformado en uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación. Un anuncio a toda página muestra un pequeño grupo de apretujada gente de pie, atisbando fuera de la fotografía; todos salvo uno parecen aturdidos, animados, contrariados. El de la expresión diferente sujeta una cámara ante el ojo, parece tranquilo, casi sonríe. Mientras los demás son espectadores pasivos, obviamente alarmados, poseer una cámara ha transformado a la persona en algo activo, un voyeur: sólo él ha dominado la situación. ¿Qué ven esas personas? No lo sabemos. Y no importa. Es un acontecimiento: algo digno de verse, y por lo tanto digno de fotografiarse. El texto del anuncio, letras blancas sobre el oscuro tercio inferior de la imagen como el despacho noticioso de un teletipo, consiste sólo en seis palabras: “... Praga... Woodstock... Vietnam... Sapporo... Londonderry... Leica”. Esperanzas frustradas, humoradas juveniles, guerras coloniales y deportes de invierno son semejantes: la cámara los iguala. Hacer fotografías ha implantado en la relación con el mundo un voyeurismo crónico que uniforma la significación de todos los acontecimientos.
Una fotografía no es el mero resultado del encuentro entre un acontecimiento y un fotógrafo; hacer imágenes es un acontecimiento en sí mismo, y uno que se arroga derechos cada vez más perentorios para interferir, invadir o ignorar lo que esté sucediendo. Nuestra percepción misma de la situación ahora se articula por las intervenciones de la cámara. La omnipresencia de las cámaras insinúa de modo persuasivo que el tiempo consiste en acontecimientos interesantes, dignos de fotografiarse. Esto a su vez permite sentir fácilmente que a cualquier acontecimiento, una vez en marcha, y sea cual fuere su carácter moral, debería permitírsele concluir para que algo más pueda añadirse al mundo, la fotografía. Una vez terminado el acontecimiento, la fotografía aún existirá, confiriéndole una especie de inmortalidad (e importancia) de la que jamás habría gozado de otra manera. Mientras personas reales están por ahí matándose entre sí o matando a otras personas reales, el fotógrafo permanece detrás de la cámara para crear un diminuto fragmento de otro mundo: el mundo de imágenes que procura sobrevivir a todos.
Fotografiar es esencialmente un acto de no intervención. Parte del horror de las proezas del fotoperiodismo contemporáneo tan memorables como las de un bonzo vietnamita que coge el bidón de gasolina y un guerrillero bengalí que atraviesa con la bayoneta a un colaboracionista maniatado proviene de advertir cómo se ha vuelto verosímil, en situaciones en las cuales el fotógrafo debe optar entre una fotografía y una vida, optar por la fotografía. La persona que interviene no puede registrar; la persona que registra no puede intervenir. La gran película de Dziga Vertov, Cielovick’s Kinoapparatom (El hombre de la cámara, 1929), nos brinda la imagen ideal del fotógrafo como alguien en movimiento perpetuo, alguien que atraviesa un panorama de acontecimientos dispares con tal agilidad y celeridad que toda intervención es imposible. Rear Window (La ventana indiscreta, 1954) de Hitchcock nos brinda la imagen complementaria: el fotógrafo interpretado por James Stewart entabla una relación intensa con un suceso a través de la cámara precisamente porque tiene una pierna rota y está confinado a una silla de ruedas; la inmovilidad temporal le impide intervenir en lo que ve, y vuelve aún más importante hacer fotografías. Aunque sea incompatible con la intervención física, el empleo de la cámara sigue siendo un modo de participación. Aunque la cámara sea un puesto de observación, el acto de fotografiar es algo más que observación pasiva. Como el voyeurismo sexual, es una manera de alentar, al menos tácitamente, a menudo explícitamente, la continuación de lo que esté ocurriendo. Hacer una fotografía es tener interés en las cosas tal como están, en un statu quo inmutable (al menos por el tiempo que se tarda en conseguir una “buena” imagen), ser cómplice de todo lo que vuelva interesante algo, digno de fotografiarse, incluido, cuando ése es el interés, el dolor o el infortunio de otra persona.
“Siempre me pareció que la fotografía era una cosa traviesa; para mí fue uno de sus aspectos favoritos –escribió Diane Arbus–, y cuando lo hice por primera vez me sentí muy perversa.” Ser fotógrafo profesional puede parecer “travieso”, por usar la expresión pop de Arbus, si el fotógrafo busca temas considerados escandalosos, tabúes, marginales. Pero los temas traviesos son más difíciles de encontrar hoy día. ¿Y cuál es exactamente el aspecto perverso de la fotografía? Si los fotógrafos profesionales a menudo tienen fantasías sexuales cuando están detrás de la cámara, quizá la perversión reside en que estas fantasías son verosímiles y muy inapropiadas al mismo tiempo. En Blow-up (1966), Antonioni muestra al fotógrafo de modas rondando convulsivo el cuerpo de Verushka mientras suena la cámara. ¡Vaya travesura! En efecto, el empleo de una cámara no es buen modo de tentar a alguien sexualmente. Entre el fotógrafo y el tema tiene que mediar distancia. La cámara no viola, ni siquiera posee, aunque pueda atreverse, entrometerse, invadir, distorsionar, explotar y, en el extremo de la metáfora, asesinar: actividades que, a diferencia de los empujes y tanteos sexuales, pueden realizarse de lejos, y con alguna imparcialidad.
Hay una fantasía sexual mucho más intensa en la extraordinaria Peeping Tom (1960) de Michael Powell, una película que no trata de un mirón sino de un psicópata que mata a las mujeres al fotografiarlas, con un arma escondida en la cámara. Nunca jamás las toca. No desea sus cuerpos; quiere la presencia de esas mujeres en forma de imágenes fílmicas –las que las muestran en trance de muerte– que luego proyecta en su casa para su goce solitario. La película supone correspondencias entre la impotencia y la agresión, la mirada profesional y la crueldad, que señalan la fantasía central relacionada con la cámara. La cámara como falo es a lo sumo una tímida variante de la ineludible metáfora que todos emplean sin advertirlo. Por brumosa que sea nuestra conciencia de esta fantasía, se la nombra sin sutilezas cada vez que hablamos de “cargar” y “apuntar” una cámara, de “apretar el disparador”.
Era más complicado y difícil recargar una cámara antigua que un mosquete Bess marrón. La cámara moderna quiere ser una pistola de rayos. Se lee en un anuncio: “La Yashica Electro-35 es la cámara de la era espacial que encantará a su familia. Haga hermosas fotos de día o de noche. Automáticamente. Sin complicaciones. Sólo apunte, enfoque y dispare. El cerebro y obturador electrónicos de la GT harán el resto”.
La cámara, como el automóvil, se vende como un arma depredadora, un arma tan automática como es posible, lista para saltar. El gusto popular espera una tecnología cómoda e invisible. Los fabricantes confirman a la clientela que fotografiar no requiere pericia ni habilidad, que la máquina es omnisapiente y responde a la más ligera presión de la voluntad. Es tan simple como encender el arranque o apretar el gatillo.
Como las armas y los automóviles, las cámaras son máquinas que cifran fantasías y crean adicción. Sin embargo, pese a las extravagancias de la lengua cotidiana y la publicidad, no son letales. En la hipérbole que publicita los automóviles como armas hay al menos un asomo de verdad: salvo en tiempos de guerra, los automóviles matan a más personas que las armas. La cámara/arma no mata, así que la ominosa metáfora parece un mero alarde, como la fantasía masculina de tener un fusil, cuchillo o herramienta entre las piernas. No obstante, hay algo depredador en la acción de hacer una foto. Fotografiar personas es violarlas, pues se las ve como jamás se ven a sí mismas, se las conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente. Así como la cámara es una sublimación del arma, fotografiar a alguien es cometer un asesinato sublimado, un asesinato blando, digno de una época triste, atemorizada.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)