EL DESAFÍO DE LA CREACIÓN
Juan Rulfo
Desgraciadamente yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente, uno es un extranjero ahí.
Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: "hoy parece que por ahí vienen las nubes..." En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia: ahora, yo le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo al lápiz, porque yo escribo a mano; pero quiero decir, más o menos, cuáles son mis procedimientos en una forma muy personal. Cuando yo empiezo a escribir no creo en la inspiración, jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el personaje que yo quería que apareciera, aquél personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo. De pronto, aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiere vida, uno puede, por caminos que uno desconoce pero que, estando vivo, lo conducen a uno a una realidad, o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que se puede decir, lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido, o pudo suceder pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.
A mí me han criticado mucho mis paisanos que cuento mentiras, que no hago historia, o que todo lo que platico o escribo, dicen, nunca ha sucedido y es así. Para mí lo primero es la imaginación; dentro de esos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a pensar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura.
Concretando, se trabaja con: imaginación, intuición y una aparente verdad. Cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer: el trabajo es solitario, no se puede concebir el trabajo colectivo en la literatura, y esa soledad lo lleva a uno a convertirse en una especie de médium de cosas que uno mismo desconoce, pero sin saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando.
Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar. Ahora, hay otro elemento, otra cosa muy importante también que es el querer contar algo sobre ciertos temas; sabemos perfectamente que no existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más, no hay más temas, así es que para captar su desarrollo normal, hay que saber cómo tratarlos, qué forma darles; no repetir lo que han dicho otros. Entonces, el tratamiento que se le da a un cuento nos lleva, aunque el tema se haya tratado infinitamente, a decir las cosas de otro modo; estamos contando lo mismo que han contado desde Virgilio hasta no sé quienes más, los chinos o quien sea. Mas hay que buscar el fundamento, la forma de tratar el tema, y creo que dentro de la creación literaria, la forma -la llaman la forma literaria- es la que rige, la que provoca que una historia tenga interés y llame la atención a los demás.
Conforme se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto; el autor no vuelve a pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello le da vueltas en la cabeza constantemente: el tema sigue rondando hasta que uno se da cuenta, por experiencia propia, de que no está concluido, de que algo se ha quedado dentro; entonces hay que volver a iniciar la historia, hay que ver dónde está la falla, hay que ver cuál es el personaje que no se movió por sí mismo. En mi caso personal, tengo la característica de eliminarme de la historia, nunca cuento un cuento en que haya experiencias personales o que haya algo autobiográfico o que yo haya visto u oído, siempre tengo que imaginarlo o recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo. Ése es el misterio, la creación literaria es misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el personaje no funciona, y el autor tiene que ayudarle a sobrevivir; entonces falla inmediatamente. Estoy hablando de cosas elementales, ustedes deben perdonarme, pero mis experiencias han sido éstas, nunca he relatado nada que haya sucedido; mis bases son la intuición y, dentro de eso, ha surgido lo que es ajeno al autor.
El problema, como les decía antes, es encontrar el tema, el personaje y qué va a decir y qué va a hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida. En cuanto el personaje es forzado por el autor, inmediatamente se mete en un callejón sin salida. Una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer, precisamente, es la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que aquellos personajes funcionen por sí y no con mi inclusión, porque entonces entro en la divagación del ensayo, en la elucubración; llega uno hasta a meter sus propias ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer creer hasta en la ideología que tiene uno, su manera de pensar sobre la vida, o sobre el mundo, sobre los seres humanos, cuál es el principio que movía las acciones del hombre. Cuando sucede eso, se vuelve uno ensayista. Conocemos muchas novelas-ensayo, mucha obra literaria que es novela-ensayo; pero, por regla general, el género que se presta menos a eso es el cuento. Para mí el cuento es un género realmente más importante que la novela porque hay que concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay que frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta. El poeta tiene que ir frenando el caballo y no desbocarse; si se desboca y escribe por escribir, le salen las palabras una tras otra y, entonces, simplemente fracasa. Lo esencial es precisamente contenerse, no desbocarse, no vaciarse; el cuento tiene esa particularidad; yo precisamente prefiero el cuento, sobre todo, sobre la novela, porque la novela se presta mucho a esas divagaciones.
La novela, dicen, es un género que abarca todo, es un saco donde cabe todo, caben cuentos, teatro o acción, ensayos filosóficos o no filosóficos, una serie de temas con los cuales se va a llenar aquel saco; en cambio, en el cuento tiene uno que reducirse, sintetizarse y, en unas cuantas palabras, decir o contar una historia que otros cuentan en doscientas páginas; ésa es, más o menos, la idea que yo tengo sobre la creación, sobre el principio de la creación literaria; claro que no es una exposición brillante la que les estoy haciendo, sino que les estoy hablando de una forma muy elemental, porque yo les tengo mucho miedo a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual, le saco la vuelta, y considero que el escritor debe ser el menos intelectual de todos los pensadores, porque sus ideas y sus pensamientos son cosas muy personales que no tienen por qué influir en los demás ni hacer lo que él quiere que hagan los demás; cuando se llega a esa conclusión, cuando se llega a ese sitio, o llamémosle final, entonces siente uno que algo se ha logrado.
Como todos ustedes saben, no hay ningún escritor que escriba todo lo que piensa, es muy difícil trasladar el pensamiento a la escritura, creo que nadie lo hace, nadie lo ha hecho, sino que, simplemente, hay muchísimas cosas que al ser desarrolladas se pierden.
***
LA VERDAD DE LAS MENTIRAS
http://www.puntodelectura.com/upload/primeraspaginas/978-84-663-6939-8.pdf
Mario Vargas Llosa
I.
Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado
si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas
satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda
rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa
cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber
dicho algo que nunca da en el blanco.
Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta
gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores,
consciente o inconscientemente, hacen depender lo
segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por
ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas
en las colonias hispanoamericanas con el argumento
de que esos libros disparatados y absurdos —es decir,
mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual
de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos
sólo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos
años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó
en la América española apareció sólo después de la independencia
(en México, en 1816). Al prohibir no unas
obras determinadas sino un género literario en abstracto,
el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley
sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas
ellas ofrecen una visión falaz de la vida. Hace años escribí
un trabajo ridiculizando a esos arbitrarios, capaces de
una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores
españoles fueron acaso los primeros en entender
—antes que los críticos y que los propios novelistas— la
naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas.
En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer
otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia.
La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad,
que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que
no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías.
Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los
hombres no están contentos con su suerte y casi todos
—ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros—
quisieran una vida distinta de la que viven. Para
aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones.
Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos
tengan las vidas que no se resignan a no tener. En
el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late
un deseo insatisfecho.
¿Significa esto que la novela es sinónimo de irrealidad?
¿Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los
morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos
castigados por la adversidad de Franz Kafka y los
eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan
o nos conmueven porque no tienen nada de nosotros,
porque nos es imposible identificar sus experiencias
con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado,
pues este camino —el de la verdad y la mentira en
el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los
invitadores oasis suelen ser espejismos.
¿Qué quiere decir que una novela siempre miente?
No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio
Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia, al menos—
sucede mi primera novela, La ciudad y los perros,
que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la
institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer
otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose
inexactamente retratada en ella, ha publicado
luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada
por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay
más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que
recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente
fiel a unos hechos y personas anteriores y
ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que
he escrito, partí de algunas experiencias vivas en mi memoria
y estimulantes para mi imaginación y fantaseé algo
que refleja de manera muy infiel esos materiales de
trabajo. No se escriben novelas para contar la vida sino
para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas
del francés Restif de la Bretonne la realidad no puede ser
más fotográfica, ellas son un catálogo de las costumbres
del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas
tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay,
sin embargo, algo diferente, mínimo pero esencial. Que,
en ese mundo, los hombres no se enamoran de las damas
por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo,
sus prendas espirituales, etcétera, sino exclusivamente por
la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, «bretonismo
» al fetichismo del botín). De una manera menos
cruda y explícita, y también menos consciente, todas las
novelas rehacen la realidad —embelleciéndola o empeorándola—
como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el
profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la
vida, en los que el novelista materializa sus secretas obsesiones,
reside la originalidad de una ficción. Ella es
más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad
general y cuantos más numerosos sean, a lo largo
del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen,
en esos contrabandos filtrados a la vida, los demonios
que los desasosiegan. ¿Hubiera podido yo, en aquellas
novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos?
Ciertamente. Pero aun si hubiera conseguido
esa aburrida proeza de sólo narrar hechos ciertos y describir
personajes cuyas biografías se ajustaban como un
guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido,
por eso, menos mentirosas o más ciertas de lo que son.
Porque no es la anécdota lo que decide la verdad o
la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida,
que esté hecha de palabras y no de experiencias
concretas. Al traducirse en lenguaje, al ser contados, los
hechos sufren una profunda modificación. El hecho real
—la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico
de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los
signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir
unos y descartar otros, el novelista privilegia una y
asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que
describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe
se convierte en lo descrito. ¿Me refiero sólo al caso
del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la
que sin duda pertenezco, cuyas novelas relatan sucesos
que los lectores pueden reconocer como posibles a través
de su propia vivencia de la realidad? Parecería, en
efecto, que para el novelista de linaje fantástico, el que
describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes,
no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y
la ficción. En verdad, sí se plantea, aunque de otra manera.
La «irrealidad» de la literatura fantástica se vuelve,
para el lector, símbolo o alegoría, es decir, representación
de realidades, de experiencias que sí puede identificar en
la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista»
o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza
entre verdad y mentira en la ficción.
A esta primera modificación —la que imprimen las
palabras a los hechos— se entrevera una segunda, no
menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se
detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia
se mezcla con todas las historias y por lo mismo no
empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro
en el que aquel vertiginoso desorden se torna
orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La
soberanía de una novela no resulta sólo del lenguaje en
que está escrita. También, de su sistema temporal, de la
manera como discurre en ella la existencia: cuándo se
detiene, cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica
del narrador para describir ese tiempo inventado.
Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre
el tiempo real y el de una ficción hay un abismo. El
tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir
ciertos efectos psicológicos. En él el pasado puede
ser posterior al presente —el efecto preceder a la causa—
como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla,
que comienza con la muerte de un anciano y continúa
hasta su gestación, en el claustro materno; o ser sólo pasado
remoto que nunca llega a disolverse en el pasado
próximo desde el que narra el narrador, como en la mayoría
de las novelas clásicas; o ser eterno presente sin pasado
ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beckett; o
un laberinto en que pasado, presente y futuro coexisten,
anulándose, como en El sonido y la furia, de Faulkner.
Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más
informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que
podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva
que la vida verdadera, en la que estamos inmersos,
siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido
del novelista, simulador que aparenta recrear la vida
cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente,
la ficción traiciona la vida, encapsulándola en
una trama de palabras que la reducen de escala y la ponen
al alcance del lector. Éste puede, así, juzgarla, entenderla,
y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida
verdadera no consiente.
¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y
un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿No están
ellos compuestos de palabras? ¿No encarcelan acaso
en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas,
el tiempo real? La respuesta es: se trata de sistemas
opuestos de aproximación a lo real. En tanto que la novela
se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no
pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o
mentira funciona de manera distinta en cada caso. Para el
periodismo o la historia la verdad depende del cotejo entre
lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía,
más verdad, y, a más distancia, más mentira. Decir que la
Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, o la Historia
de la conquista del Perú, de Prescott, son «novelescas»
es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. En cambio,
documentar los errores históricos de La guerra y la paz
sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de
tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De
qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión,
de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de
su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala
novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela
significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser
incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un
género amoral, o, más bien, de una ética sui géneris, para
la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente
estéticos. Arte «enajenante», es de constitución antibrechtiana:
sin «ilusión» no hay novela.
De lo que llevo dicho parecería desprenderse que la
ficción es una fabulación gratuita, una prestidigitación
sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que
sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se
nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia
de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que
dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como
ellas la describen. Los libros de caballerías queman
el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a
alancear molinos de viento, y la tragedia de Emma Bovary
no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara
parecerse a las heroínas de las novelitas románticas
que lee. Por creer que la realidad es como pretenden
las ficciones, Alonso Quijano y Emma sufren terribles
quebrantos. ¿Los condenamos por ello? No, sus historias
nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible
de vivir la ficción nos parece personificar una actitud
idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto
de lo que se es ha sido la aspiración humana por
excelencia. De ella resultó lo mejor y lo peor que registra
la historia. De ella han nacido también las ficciones.
Cuando leemos novelas no somos los que somos
habitualmente, sino también los seres hechizos entre los
cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis:
el reducto asfixiante que es nuestra vida real se
abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias
que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía
encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados
a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de
tener una sola vida y los apetitos y fantasías de desear
mil. Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las
fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que
ocupan las ficciones.
En el corazón de todas ellas llamea una protesta.
Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien
las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas
las caras y aventuras que necesitaba para aumentar
su vida. Ésa es la verdad que expresan las mentiras de las
ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan
y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones.
¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de
las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos
hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían
ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras
no documentan sus vidas sino los demonios que las
soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para
que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época
no está poblada únicamente de seres de carne y hueso;
también, de los fantasmas en que estos seres se mudan
para romper las barreras que los limitan y los frustran.
Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas:
llenan las insuficiencias de la vida. Por eso, cuando la vida
parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo
justifica y absorbe, los hombres se conforman con su
destino, las novelas no suelen cumplir servicio alguno.
Las culturas religiosas producen poesía, teatro, rara vez
grandes novelas. La ficción es un arte de sociedades donde
la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en
algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido
sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre
creciente sobre el mundo en que se vive y el
trasmundo. Además de amoralidad, en las entrañas de las
novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa
entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas,
dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve
caos: ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus
órdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y
en ellos se despliegan, libremente, aquellos apetitos y temores
que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar.
La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida.
El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento
brutal: la comprobación de que somos menos de lo que
soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan
transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones
también la azuzan, espoleando los deseos y la imaginación.
Los inquisidores españoles entendieron el peligro.
Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, un
desajuste con la existencia que puede tornarse rebeldía,
actitud indócil frente a lo establecido. Es comprensible,
por ello, que los regímenes que aspiran a controlar
totalmente la vida desconfíen de las ficciones y las sometan
a censuras. Salir de sí mismo, ser otro, aunque
sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y
de experimentar los riesgos de la libertad.
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