La fotografía se ha transformado en una diversión casi tan cultivada como el sexo y el baile, lo cual significa que la fotografía, como toda forma artística de masas, no es cultivada como tal por la mayoría. Es sobre todo un rito social, una protección contra la ansiedad y un instrumento de poder.
La conmemoración de los logros de los individuos en tanto miembros de una familia (así como de otros grupos) es el primer uso popular de la fotografía. Durante un siglo al menos, la fotografía de bodas ha formado parte de la ceremonia tanto como las fórmulas verbales prescriptas. Las cámaras se integran en la vida familiar. Según un estudio sociológico realizado en Francia, casi todos los hogares tienen cámara, pero las probabilidades de que haya una cámara en un hogar con niños comparado con uno sin niños son del doble. No fotografiar a los propios hijos, sobre todo cuando son pequeños, es señal de indiferencia de los padres, así como no posar para la foto de graduación del bachillerato es un gesto de rebelión adolescente.
Mediante las fotografías, cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos. Poco importa cuáles actividades se fotografían, siempre que las fotos se hagan y aprecien. La fotografía se transforma en rito de la vida familiar justo cuando la institución misma de la familia, en los países industrializados de Europa y América, empieza a someterse a una operación quirúrgica radical. A medida que esa unidad claustrofóbica, el núcleo familiar, se extirpaba de un conjunto familiar mucho más vasto, la fotografía la acompañaba para conmemorar y restablecer simbólicamente la continuidad amenazada y el ocaso del carácter extendido de la vida familiar. Estas huellas espectrales, las fotografías, constituyen la presencia vicaria de los parientes dispersos. El álbum familiar se compone generalmente de la familia extendida, y a menudo es lo único que ha quedado de ella.
Si las fotografías permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal, también ayudan a tomar posesión de un espacio donde la gente está insegura. Así, la fotografía se desarrolla en conjunción con una de las actividades modernas más características: el turismo. Por primera vez en la historia, grupos numerosos de gente abandonan sus entornos habituales por breves períodos. Parece decididamente anormal viajar por placer sin llevar una cámara. Las fotografías son la prueba irrecusable de que se hizo la excursión, se cumplió el programa, se gozó del viaje. Las fotografías documentan secuencias de consumo realizadas en ausencia de la familia, los amigos, los vecinos. Pero la dependencia de la cámara, en cuanto aparato que da realidad a las experiencias, no disminuye cuando la gente viaja más. El acto de fotografiar satisface las mismas necesidades para los cosmopolitas que acumulan trofeos fotográficos de su excursión en barco por el Nilo o sus catorce días en China, que para los turistas de clase media que hacen instantáneas de la Torre Eiffel o las cataratas del Niágara.
El acto fotográfico, un modo de certificar la experiencia, es también un modo de rechazarla: cuando se confina a la búsqueda de lo fotogénico, cuando se convierte la experiencia en una imagen, un recuerdo. El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotos. La propia actividad fotográfica es tranquilizadora, y mitiga esa desorientación general que se suele agudizar con los viajes. La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y toda cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto. Así la experiencia cobra forma: alto, una fotografía, adelante. El método seduce sobre todo a gente subyugada a una ética de trabajo implacable: alemanes, japoneses y estadounidenses. El empleo de una cámara atenúa su ansiedad provocada por la inactividad laboral cuando están en vacaciones y presuntamente divirtiéndose. Cuentan con una tarea que parece una simpática imitación del trabajo: pueden hacer fotos. La gente despojada de su pasado parece la más ferviente entusiasta de las fotografías, en su país y en el exterior. Todos los integrantes de una sociedad industrializada son obligados poco a poco a renunciar al pasado, pero en algunos países, como Estados Unidos y Japón, la ruptura ha sido especialmente traumática. A principios de los años ’70, la fábula del impetuoso turista estadounidense de los ’50 y ’60, cargado de dólares y materialismo, fue reemplazada por el enigma del gregario turista japonés, nuevamente liberado de su isla y prisión por el milagro del yen sobrevaluado y casi siempre armado con dos cámaras, una en cada lado de la cadera.
La fotografía se ha transformado en uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación. Un anuncio a toda página muestra un pequeño grupo de apretujada gente de pie, atisbando fuera de la fotografía; todos salvo uno parecen aturdidos, animados, contrariados. El de la expresión diferente sujeta una cámara ante el ojo, parece tranquilo, casi sonríe. Mientras los demás son espectadores pasivos, obviamente alarmados, poseer una cámara ha transformado a la persona en algo activo, un voyeur: sólo él ha dominado la situación. ¿Qué ven esas personas? No lo sabemos. Y no importa. Es un acontecimiento: algo digno de verse, y por lo tanto digno de fotografiarse. El texto del anuncio, letras blancas sobre el oscuro tercio inferior de la imagen como el despacho noticioso de un teletipo, consiste sólo en seis palabras: “... Praga... Woodstock... Vietnam... Sapporo... Londonderry... Leica”. Esperanzas frustradas, humoradas juveniles, guerras coloniales y deportes de invierno son semejantes: la cámara los iguala. Hacer fotografías ha implantado en la relación con el mundo un voyeurismo crónico que uniforma la significación de todos los acontecimientos.
Una fotografía no es el mero resultado del encuentro entre un acontecimiento y un fotógrafo; hacer imágenes es un acontecimiento en sí mismo, y uno que se arroga derechos cada vez más perentorios para interferir, invadir o ignorar lo que esté sucediendo. Nuestra percepción misma de la situación ahora se articula por las intervenciones de la cámara. La omnipresencia de las cámaras insinúa de modo persuasivo que el tiempo consiste en acontecimientos interesantes, dignos de fotografiarse. Esto a su vez permite sentir fácilmente que a cualquier acontecimiento, una vez en marcha, y sea cual fuere su carácter moral, debería permitírsele concluir para que algo más pueda añadirse al mundo, la fotografía. Una vez terminado el acontecimiento, la fotografía aún existirá, confiriéndole una especie de inmortalidad (e importancia) de la que jamás habría gozado de otra manera. Mientras personas reales están por ahí matándose entre sí o matando a otras personas reales, el fotógrafo permanece detrás de la cámara para crear un diminuto fragmento de otro mundo: el mundo de imágenes que procura sobrevivir a todos.
Fotografiar es esencialmente un acto de no intervención. Parte del horror de las proezas del fotoperiodismo contemporáneo tan memorables como las de un bonzo vietnamita que coge el bidón de gasolina y un guerrillero bengalí que atraviesa con la bayoneta a un colaboracionista maniatado proviene de advertir cómo se ha vuelto verosímil, en situaciones en las cuales el fotógrafo debe optar entre una fotografía y una vida, optar por la fotografía. La persona que interviene no puede registrar; la persona que registra no puede intervenir. La gran película de Dziga Vertov, Cielovick’s Kinoapparatom (El hombre de la cámara, 1929), nos brinda la imagen ideal del fotógrafo como alguien en movimiento perpetuo, alguien que atraviesa un panorama de acontecimientos dispares con tal agilidad y celeridad que toda intervención es imposible. Rear Window (La ventana indiscreta, 1954) de Hitchcock nos brinda la imagen complementaria: el fotógrafo interpretado por James Stewart entabla una relación intensa con un suceso a través de la cámara precisamente porque tiene una pierna rota y está confinado a una silla de ruedas; la inmovilidad temporal le impide intervenir en lo que ve, y vuelve aún más importante hacer fotografías. Aunque sea incompatible con la intervención física, el empleo de la cámara sigue siendo un modo de participación. Aunque la cámara sea un puesto de observación, el acto de fotografiar es algo más que observación pasiva. Como el voyeurismo sexual, es una manera de alentar, al menos tácitamente, a menudo explícitamente, la continuación de lo que esté ocurriendo. Hacer una fotografía es tener interés en las cosas tal como están, en un statu quo inmutable (al menos por el tiempo que se tarda en conseguir una “buena” imagen), ser cómplice de todo lo que vuelva interesante algo, digno de fotografiarse, incluido, cuando ése es el interés, el dolor o el infortunio de otra persona.
“Siempre me pareció que la fotografía era una cosa traviesa; para mí fue uno de sus aspectos favoritos –escribió Diane Arbus–, y cuando lo hice por primera vez me sentí muy perversa.” Ser fotógrafo profesional puede parecer “travieso”, por usar la expresión pop de Arbus, si el fotógrafo busca temas considerados escandalosos, tabúes, marginales. Pero los temas traviesos son más difíciles de encontrar hoy día. ¿Y cuál es exactamente el aspecto perverso de la fotografía? Si los fotógrafos profesionales a menudo tienen fantasías sexuales cuando están detrás de la cámara, quizá la perversión reside en que estas fantasías son verosímiles y muy inapropiadas al mismo tiempo. En Blow-up (1966), Antonioni muestra al fotógrafo de modas rondando convulsivo el cuerpo de Verushka mientras suena la cámara. ¡Vaya travesura! En efecto, el empleo de una cámara no es buen modo de tentar a alguien sexualmente. Entre el fotógrafo y el tema tiene que mediar distancia. La cámara no viola, ni siquiera posee, aunque pueda atreverse, entrometerse, invadir, distorsionar, explotar y, en el extremo de la metáfora, asesinar: actividades que, a diferencia de los empujes y tanteos sexuales, pueden realizarse de lejos, y con alguna imparcialidad.
Hay una fantasía sexual mucho más intensa en la extraordinaria Peeping Tom (1960) de Michael Powell, una película que no trata de un mirón sino de un psicópata que mata a las mujeres al fotografiarlas, con un arma escondida en la cámara. Nunca jamás las toca. No desea sus cuerpos; quiere la presencia de esas mujeres en forma de imágenes fílmicas –las que las muestran en trance de muerte– que luego proyecta en su casa para su goce solitario. La película supone correspondencias entre la impotencia y la agresión, la mirada profesional y la crueldad, que señalan la fantasía central relacionada con la cámara. La cámara como falo es a lo sumo una tímida variante de la ineludible metáfora que todos emplean sin advertirlo. Por brumosa que sea nuestra conciencia de esta fantasía, se la nombra sin sutilezas cada vez que hablamos de “cargar” y “apuntar” una cámara, de “apretar el disparador”.
Era más complicado y difícil recargar una cámara antigua que un mosquete Bess marrón. La cámara moderna quiere ser una pistola de rayos. Se lee en un anuncio: “La Yashica Electro-35 es la cámara de la era espacial que encantará a su familia. Haga hermosas fotos de día o de noche. Automáticamente. Sin complicaciones. Sólo apunte, enfoque y dispare. El cerebro y obturador electrónicos de la GT harán el resto”.
La cámara, como el automóvil, se vende como un arma depredadora, un arma tan automática como es posible, lista para saltar. El gusto popular espera una tecnología cómoda e invisible. Los fabricantes confirman a la clientela que fotografiar no requiere pericia ni habilidad, que la máquina es omnisapiente y responde a la más ligera presión de la voluntad. Es tan simple como encender el arranque o apretar el gatillo.
Como las armas y los automóviles, las cámaras son máquinas que cifran fantasías y crean adicción. Sin embargo, pese a las extravagancias de la lengua cotidiana y la publicidad, no son letales. En la hipérbole que publicita los automóviles como armas hay al menos un asomo de verdad: salvo en tiempos de guerra, los automóviles matan a más personas que las armas. La cámara/arma no mata, así que la ominosa metáfora parece un mero alarde, como la fantasía masculina de tener un fusil, cuchillo o herramienta entre las piernas. No obstante, hay algo depredador en la acción de hacer una foto. Fotografiar personas es violarlas, pues se las ve como jamás se ven a sí mismas, se las conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente. Así como la cámara es una sublimación del arma, fotografiar a alguien es cometer un asesinato sublimado, un asesinato blando, digno de una época triste, atemorizada.
miércoles, 7 de abril de 2010
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