PRIMERA PARTE: El lector ante el texto
Fuente: Julian Moreiro. Cómo leer textos literarios. Madrid: Edaf, 1996.
Toda creación transforma las circunstancias persona¬les o sociales en obras insólitas. El hombre es el olmo que da siempre peras increíbles. OCTAVIO PAZ
1. LA ESCRITURA Y SUS ALEDAÑOS
1.1. REALIDAD Y LITERATURA
Llamamos literatura al conjunto de obras escritas o trasmitidas oralmente que la tradición considera dignas de aprecio artístico. En sus páginas están contenidas la biografía íntima y la memoria de la humanidad. Nada más real, pues, que la literatura, «una defensa contra las ofensas de la vida» en palabras del poeta italiano Cesare Pavese.
Claro que, para evitar equívocos, conviene que aclaremos el sentido que tiene el término realidad. La tendencia a aplicarlo sólo a lo aparente y externo, a lo que se ve y se sufre o se disfruta directamen¬te, reduce sin necesidad su significado: la realidad está también en lo que el hombre desea, lo que sueña, lo que quisiera poseer, lo que se deja en el camino y lo que quién sabe si le espera al volver de una esquina. Y cuántas veces esa otra realidad termina por revelarse más trascendente que la única que creemos tener.
En el discurso pronunciado al recibir un premio literario, el nove¬lista español Javier Marías justificaba la necesidad de la literatura (de escribirla y de leerla) por estar inmersa en ese ámbito interior al que no siempre prestamos la atención que merece:
Cuando se habla de la vida de un hombre o de una mujer, cuando se hace recapitulación o resumen, cuando se relata su historia o su biografía, sea en un diccionario, o en una enciclopedia o en una cróni¬ca o charlando entre amigos, se suele relatar lo que esa persona llevó a cabo y lo que le pasó efectivamente. Todos tenemos en el fondo la misma tendencia, es decir, a irnos viendo en las diferentes etapas de nuestra vida como el resultado y el compendio de lo que nos ha ocu¬rrido y de lo que hemos logrado y de lo que hemos realizado, como si fuera tan sólo eso lo que conforma nuestra existencia. Y olvidamos casi siempre que las vidas de las personas no son sólo eso: cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desper¬dicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcanzamos, de las numerosas posibilidades que en su mayoría no llegaron a realizarse —todas menos una, a la postre—, de nuestras vacilaciones y nuestras ensoñaciones, de los proyectos frustrados y los anhelos falsos o tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado; quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser.
Y me atrevo a pensar que es precisamente la ficción la que nos cuenta eso, o mejor dicho, la que nos sirve de recordatorio de esa dimensión que solemos dejar de lado a la hora de relatarnos y expli¬carnos a nosotros mismos.
[JAVIER MARÍAS: «LO que no sucede y sucede», en El País, 12 de agosto de 1995]
Vista así, la literatura resulta ser un método de indagación y conocimiento. El trabajo del artista empeñado en esa tarea inmensa queda definido con las palabras de otro escritor, el poeta José Ángel Váleme (el término poesía debe entenderse aquí en su sentido más amplio, como equivalente a creación artística en general):
Lo dado, lo experimentado, la experiencia, puede conocerse de modo analítico, estudiando su carácter y origen e incluyéndolo en un mecanismo total cuyas leyes cumple o permite establecer (conocimiento científico). Lo que el científico trata de fijar en la experiencia es lo que hay en ella de repetible, lo que puede capacitarle para repro¬ducir una cadena determinada de experiencias a fin de obtener un determinado tipo de efectos previsibles. Pero la experiencia puede ser conocida en su particular unicidad, en su compleja síntesis (conoci¬miento poético). Al poeta no le interesa lo que la experiencia pueda revelar de constante sujeta a unas leyes, sino su carácter único, no legislable, es decir, lo que hay en ella de irrepetible y fugaz [...]
El hombre, sujeto de la compleja síntesis de la experiencia, queda envuelto en ella. La experiencia es tumultuosa, riquísima y, en su ple¬nitud, superior a quien la protagoniza. En gran parte, en parte enorme, rebasa la conciencia de éste. Sabido es que los grandes (felices o terribles) acontecimientos de la vida pasan, suele decirse, «casi sin que nos demos cuenta». Precisamente sobre ese inmenso campo de realidad experimentada pero no conocida opera la poesía. Por eso toda poesía es, ante todo, un gran caer en la cuenta.
[JOSÉ ÁNGEL VALENTE: Las palabras de la tribu, Siglo XXI, Madrid, 1971, págs. 5-6]
Ahora bien: la poesía, la literatura, no siempre muestra en primer plano los lazos que la atan estrechamente a la realidad; más aún, no lo hace casi nunca. De ahí que la lectura atenta y rigurosa se convierta también en un caer en la cuenta del verdadero significado del texto, un descubrimiento de la capacidad del creador para explicar¬nos el mundo.
Sucede que el texto literario nos llega como obra acabada y en él se ha producido ya una trasformación de las cosas, a cuyo proceso no nos es posible asistir: la realidad visible se ha difuminado, convertida en realidad poética. Cualquier lector sabe que en el texto el mundo no aparece como estamos acostumbrados a verlo. Y sin embargo, está:
La realidad es indispensable al poeta, pero en sí sola no es sufi¬ciente. Lo real es crudo. El mundo es una posibilidad, pero es incom¬pleto y perfectible [...] El poeta tiene que revisar, confirmar y aprobar la realidad. Y el poeta la confirma o recrea por medio de la palabra, con sólo ponerla en palabras [...] Es erróneo decir que el poeta no vive en la realidad: vive en ella más que nadie, más que el banquero o el médico. Le duele más porque él es particularmente sensible a ella. El poeta se nutre de realidad, lo mismo que el cuerpo humano de aire: el hombre respira el aire, no podría vivir sin él, y lo mismo le pasa al poeta con la realidad. Se trata aquí de dos realidades existentes: ¿en qué forma operan? El poeta absorbe la realidad, pero, al absorberla, reacciona contra ella; lo mismo que el aire se exhala después de pasar por una transformación química en los pulmones, la realidad vuelve también al mundo transformada, en parte, por la operación poética.
[PEDRO SALINAS: «La reproducción de la realidad», en Ensayos completos, I, Taurus, Madrid, 1983, pág. 1911
Recapitulemos: en el empeño de perfeccionar y transformar la realidad (el afán más humano que existe; si se prefiere, es el empeño que nos hace humanos), el creador se convierte en artífice de un mundo nuevo. En él, la experiencia no está sometida a leyes constatables —eso sólo sucede en la vida que aparentemente vivimos y contamos—, sino que está sujeta a hormas artísticas; esto no debe olvidarse si no se quiere cometer el error de confundir realidad expe¬rimental con realidad literaria: la primera es objetiva, precisa, conta¬ble; la segunda es inaprensible y sugerente.
En ese mundo nuevo se guardan las opciones que no tomamos, los amores que no disfrutamos, las aventuras en las que no participamos... Es, en suma, el depositario de lo que, por no haber sido, nos ha hecho como somos. Por eso al leer un libro caemos en la cuenta de que en ese espacio recreado, devuelto a la apariencia por obra del poeta, están los datos que tantas veces echamos en falta cuando trata¬mos de entendernos mejor a nosotros mismos.
En fin: si la literatura está en la raíz misma de lo real, leer y escribir no pueden ser sino tareas de primera necesidad.
1.2. LITERATURA Y CULTURA
La historia de la literatura pone a nuestro alcance autores y obras fundamentales para entender mejor la identidad de un país. Porque, entre los rasgos que definen la cultura de un pueblo (modo de actuar y de pensar, manera de enfrentarse a la vida, costumbres y tradiciones), a la literatura le cabe un papel destacado: viene a ser un archivo de cuanto, a lo largo de los siglos, ha contribuido a modelar el presente.
Cuando hablamos de cultura no nos referimos a una realidad única, definida. Es un término que admite matices, y algunos son además contradictorios: los españoles tenemos, sin duda, rasgos que nos caracterizan como colectividad; por otra parte, somos parecidos a los ciudadanos de muchos otros países, con quienes compartimos experiencias, y, al mismo tiempo, ciertas notas relevantes distinguen, sin salir de España, a los habitantes de unas regiones y otras. ¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de cultura? De las tres cosas; pero conviene tener presente que la buena salud cultural se aviene mal con cualquier afán exclusivista.
Las identidades regionales, incluso las locales, si las hay, no son sino variaciones más o menos peculiares de una gran realidad común: las que integramos, al borde del siglo XXI, quienes pertenecemos a la llamada cultura occidental. Ya no cabe ser otra cosa que ciu¬dadanos del mundo, por más que encontremos a veces dificultades para dejar de ser provincianos. Pues bien: de todo ese conjunto de similitudes y diferencias da testimonio la historia de los libros.
Conocer nuestra literatura sirve tanto para reafirmarnos en lo que nos singulariza como para reconocernos unidos a tantos otros, más allá de toda frontera. Compartimos un entramado de ficciones semejantes, en las que la humanidad ha ido dejando el testimonio no sólo de lo que ha sido, sino también de lo que hubiera querido ser. La lite¬ratura es un seno gigantesco al que lectores y escritores estamos uni-dos por el cordón umbilical de la imaginación, cosa que sabemos todos desde que en nuestra niñez nos fascinaron los cuentos:
Es curioso que este oficio de contar cuentos sea uno de los más viejos del mundo, si no el más, como si la necesidad de fabulación del hombre hubiera nacido con él, como si en el mismo instante en que adquiere conciencia de la realidad, necesitara salirse de ella, situarse a distancia, quizá comprenderla. Los historiadores de las reli¬giones tienen en los cuentos una copiosa fuente de información, suje¬ta a las más variadas interpretaciones. Y sean cuales fueren las con¬clusiones a las que lleguen, el punto de partida parece indiscutible; al hombre no le basta la vida. Nunca le ha bastado [...]
Cada vez que un contador de cuentos toma la palabra parece que el mundo parte de cero, y su auditorio se ínstala en la ignorancia para, al ir escuchando, ir aprendiendo, ir entendiendo. Ciertamente, el con¬tador de cuentos tiene en ese momento el mundo en sus manos. La realidad se va esfumando mientras él desarrolla el relato y ofrece esa otra realidad donde se producen hechos extraordinarios, donde, casi siempre, se rompen las fronteras del tiempo y se superan las limita¬ciones de la vida, porque el objetivo máximo, la meta del cuento, es alcanzar la inmortalidad. Acaso la necesidad de fabulación del hom¬bre sea más fuerte que su necesidad de dar testimonio de la realidad. Es, desde luego, más antigua.
[SOLEDAD PUÉRTOLAS: La vida oculta, Anagrama, Barcelona, 1993, págs. 27-28]
En la literatura está la memoria colectiva, sí. Pero la herencia cultural se la debemos también a personajes singulares que se ele¬van del conjunto y sobresalen como eminencias. Son figuras que surgen muy de tiempo en tiempo y que son capaces de expresarse en nombre de todos; faros que alumbran el camino de la colectividad: los clásicos.
En un mundo como el nuestro, tan devoto de la modernidad, tan fanático de las novedades, un prejuicio nos hace ver a los clásicos como seres lejanos y ajenos. Muchas personas creen que un escritor contemporáneo ha de estar, por fuerza, más próximo a sus intereses; pero esa creencia ignora que nada se nos acerca tanto como aquello que nos toca íntimamente. Y eso no depende del tiempo sino de la capacidad de un escritor para ponerse a nuestro lado. O para llevar¬nos al suyo.
No es posible leer El Quijote o La Celestina, ahora mismo, sin sentirse aludido, señalado, descubierto hasta la desnudez por sus autores. No importa cuándo vivieron: su contemporaneidad se renue¬va a cada instante, con cada nueva generación de lectores, porque supieron atrapar en sus obras lo que en los humanos hay de perma¬nente: generosidad y miedo, esperanza y abatimiento, amor y odio, mezquindad y nobleza... Los clásicos no son sólo buenos compañe¬ros de viaje: son amistades imprescindibles.
¿Qué es un autor clásico? Un autor clásico es un reflejo de nues¬tra sensibilidad moderna. La paradoja tiene su explicación: Un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones. Complemento de la anterior defini¬ción: Un autor clásico es un autor que siempre se está formando. No han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la poste¬ridad. No ha escrito Cervantes el Quijote, ni Garcilaso las Églogas, ni Quevedo los Sueños. El Quijote, las Églogas, los Sueños los han ido escribiendo los diversos hombres que, a lo largo del tiempo, han ido viendo reflejada en esas obras su sensibilidad. Cuanto más se presta al cambio, tanto más vital es la obra clásica.
[AZORÍN: Lecturas españolas. Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1964, pág. 12]
1.3. LITERATURA Y TRADICIÓN
Lo ha dicho el novelista argentino Ernesto Sábalo de manera exacta: un creador «es un hombre que en algo "perfectamente" cono¬cido encuentra aspectos desconocidos». Obsérvese bien: la tarea del escritor es encontrar una forma diferente de mirar lo ya conocido.
En efecto, la literatura es posible porque se genera en un marco de experiencias, ideas y formas heredadas que constituyen la tradición. Un acto de creación absoluta, desligado de toda referencia, es impensable. Otra cosa es que el escritor deba dejar en su obra un sello peculiar: ese aire personal que trasluce todo producto artístico; la originalidad.
El concepto de originalidad, tal como hoy lo entendemos, es reciente: nació con los románticos, a principios del siglo XIX, como fruto del orgullo artístico y del deseo de alejarse de cualquier modelo. En cambio, para un hombre del Renacimiento, por ejemplo, el artista era más virtuoso cuanto más lograba acercarse a sus modelos; llevada esa idea al extremo, se conoce el caso de algún escultor que enterró su obra para poder descubrirla en una excavación y presen¬tarla como antigüedad romana...
Más allá de los cambios de sensibilidad, antes y después del Romanticismo, la literatura se ha insertado siempre en una tradición consolidada. Lo prueba la existencia de tópicos: temas, ideas o elementos que se repiten hasta convertirse en lugares comunes. Muchos de ellos han sobrevivido a los siglos y las revoluciones estéticas: «la vida como sueño», «la fugacidad del tiempo», la existencia como «río que va a dar en la mar del morir», la búsqueda de una «vida sosegada en contacto con la naturaleza»... son enunciados de temas constantes en la literatura española y occidental. Dibujan lazos que nos unen con el pasado, contribuyen a desvelar el presente y definen la tarea del creador: acrecentar el patrimonio heredado con su aporta¬ción personal:
En toda expresión poética, en toda obra literaria y artística, se com¬binan dos elementos contradictorios: tradición y novedad. El poeta que sólo se atuviese a la tradición podría crear una obra que de momento sedujese a sus contemporáneos, pero que no resistiría al paso del tiempo; el poeta que sólo se atuviese a la novedad podría igualmente crear una obra, por caprichosa y errática que fuese, que tampoco dejaría en ciertas circunstancias de atraer a sus contemporáneos, aunque tampoco resistiría al paso del tiempo. Es necesario que el poeta, haciendo suya la tradición, vivificándola en él mismo, la modifique según la experiencia que le depara su propio existir, en el cual entra la novedad, y así se combinan ambos elementos. Hay épocas en que el elemento tradicional es más fuerte que la novedad, y son épocas académicas; hay otras en que la novedad es más fuerte que la tradición, y son épocas modernis¬tas. Pero sólo por la vivificación de la tradición al contacto de la nove¬dad, pueden surgir obras que sobrevivan a su época.
[LUIS CERNUDA: Estudios sobre poesía española contemporánea, Guadarrama, Madrid, 1975, pág. 11]
De estas cuestiones nos ocuparemos en el capítulo 11. Añadamos ahora que, entre los elementos que conforman la tradición, ninguno es tan poderoso, tan vivificador como la lengua, que es, al decir de Octavio Paz, la única patria del escritor.
La literatura no dispone de otro instrumento de trabajo. A través del idioma, el creador se vincula con quienes fueron conformándolo a lo largo del tiempo, y en primer lugar con los clásicos. Caja de resonancia en que confluyen todas las voces, el genio de la lengua dice cómo somos y de dónde venimos y nos comunica dudas y certezas, hábitos y formas de analizar la realidad: eso que constituye una deter-minada visión del mundo. La herencia lingüística es tan importante que ha llegado a considerarse como la verdadera sangre del creador:
La tradición, para el escritor, no consiste tanto en un repertorio de ideas, creencias, sentires y «géneros literarios», cuanto en el «color», en la fisonomía de esa lengua con que se las arregla (no en el plano gramatical y fonético, que es neutral, sino en el nivel estilístico, en el uso establecido). Las palabras, melodías, ritmos, tonos, giros retóri¬cos y repertorios de imágenes que elegirá si usar o no usar, no se le ofrecen simplemente como algo vigente en su comunidad social, sino, con resonancia desde lejos, como algo vigente entre los demás escri¬tores —de los cuales los contemporáneos son sólo una parte, y no siempre la más importante—.
La «tradición», pues, es el modo como el escritor encuentra que se le aparece su propia lengua —insisto, no como sintaxis y sonido, sino como costumbres de empleo—, con determinadas ofertas y mise¬rias, con peculiares facilidades y dificultades, con modelos y vacíos.
[JOSÉ MARÍA VALVERDE; La literatura, Montesinos, Barcelona, 1982, págs. 65-66]
1.4. PARA QUIÉN SE ESCRIBE
Una vieja discusión plantea si la literatura ha de ponerse al alcance de la mayoría o si es, por su condición, necesariamente minoritaria. Las opiniones se han expresado a veces con mucha contundencia: el poeta Juan Ramón Jiménez colocó al frente de alguno de sus libros este lema: «A la minoría, siempre»; años después, otro poeta, Blas de Otero, le replicó hablando de «la inmensa mayoría». Entre ambas posturas había casi medio siglo; pero, más que el tiempo, las distanciaban la perspectiva, la actitud estética y las convicciones personales.
Estamos, pues, ante un problema ideológico. Por otra parte, es una cuestión ajena al acto mismo de la creación y se suscita en el entorno de la literatura, no en su mismo centro. El escritor escribe siempre para un receptor múltiple y atemporal, del que, quizá, destaca el perfil de un lector ideal, a su medida. Pero, al analizar el hecho literario, al teórico se le plantean algunas dudas: esa voz del creador, adobada de empeño artístico, ¿puede estar al alcance de cualquiera? ¿Debe estarlo? ¿O es inútil pretender que las masas la acepten y la entiendan?
Antonio Machado tenía, en 1931, una conciencia clara de la tarea educadora, casi evangélica, del intelectual:
Yo no creo en una próxima edad frígida que excluya la actividad del poeta. Que el mundo venidero haya de ser, como supone Spengler, el de una civilización fría, puramente intelectualista y técnica, me parece una afirmación temeraria. Tampoco la aspiración de las masas hacia el poder y hacia el disfrute de los bienes del espíritu ha de ser, necesariamente, como muchos suponen, una ola de barbarie que anegue la cultura y la arruine. No está probado [...] que una difu¬sión de la cultura suponga una ineluctable degradación de la misma. Difundir la cultura no es repartir un caudal limitado entre los muchos, para que nadie lo goce por entero, sino despertar las almas dormidas y acrecentar el número de los capaces de espiritualidad.
Por lo demás, la defensa de la cultura como privilegio de clase, implica, a mi juicio, defensa inconsciente de lo ruinoso y muerto y, más que de valores actuales, defensa de prestigios caducados.
[ANTONIO MACHADO: borrador de su discurso de ingreso
en la Real Academia, en Los complementarios,
Losada, Buenos Aires, 1968, pág. 123]
Vivimos otra época y no parece que la frialdad sea una nota característica de nuestra civilización. Tampoco cabe hablar de masas ignorantes; pero una serie de circunstancias han ido provocando el descrédito de la literatura: una enseñanza poco atractiva, un rechazo social por lo que carece de utilidad inmediata para el consumo, una tendencia a la comodidad... La literatura, la buena literatura, es apta para todos los públicos, pero no siempre los públicos están dispuestos a aceptarla. Asediados por ofertas innumerables y seductoras, los ciudadanos no muestran hoy especial predilección por los textos literarios. Les resulta más cómodo dejarse fascinar por la imagen o engancharse a una de esas historias esquemáticas y previsibles que caracterizan a los libros de gran tirada, confeccionados para el éxito, y que alguien ha dicho que integran una literatura del prêt à porter.
¿Significa eso que la buena literatura ha de ser un fenómeno de minorías? No lo creemos. Y, en todo caso, ofrece un saludable refugio para el hombre contemporáneo. Sí el lector quiere, nada más fácil que recuperar la inocencia perdida: un libro abierto en la tranquilidad de una tarde cualquiera desmiente todos los prejuicios. Nos habla directamente, sin más intermediario que la imaginación, de cosas que nos conciernen. El escritor, en ese momento, escribe exclusivamente para nosotros.
Esa escena íntima dibuja el único escenario seguro para la trascendencia del texto literario. En ocasiones, intelectuales y escritores, animados por nobles empeños revolucionarios, han creído que la lite¬ratura podía cambiar la sociedad; puede que algunas personas todavía lo crean, desafiando todo escepticismo. Pero si es difícil que los libros modifiquen la organización de toda una colectividad, sí pueden trasformar a un lector solitario que, una tarde cualquiera, se siente íntimamente aludido por un verso exacto, por un relato miste¬rioso o por una vibrante réplica teatral.
1.5. LA LITERATURA COMO NECESIDAD
«La literatura es el único medio de proyección personal del hombre», ha escrito el filósofo Julián Marías. Se proyecta el lector, desde luego, pero, en primer lugar, ese vertido de intimidad alude al escri¬tor. Por eso se habla en ocasiones del proceso creador como un acto de máxima tensión, de vaciado, que extenúa.
Como lectores, nos interesa más el producto que recibimos. Ante él podemos hacernos muchas preguntas; una de las imprescindibles es ésta: ¿qué deja de sí mismo el creador en aquello que escribe? ¿Y dónde? ¿En cada página, en sus personajes, sólo en las apreciaciones del narrador...? Sin duda, el escritor se deja en el texto una parte importante de lo que es y de lo que desearía ser (muchos pensadores, Unamuno entre otros, han dicho que eso, lo que desearíamos, es lo que verdaderamente somos). Pero no lo deja tanto en la superficie de las historias que cuenta o en los rasgos aparentes de sus criaturas como en el sustrato que lo sostiene todo.
Digamos que en el texto literario hay dos niveles de edificación: el más inmediato, el que los lectores percibimos al pronto, y otro más profundo, equivalente a los cimientos, donde residen las convicciones que sustentan y explican la obra artística: es ahí donde, de veras, está el creador. Por eso pudo decir el novelista francés Gustave Flaubert, preguntando sobre el posible modelo real de su criatura de fic-ción Emma Bovary: «Madame Bovary soy yo.» Tenía toda la razón.
El escritor no hace sino perseguir su realidad más íntima, hasta para él mismo desconocida, en todo lo que escribe. Así considerada, la obra literaria es un proyecto, una búsqueda, aun cuando parezca hablar de realidades alejadas de la persona, imaginarias e imposibles: el creador siempre se busca entre la niebla y la duda. Jorge Luis Borges, escritor argentino, plasmó esa convicción en esta breve pero fas-cinante historia:
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
[J. L. BORGES: Obras completas, vol. II, Círculo de lectores, Barcelona, 1992, pág. 451]
Esa dimensión íntima y egocéntrica del texto literario es, paradó¬jicamente, la que le confiere la capacidad de implicar al lector: es una realidad tan profundamente enraizada en lo humano que no puede ser ajena a nadie; es un puente que se tiende hacia el conoci¬miento y también hacia el placer compartido:
No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supo¬ne la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.
[JEAN PAUL SARTRE: ¿ Qué es la literatura ?, Losada. Buenos Aires, 1967, pág. 68]
1.6. LA LITERATURA Y EL LECTOR
Esa busca de apartamiento, cuando llega el momento de la lectura, en algo se toca con el impulso que lleva a los enamorados hacia las soledades para sus pláticas. El lector se recrea con el libro; pero para eso tiene que re-crearlo él. Anatole France decía que en fin de cuentas un libro tiene tantos ejemplares como lectores: aludía a ese acto de mutua posesión y entrega incluso en la lectura profunda. Va el leer mejor más allá del enterarse, del entender, del disfrutar: es recibir y vivirse reviviendo. Y así el creador del libro se siente seguido en los siglos por un largo séquito de recreados y recreadores, participantes todos en la faena de mantener la obra en vida. Es probable que así como el agua del Ganges o del Amazonas no ha parado de correr. desde su origen, haya habido ciertos libros que no dejaron de ser leídos ni un solo día, desde que se escribieron, por ojos humanos tras ojos humanos, en los lugares más distanciados de la tierra. Que en estos momentos haya alguien que reviva a Helena en su Troya, a Fausto en su laboratorio, a Emma Bovary en su provincia, y haciéndolo, se convierta momentáneamente en una onda de esos enormes caudales alum¬brados por Homero, Goethe o Flaubert, la vida incesante del libro, misión encargada a sus lectores sucesivos. Para mí, si el lector se incli¬na a retraerse cuando va a leer, es porque se siente encaminado a un acto de amorosa comunicación, al que conviene cierto recato.
[PEDRO SALINAS: El defensor. Alianza Editorial, Madrid, 1983, pág. 191]
Retengamos una idea, sobre la que volveremos más adelante: leer es re-crear. No es lector quien se contenta con descifrar unos signos y captar un mensaje ajeno sin poner nada de sí para solidarizarse con él, rechazarlo o matizarlo y, sobre todo, para relacionarlo con su pro¬pia experiencia y con sus saberes anteriores a la lectura. Leer es un proceso de ida y vuelta porque la escritura es una pregunta constante que exige constantes respuestas por parte de quien lee. Sólo si se da tal circunstancia puede producirse ese acto de comunicación denso, rico, emotivo, que Pedro Salinas tilda de acto amoroso.
Cuando el lector se enfrenta con el libro, decimos, tiene el privilegio de recrearlo. Ello asegura la pervivencia de la literatura y expli¬ca, por ejemplo, que El Quijote siga dando lugar a nuevas interpreta¬ciones tras una ingente cantidad de estudios dedicados a interpretar¬lo. Se ha dicho que, si bien la escritura finaliza cuando el escritor abandona la pluma (habrá que ir pensando en decir el teclado del ordenador), la literatura no hace sino empezar entonces: cuando comienza la lectura. Que es, como sabemos, una actividad capaz de colocarnos a la altura del creador: uno de los más altos destinos que pueden ofrecérsenos, pues es oficio de dioses.
Además, la lectura es una herramienta que contribuye a vertebrar la sociedad alrededor de una experiencia común. Si los miembros de un grupo tienen lecturas comunes (lo que sucederá siempre que existan lectores, pues es seguro que hallarán espacios para la coinciden-cia), se encontrarán en un mundo de referencias compartidas. Eso permite desde llenar la conversación de sobrentendidos y alusiones (citar unos versos, mencionar a grandes personajes o decirle a un amigo «cada vez creo menos en eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor»), hasta sentirse amparados por las ideas, creencias, aspira¬ciones, etc., que constituyen la riqueza espiritual de una sociedad. En suma, leer es una actividad que favorece la concordia y la solida¬ridad.
Ahora bien, para participar de esa experiencia decisiva, el lector necesita recursos, saberes técnicos, costumbres y hábitos; es decir, debe contar con un buen equipaje. Para que nada se interponga entre el lector y el libro, estas páginas se ofrecen como intermediario por un momento, en tanto se hace posible ese apartamiento amoroso del que hablaba el poeta para salir de uno mismo y entrar en contacto con quienes nos hablan desde lejos;
La escritura representa la posibilidad de oír otra voz que no sea la propia, o la del otro que, desde el mismo presente, nos habla. La escri¬tura es, pues, la presencia de otro pasado que no es el propio, un pasado que no sólo puede tener la misma dimensión que el nuestro, sino que, como historia, llega infinitamente más lejos. Y ese pasado histórico, o sea, ese pasado sin otra sujeción al presente que las letras que lo «trans¬criben», es una vez más la ruptura de los límites de nuestro propio tiempo y la ruptura de la monotonía de nuestro propio lenguaje.
No habría escritura que pudiese aglutinar la experiencia de la que es símbolo, sin ese lector que es, en lo más personal de su ser, un len¬guaje; pero tampoco habría lector si éste no supiese romper el cerco de su mundo personal con las voces que, a través de las letras, le llegan.
[EMILIO LLEDÓ: El surco del tiempo. Círculo de Lectores, Barcelona, 1994, pág. 108)
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