Link de artículo: "Pragmática de la imagen fija en la publicidad:
Estructura del Discurso Publicitario" de Eliseo Colón.
NOTA: damos las gracias a la Profa. Adlin Prieto por este aporte.
jueves, 6 de mayo de 2010
"La interpretación de la imagen" de Jacques Aumont
Si la imagen contiene sentido, éste debe “ser leído” por su destinatario, por su espectador: es todo el problema de la interpretación de la imagen. Todo el mundo sabe, por experiencia directa, que las imágenes, que son invisibles de manera aparentemente inmediata e innata, no son por eso fácilmente comprensibles, sobre todo si han sido producidas en un contexto alejado del nuestro (en el espacio o en el tiempo, y las imágenes del pasado son a menudo las que más interpretación necesitan).
La empresa semiológica, con su distinción entre diferentes niveles de codificación de la imagen, da una primera respuesta a esta pregunta: en nuestra relación con la imagen, se movilizan diversos códigos, algunos casi universales (los que dependen de la percepción); otros, relativamente naturales pero ya más formalizados socialmente; otros, además, totalmente determinados por un contexto social. El dominio de estos diferentes niveles de códigos será, lógicamente, desigual según los sujetos y su situación histórica, y las interpretaciones resultantes diferirán en proporción.
Esto puede comprobarse diariamente en un campo en el que la semiología se aplica corrientemente, el de la publicidad. La imagen publicitaria, concebida por definición para ser fácilmente interpretada (sin lo cual es ineficaz), es también una de las más sobrecargadas que hay de códigos culturales.
Pero el problema de la interpretación es tanto más crucial cuanto que la apuesta de la imagen se siente como importante. Por eso la mayor parte de las reflexiones sobre este tema afectan a la imagen artística, considerada en general como provista de una intención más noble, más digna de interés, y como mucho más conscientemente elaborada y, por tanto, más difícil y a la vez más interesante de mirar.
En este campo, la empresa más importante, por su coherencia y su influencia, sigue siendo la de la escuela alemana desde Aby Warbug y sus discípulos, de Erwin Panofsky a E. H. Gombrich, pasando por Fritz Saxl, Rudolf Wittkower y algunos otros. A Panofsky (1932-1933) se debe la exposición más sintética del método propuesto, con el nombre de iconología. Para él, todo fenómeno social implica varios niveles de sentido (y ha de ser, por tanto, leído en varios niveles). Un gesto diario —cruzarse con alguien que se levanta el sombrero, por ejemplo— posee así varias significaciones:
- una significación primaria o natural, escindida a su vez en significación puramente factual (referencial: comprender que un ser humano ha levantado un elemento de su vestuario llamado sombrero) y en significación expresiva (comprobar que el gesto sea más o menos amplio, más o menos violento);
- una significación secundaria o convencional, consistente en atribuir a ese gesto un valor en función de una referencia cultural (levantarse el sombrero sólo tiene el sentido de saludo cortés en ciertas sociedades: por otra parte, esta convención está desapareciendo por la tendencia reciente de esta prenda a permanecer imperturbablemente atornillada sobre la cabeza;
- una significación intrínseca o esencial, que es la de ese gesto referido a un individuo que lo ha efectuado y cuyo temperamento, cortesía, etc., permitirá inferir.
La lectura de las imágenes artísticas se efectuará según la misma división:
1. El motivo primario, o natural, en otros términos el de la denotación: la imagen representa a un hombre, él ríe, tiene los brazos colgando, etc. Esta identificación es lo que Panofsky llama el estadio pre-iconográfico;
2. El motivo secundario, o convencional, el que se comprende poniendo en relación elementos de la representación con temas o conceptos: “entender que una figura de hombre con un cuchillo representa a san Bartolomé, que una figura de mujer con un melocotón en la mano es una personificación de la veracidad, que un grupo de figuras sentadas a la mesa en cierta disposición y en ciertas actitudes representa la Santa Cena, o que dos figuras combatiendo de cierta manera representan el Combata del Vicio y de la Virtud”. Es el estadio iconográfico, que supone el conocimiento de los códigos tradicionales (y subraya Panofsky, intencionales);
3. Finalmente, la significación intrínseca, que es “aprehendida definiendo los principios subyacentes que revelan la actitud fundamental de una nación, de un período, de una clase, de una convicción religiosa o filosófica, especificada por una personalidad y consensada en una obra”. Es el nivel del análisis iconológico, y Panofsky subraya que esas significaciones pueden ser, y son en general, no intencionales.
Fuente: Aumont, Jacques (1992) La imagen. Barcelona: Paidós.
NOTA: Damos las gracias a la Profa. Adlin Prieto por este aporte.
La empresa semiológica, con su distinción entre diferentes niveles de codificación de la imagen, da una primera respuesta a esta pregunta: en nuestra relación con la imagen, se movilizan diversos códigos, algunos casi universales (los que dependen de la percepción); otros, relativamente naturales pero ya más formalizados socialmente; otros, además, totalmente determinados por un contexto social. El dominio de estos diferentes niveles de códigos será, lógicamente, desigual según los sujetos y su situación histórica, y las interpretaciones resultantes diferirán en proporción.
Esto puede comprobarse diariamente en un campo en el que la semiología se aplica corrientemente, el de la publicidad. La imagen publicitaria, concebida por definición para ser fácilmente interpretada (sin lo cual es ineficaz), es también una de las más sobrecargadas que hay de códigos culturales.
Pero el problema de la interpretación es tanto más crucial cuanto que la apuesta de la imagen se siente como importante. Por eso la mayor parte de las reflexiones sobre este tema afectan a la imagen artística, considerada en general como provista de una intención más noble, más digna de interés, y como mucho más conscientemente elaborada y, por tanto, más difícil y a la vez más interesante de mirar.
En este campo, la empresa más importante, por su coherencia y su influencia, sigue siendo la de la escuela alemana desde Aby Warbug y sus discípulos, de Erwin Panofsky a E. H. Gombrich, pasando por Fritz Saxl, Rudolf Wittkower y algunos otros. A Panofsky (1932-1933) se debe la exposición más sintética del método propuesto, con el nombre de iconología. Para él, todo fenómeno social implica varios niveles de sentido (y ha de ser, por tanto, leído en varios niveles). Un gesto diario —cruzarse con alguien que se levanta el sombrero, por ejemplo— posee así varias significaciones:
- una significación primaria o natural, escindida a su vez en significación puramente factual (referencial: comprender que un ser humano ha levantado un elemento de su vestuario llamado sombrero) y en significación expresiva (comprobar que el gesto sea más o menos amplio, más o menos violento);
- una significación secundaria o convencional, consistente en atribuir a ese gesto un valor en función de una referencia cultural (levantarse el sombrero sólo tiene el sentido de saludo cortés en ciertas sociedades: por otra parte, esta convención está desapareciendo por la tendencia reciente de esta prenda a permanecer imperturbablemente atornillada sobre la cabeza;
- una significación intrínseca o esencial, que es la de ese gesto referido a un individuo que lo ha efectuado y cuyo temperamento, cortesía, etc., permitirá inferir.
La lectura de las imágenes artísticas se efectuará según la misma división:
1. El motivo primario, o natural, en otros términos el de la denotación: la imagen representa a un hombre, él ríe, tiene los brazos colgando, etc. Esta identificación es lo que Panofsky llama el estadio pre-iconográfico;
2. El motivo secundario, o convencional, el que se comprende poniendo en relación elementos de la representación con temas o conceptos: “entender que una figura de hombre con un cuchillo representa a san Bartolomé, que una figura de mujer con un melocotón en la mano es una personificación de la veracidad, que un grupo de figuras sentadas a la mesa en cierta disposición y en ciertas actitudes representa la Santa Cena, o que dos figuras combatiendo de cierta manera representan el Combata del Vicio y de la Virtud”. Es el estadio iconográfico, que supone el conocimiento de los códigos tradicionales (y subraya Panofsky, intencionales);
3. Finalmente, la significación intrínseca, que es “aprehendida definiendo los principios subyacentes que revelan la actitud fundamental de una nación, de un período, de una clase, de una convicción religiosa o filosófica, especificada por una personalidad y consensada en una obra”. Es el nivel del análisis iconológico, y Panofsky subraya que esas significaciones pueden ser, y son en general, no intencionales.
Fuente: Aumont, Jacques (1992) La imagen. Barcelona: Paidós.
NOTA: Damos las gracias a la Profa. Adlin Prieto por este aporte.
http://anabanos.jimdo.com/textura/textura-de-la-mirada-i/
Enlace sobre Magritte
Nota: agradecemos a la Profa. Gina Saraceni por este aporte.
Nota: agradecemos a la Profa. Gina Saraceni por este aporte.
miércoles, 7 de abril de 2010
APUNTES TEÓRICOS: LA RESEÑA
Nota: agradecemos a la Profa. Claudia Cavallin por este material.
La reseña es un trabajo académico en el que se da información y / o expresan juicios de valor, argumentando lo que se dice, acerca de un texto. Hay dos tipos de reseña:
a) la reseña descriptiva (informativa):
En este escrito, el autor se limita a describir imparcialmente los contenidos de una fuente documental publicada, sin expresar juicios valorativos.
b) la reseña crítica (argumentativa y valorativa):
En este tipo de reseña, el autor emite juicios críticos u opiniones evaluativas acerca del contenido, tratamiento de los temas, metodología, etc., de una fuente documental. Para ello, argumenta y hace comparaciones de los temas tratados en la obra con otros estudios de otros autores que trataron el mismo asunto; el crítico discute la validez de los datos, los juicios, los enfoques, desarrollo y soluciones al problema, buscando proceder con objetividad y equilibrio en sus juicios y afirmaciones.
En los manuales de técnicas de investigación documental se destina siempre un lugar para señalar la importancia de la reseña. Esto resulta natural si se entiende que la reseña es, en resumidas cuentas, sólo un informe bibliográfico: para realizar una reseña descriptiva, en términos generales, bastaría con leer y expresar el contenido y estructura de un documento bibliográfico; si se deseara comunicar la evaluación personal de la obra, se trataría entonces de una reseña crítica, la cual podría ser considerada, en cierto momento, como artículo especializado en una materia determinada, inclusive como un ensayo, lo que requiere del dominio tanto de la crítica de textos, como de la expresión lingüística.
La reseña crítica: algunas consideraciones
El diccionario de la Real Academia Española (en su XXII edición) define la palabra reseña como: “[una] narración sucinta [o una] noticia y examen de una obra literaria o científica” (RAE 2001). Mientras que la palabra crítica la define como: “[un] examen y juicio acerca de alguien o algo y, en particular, el que se expresa públicamente sobre un espectáculo, un libro, una obra artística, etc. [y también como el] conjunto de los juicios públicos sobre una obra, un concierto, un espectáculo, etc.” (RAE 2001). Es decir, la reseña crítica es una fusión de una narración breve y una evaluación sobre alguna obra con el fin de hacer pública dicha evaluación.
De esta forma la reseña crítica se enfoca en resumir, y evaluar o juzgar algo. Es un instrumento de gran valor en la escritura y una técnica que se usa con frecuencia, no solo en el ambiente académico, sino también fuera de él. Este tipo de redacción no se limita solamente a reseñar y criticar literatura. Podemos hacer una reseña crítica de un gran número de cosas: pinturas, libros, películas, obras de teatro, música, programas de televisión, periódicos, eventos deportivos, etc. En nuestra redacción debemos no solo resumir lo que estamos evaluando, sino también de comentar tanto lo positivo como lo negativo, y utilizar argumentos para sustentar nuestra posición. Sin embargo, debemos ser cuidadosos ya que una reseña crítica no debe censurar lo criticado. No debemos criticar en forma negativa simplemente por el afán de desprestigiar lo que estamos evaluando. Todo lo relacionado con los errores de la argumentación, es válido para al reseña crítica. Finalmente, al ser la reseña crítica un género argumentativo, debemos evitar generalizaciones (clichés) y un enfoque demasiado subjetivo.
La reseña crítica debe de contener tres elementos básicos:
1. ¿Qué estamos criticando? Debemos describir brevemente qué tipo de “texto” evaluamos. ¿Es un libro, una película, una obra de arte? ¿Quién es la autora o el artista? ¿En dónde está? ¿Dónde lo vimos?, etc.
2. Resumen de lo que estamos criticando. En el caso de textos literarios o películas, por ejemplo, el resumen provee un panorama general del objeto que vamos a criticar. Como en la técnica del resumen, esta sección no debe enfocarse en las opiniones que tenemos sino solamente proveer información sobre lo que vamos a criticar, es decir, la trama de la obra. Si nuestra reseña se enfoca en una obra de arte, por ejemplo una pintura o exposición de arte, el resumen debe enfocarse en la descripción de los aspectos más generales.
3. Nuestra crítica. Aquí es donde podemos ofrecer una visión ( que puede formularse a manera de tesis) sobre lo que estamos criticando. Debemos evitar dar opiniones de otras personas, hablar de temas que no estén relacionados con el contenido y comentar tanto sobre lo bueno como lo malo. Si es apropiado, debemos también proveer citas que nos ayuden a respaldar nuestros argumentos.
Estos tres elementos no tienen que estar en el orden sugerido arriba, pero sí deben de estar presentes en la redacción.
Por último, no nos olvidemos de que el lenguaje que usamos en una reseña crítica debe ser bastante formal y respetuoso. También, como en todas las redacciones, la economía y claridad del lenguaje son de gran importancia.
Plan para elaborar una reseña crítica:
1. Datos concretos
-¿Cuál es la referencia bibliográfica completa del documento que se va a reseñar?, ¿los datos de la película?, ¿de la obra pictórica?, ¿del texto?
2. Enunciación sucinta de los propósitos, estructura y contenido general de la obra, (o “texto”), a reseñar.
-¿Con qué áreas temáticas o problemas se relaciona? ¿Qué tipo de texto es? ¿En qué forma concibió el autor (pintor, escritor, director, guionista…) el contenido de la obra?¿Cuál es su tema general? ¿Qué objetivos o propósitos expresa el autor? ¿Qué busca lograr? ¿De qué marco teórico parte el autor para desarrollar el tema?¿Cuáles son los elementos más importantes que acompañan a la obra? (ilustraciones, recursos visuales, música, efectos, encuadre, colores, texturas y otros)
3. Recapitulación, juicio y valoración.
-¿Cuál es el juicio personal sobre los temas en su conjunto y respecto al tratamiento que les dio el autor? Formule una tesis. Argumente su posición y concluya.
La reseña es un trabajo académico en el que se da información y / o expresan juicios de valor, argumentando lo que se dice, acerca de un texto. Hay dos tipos de reseña:
a) la reseña descriptiva (informativa):
En este escrito, el autor se limita a describir imparcialmente los contenidos de una fuente documental publicada, sin expresar juicios valorativos.
b) la reseña crítica (argumentativa y valorativa):
En este tipo de reseña, el autor emite juicios críticos u opiniones evaluativas acerca del contenido, tratamiento de los temas, metodología, etc., de una fuente documental. Para ello, argumenta y hace comparaciones de los temas tratados en la obra con otros estudios de otros autores que trataron el mismo asunto; el crítico discute la validez de los datos, los juicios, los enfoques, desarrollo y soluciones al problema, buscando proceder con objetividad y equilibrio en sus juicios y afirmaciones.
En los manuales de técnicas de investigación documental se destina siempre un lugar para señalar la importancia de la reseña. Esto resulta natural si se entiende que la reseña es, en resumidas cuentas, sólo un informe bibliográfico: para realizar una reseña descriptiva, en términos generales, bastaría con leer y expresar el contenido y estructura de un documento bibliográfico; si se deseara comunicar la evaluación personal de la obra, se trataría entonces de una reseña crítica, la cual podría ser considerada, en cierto momento, como artículo especializado en una materia determinada, inclusive como un ensayo, lo que requiere del dominio tanto de la crítica de textos, como de la expresión lingüística.
La reseña crítica: algunas consideraciones
El diccionario de la Real Academia Española (en su XXII edición) define la palabra reseña como: “[una] narración sucinta [o una] noticia y examen de una obra literaria o científica” (RAE 2001). Mientras que la palabra crítica la define como: “[un] examen y juicio acerca de alguien o algo y, en particular, el que se expresa públicamente sobre un espectáculo, un libro, una obra artística, etc. [y también como el] conjunto de los juicios públicos sobre una obra, un concierto, un espectáculo, etc.” (RAE 2001). Es decir, la reseña crítica es una fusión de una narración breve y una evaluación sobre alguna obra con el fin de hacer pública dicha evaluación.
De esta forma la reseña crítica se enfoca en resumir, y evaluar o juzgar algo. Es un instrumento de gran valor en la escritura y una técnica que se usa con frecuencia, no solo en el ambiente académico, sino también fuera de él. Este tipo de redacción no se limita solamente a reseñar y criticar literatura. Podemos hacer una reseña crítica de un gran número de cosas: pinturas, libros, películas, obras de teatro, música, programas de televisión, periódicos, eventos deportivos, etc. En nuestra redacción debemos no solo resumir lo que estamos evaluando, sino también de comentar tanto lo positivo como lo negativo, y utilizar argumentos para sustentar nuestra posición. Sin embargo, debemos ser cuidadosos ya que una reseña crítica no debe censurar lo criticado. No debemos criticar en forma negativa simplemente por el afán de desprestigiar lo que estamos evaluando. Todo lo relacionado con los errores de la argumentación, es válido para al reseña crítica. Finalmente, al ser la reseña crítica un género argumentativo, debemos evitar generalizaciones (clichés) y un enfoque demasiado subjetivo.
La reseña crítica debe de contener tres elementos básicos:
1. ¿Qué estamos criticando? Debemos describir brevemente qué tipo de “texto” evaluamos. ¿Es un libro, una película, una obra de arte? ¿Quién es la autora o el artista? ¿En dónde está? ¿Dónde lo vimos?, etc.
2. Resumen de lo que estamos criticando. En el caso de textos literarios o películas, por ejemplo, el resumen provee un panorama general del objeto que vamos a criticar. Como en la técnica del resumen, esta sección no debe enfocarse en las opiniones que tenemos sino solamente proveer información sobre lo que vamos a criticar, es decir, la trama de la obra. Si nuestra reseña se enfoca en una obra de arte, por ejemplo una pintura o exposición de arte, el resumen debe enfocarse en la descripción de los aspectos más generales.
3. Nuestra crítica. Aquí es donde podemos ofrecer una visión ( que puede formularse a manera de tesis) sobre lo que estamos criticando. Debemos evitar dar opiniones de otras personas, hablar de temas que no estén relacionados con el contenido y comentar tanto sobre lo bueno como lo malo. Si es apropiado, debemos también proveer citas que nos ayuden a respaldar nuestros argumentos.
Estos tres elementos no tienen que estar en el orden sugerido arriba, pero sí deben de estar presentes en la redacción.
Por último, no nos olvidemos de que el lenguaje que usamos en una reseña crítica debe ser bastante formal y respetuoso. También, como en todas las redacciones, la economía y claridad del lenguaje son de gran importancia.
Plan para elaborar una reseña crítica:
1. Datos concretos
-¿Cuál es la referencia bibliográfica completa del documento que se va a reseñar?, ¿los datos de la película?, ¿de la obra pictórica?, ¿del texto?
2. Enunciación sucinta de los propósitos, estructura y contenido general de la obra, (o “texto”), a reseñar.
-¿Con qué áreas temáticas o problemas se relaciona? ¿Qué tipo de texto es? ¿En qué forma concibió el autor (pintor, escritor, director, guionista…) el contenido de la obra?¿Cuál es su tema general? ¿Qué objetivos o propósitos expresa el autor? ¿Qué busca lograr? ¿De qué marco teórico parte el autor para desarrollar el tema?¿Cuáles son los elementos más importantes que acompañan a la obra? (ilustraciones, recursos visuales, música, efectos, encuadre, colores, texturas y otros)
3. Recapitulación, juicio y valoración.
-¿Cuál es el juicio personal sobre los temas en su conjunto y respecto al tratamiento que les dio el autor? Formule una tesis. Argumente su posición y concluya.
Guía para escribir una reseña cinematográfica
UNIVERSIDAD SIMÓN BOLÍVAR
DEPARTAMENTO DE LENGUA Y LITERATURA
CURSO: LLA-113 (2006)
PROFAS. FRAIBET AVELEDO E ISABEL MARTINS
GUÍA GENERAL PARA ESCRIBIR UNA RESEÑA CINEMATOGRÁFICA
Esta guía sólo pretende ofrecer a los participantes del curso una orientación general sobre los aspectos básicos que se espera que estén contenidos en las reseñas. No se pretende agotar todos los aspectos pertinentes a la elaboración de un trabajo de este tipo. Por otra parte, la forma específica en que los elementos destacados se organizan constituye sólo una sugerencia para el estudiante.
Una reseña debe estar dividida en tres secciones:
A. Resumen (Aprox. 30% de la extensión de la reseña).
B. Relevancia del film para la cinematografía.
C. Opinión sobre la calidad y aspectos cinematográficos.
A. Cómo estructurar el RESUMEN de la película
• Sigua el orden de presentación del film
• Use sus propias palabras. Esto es importante. Las citas directas de otras reseñas que consiga deben ser atribuidas apropiadamente a su(s) autor(es), de lo contrario estaría cometiendo plagio.
• No intente describir el film completo, enfóquese en la secuencia narrativa (recuerde que se trata de un resumen).
B. Cómo evaluar la RELEVANCIA del film
• Recuerde hacer una introducción donde da su opinión general.
• Por ejemplo, puede empezar describiendo a qué género pertenece la película reseñada (comedia, drama, etc.) y si es de poca, mediana o mucha relevancia. Explique por qué la película es de mucha/mediana/poca relevancia. Cómo trata el tema: ¿es original o es una copia de otras películas?
• Investigue si existen películas anteriores a la reseñada que traten temas similares. Relacione el film reseñado con otras películas que traten el mismo género y el mismo tema.
• Determine si el film tiene implicaciones generales que van más allá dado el tratamiento particular y original del tema.
• Investigue si la película ha ganado premios. Esto le ayudará a determinar cuán relevante ha sido el film en el mundo de la cinematografía.
C. Cómo escribir la OPINIÓN SOBRE LA CALIDAD Y ASPECTOS CINEMATOGRAFICOS.
En esta sección debe expresar su opinión en torno a la calidad de la película y los aspectos cinematográficos relevantes.
• Contenido: señale si consigue fallas o errores en la presentación del tema. Por ejemplo, aspectos que no queden claros, dudas que no sean explicadas, credibilidad de la historia (si este es el objetivo). Si el tema se presenta de forma amena. Si es aburrido, explicar el por qué.
• Forma : comente sobre el estilo de la película, la presentación de las escenas (el orden de presentación, si las escenas son rodadas en interiores o en exteriores, si hay novedades en este aspecto) la longitud del film (ej. es apropiado, redundante). También puede comentar acerca de aspectos como el guión, la iluminación, el vestuario, la dirección. Dependiendo del film, podría observar detalles sobre efectos especiales.
• Actuación: comente sobre la actuación de los actores y actrices (credibilidad, adecuación al personaje).
• Apreciación general: Responda al menos: ¿es la película de relevancia en su género? ¿Es innovadora? Tome en cuenta el año en el que la película se realizó.
DEPARTAMENTO DE LENGUA Y LITERATURA
CURSO: LLA-113 (2006)
PROFAS. FRAIBET AVELEDO E ISABEL MARTINS
GUÍA GENERAL PARA ESCRIBIR UNA RESEÑA CINEMATOGRÁFICA
Esta guía sólo pretende ofrecer a los participantes del curso una orientación general sobre los aspectos básicos que se espera que estén contenidos en las reseñas. No se pretende agotar todos los aspectos pertinentes a la elaboración de un trabajo de este tipo. Por otra parte, la forma específica en que los elementos destacados se organizan constituye sólo una sugerencia para el estudiante.
Una reseña debe estar dividida en tres secciones:
A. Resumen (Aprox. 30% de la extensión de la reseña).
B. Relevancia del film para la cinematografía.
C. Opinión sobre la calidad y aspectos cinematográficos.
A. Cómo estructurar el RESUMEN de la película
• Sigua el orden de presentación del film
• Use sus propias palabras. Esto es importante. Las citas directas de otras reseñas que consiga deben ser atribuidas apropiadamente a su(s) autor(es), de lo contrario estaría cometiendo plagio.
• No intente describir el film completo, enfóquese en la secuencia narrativa (recuerde que se trata de un resumen).
B. Cómo evaluar la RELEVANCIA del film
• Recuerde hacer una introducción donde da su opinión general.
• Por ejemplo, puede empezar describiendo a qué género pertenece la película reseñada (comedia, drama, etc.) y si es de poca, mediana o mucha relevancia. Explique por qué la película es de mucha/mediana/poca relevancia. Cómo trata el tema: ¿es original o es una copia de otras películas?
• Investigue si existen películas anteriores a la reseñada que traten temas similares. Relacione el film reseñado con otras películas que traten el mismo género y el mismo tema.
• Determine si el film tiene implicaciones generales que van más allá dado el tratamiento particular y original del tema.
• Investigue si la película ha ganado premios. Esto le ayudará a determinar cuán relevante ha sido el film en el mundo de la cinematografía.
C. Cómo escribir la OPINIÓN SOBRE LA CALIDAD Y ASPECTOS CINEMATOGRAFICOS.
En esta sección debe expresar su opinión en torno a la calidad de la película y los aspectos cinematográficos relevantes.
• Contenido: señale si consigue fallas o errores en la presentación del tema. Por ejemplo, aspectos que no queden claros, dudas que no sean explicadas, credibilidad de la historia (si este es el objetivo). Si el tema se presenta de forma amena. Si es aburrido, explicar el por qué.
• Forma : comente sobre el estilo de la película, la presentación de las escenas (el orden de presentación, si las escenas son rodadas en interiores o en exteriores, si hay novedades en este aspecto) la longitud del film (ej. es apropiado, redundante). También puede comentar acerca de aspectos como el guión, la iluminación, el vestuario, la dirección. Dependiendo del film, podría observar detalles sobre efectos especiales.
• Actuación: comente sobre la actuación de los actores y actrices (credibilidad, adecuación al personaje).
• Apreciación general: Responda al menos: ¿es la película de relevancia en su género? ¿Es innovadora? Tome en cuenta el año en el que la película se realizó.
Dos textos sobre la literatura y el oficio del escritor
EL DESAFÍO DE LA CREACIÓN
Juan Rulfo
Desgraciadamente yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente, uno es un extranjero ahí.
Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: "hoy parece que por ahí vienen las nubes..." En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia: ahora, yo le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo al lápiz, porque yo escribo a mano; pero quiero decir, más o menos, cuáles son mis procedimientos en una forma muy personal. Cuando yo empiezo a escribir no creo en la inspiración, jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el personaje que yo quería que apareciera, aquél personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo. De pronto, aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiere vida, uno puede, por caminos que uno desconoce pero que, estando vivo, lo conducen a uno a una realidad, o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que se puede decir, lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido, o pudo suceder pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.
A mí me han criticado mucho mis paisanos que cuento mentiras, que no hago historia, o que todo lo que platico o escribo, dicen, nunca ha sucedido y es así. Para mí lo primero es la imaginación; dentro de esos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a pensar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura.
Concretando, se trabaja con: imaginación, intuición y una aparente verdad. Cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer: el trabajo es solitario, no se puede concebir el trabajo colectivo en la literatura, y esa soledad lo lleva a uno a convertirse en una especie de médium de cosas que uno mismo desconoce, pero sin saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando.
Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar. Ahora, hay otro elemento, otra cosa muy importante también que es el querer contar algo sobre ciertos temas; sabemos perfectamente que no existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más, no hay más temas, así es que para captar su desarrollo normal, hay que saber cómo tratarlos, qué forma darles; no repetir lo que han dicho otros. Entonces, el tratamiento que se le da a un cuento nos lleva, aunque el tema se haya tratado infinitamente, a decir las cosas de otro modo; estamos contando lo mismo que han contado desde Virgilio hasta no sé quienes más, los chinos o quien sea. Mas hay que buscar el fundamento, la forma de tratar el tema, y creo que dentro de la creación literaria, la forma -la llaman la forma literaria- es la que rige, la que provoca que una historia tenga interés y llame la atención a los demás.
Conforme se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto; el autor no vuelve a pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello le da vueltas en la cabeza constantemente: el tema sigue rondando hasta que uno se da cuenta, por experiencia propia, de que no está concluido, de que algo se ha quedado dentro; entonces hay que volver a iniciar la historia, hay que ver dónde está la falla, hay que ver cuál es el personaje que no se movió por sí mismo. En mi caso personal, tengo la característica de eliminarme de la historia, nunca cuento un cuento en que haya experiencias personales o que haya algo autobiográfico o que yo haya visto u oído, siempre tengo que imaginarlo o recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo. Ése es el misterio, la creación literaria es misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el personaje no funciona, y el autor tiene que ayudarle a sobrevivir; entonces falla inmediatamente. Estoy hablando de cosas elementales, ustedes deben perdonarme, pero mis experiencias han sido éstas, nunca he relatado nada que haya sucedido; mis bases son la intuición y, dentro de eso, ha surgido lo que es ajeno al autor.
El problema, como les decía antes, es encontrar el tema, el personaje y qué va a decir y qué va a hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida. En cuanto el personaje es forzado por el autor, inmediatamente se mete en un callejón sin salida. Una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer, precisamente, es la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que aquellos personajes funcionen por sí y no con mi inclusión, porque entonces entro en la divagación del ensayo, en la elucubración; llega uno hasta a meter sus propias ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer creer hasta en la ideología que tiene uno, su manera de pensar sobre la vida, o sobre el mundo, sobre los seres humanos, cuál es el principio que movía las acciones del hombre. Cuando sucede eso, se vuelve uno ensayista. Conocemos muchas novelas-ensayo, mucha obra literaria que es novela-ensayo; pero, por regla general, el género que se presta menos a eso es el cuento. Para mí el cuento es un género realmente más importante que la novela porque hay que concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay que frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta. El poeta tiene que ir frenando el caballo y no desbocarse; si se desboca y escribe por escribir, le salen las palabras una tras otra y, entonces, simplemente fracasa. Lo esencial es precisamente contenerse, no desbocarse, no vaciarse; el cuento tiene esa particularidad; yo precisamente prefiero el cuento, sobre todo, sobre la novela, porque la novela se presta mucho a esas divagaciones.
La novela, dicen, es un género que abarca todo, es un saco donde cabe todo, caben cuentos, teatro o acción, ensayos filosóficos o no filosóficos, una serie de temas con los cuales se va a llenar aquel saco; en cambio, en el cuento tiene uno que reducirse, sintetizarse y, en unas cuantas palabras, decir o contar una historia que otros cuentan en doscientas páginas; ésa es, más o menos, la idea que yo tengo sobre la creación, sobre el principio de la creación literaria; claro que no es una exposición brillante la que les estoy haciendo, sino que les estoy hablando de una forma muy elemental, porque yo les tengo mucho miedo a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual, le saco la vuelta, y considero que el escritor debe ser el menos intelectual de todos los pensadores, porque sus ideas y sus pensamientos son cosas muy personales que no tienen por qué influir en los demás ni hacer lo que él quiere que hagan los demás; cuando se llega a esa conclusión, cuando se llega a ese sitio, o llamémosle final, entonces siente uno que algo se ha logrado.
Como todos ustedes saben, no hay ningún escritor que escriba todo lo que piensa, es muy difícil trasladar el pensamiento a la escritura, creo que nadie lo hace, nadie lo ha hecho, sino que, simplemente, hay muchísimas cosas que al ser desarrolladas se pierden.
***
LA VERDAD DE LAS MENTIRAS
http://www.puntodelectura.com/upload/primeraspaginas/978-84-663-6939-8.pdf
Mario Vargas Llosa
I.
Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado
si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas
satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda
rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa
cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber
dicho algo que nunca da en el blanco.
Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta
gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores,
consciente o inconscientemente, hacen depender lo
segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por
ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas
en las colonias hispanoamericanas con el argumento
de que esos libros disparatados y absurdos —es decir,
mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual
de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos
sólo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos
años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó
en la América española apareció sólo después de la independencia
(en México, en 1816). Al prohibir no unas
obras determinadas sino un género literario en abstracto,
el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley
sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas
ellas ofrecen una visión falaz de la vida. Hace años escribí
un trabajo ridiculizando a esos arbitrarios, capaces de
una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores
españoles fueron acaso los primeros en entender
—antes que los críticos y que los propios novelistas— la
naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas.
En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer
otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia.
La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad,
que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que
no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías.
Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los
hombres no están contentos con su suerte y casi todos
—ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros—
quisieran una vida distinta de la que viven. Para
aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones.
Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos
tengan las vidas que no se resignan a no tener. En
el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late
un deseo insatisfecho.
¿Significa esto que la novela es sinónimo de irrealidad?
¿Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los
morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos
castigados por la adversidad de Franz Kafka y los
eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan
o nos conmueven porque no tienen nada de nosotros,
porque nos es imposible identificar sus experiencias
con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado,
pues este camino —el de la verdad y la mentira en
el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los
invitadores oasis suelen ser espejismos.
¿Qué quiere decir que una novela siempre miente?
No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio
Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia, al menos—
sucede mi primera novela, La ciudad y los perros,
que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la
institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer
otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose
inexactamente retratada en ella, ha publicado
luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada
por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay
más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que
recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente
fiel a unos hechos y personas anteriores y
ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que
he escrito, partí de algunas experiencias vivas en mi memoria
y estimulantes para mi imaginación y fantaseé algo
que refleja de manera muy infiel esos materiales de
trabajo. No se escriben novelas para contar la vida sino
para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas
del francés Restif de la Bretonne la realidad no puede ser
más fotográfica, ellas son un catálogo de las costumbres
del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas
tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay,
sin embargo, algo diferente, mínimo pero esencial. Que,
en ese mundo, los hombres no se enamoran de las damas
por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo,
sus prendas espirituales, etcétera, sino exclusivamente por
la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, «bretonismo
» al fetichismo del botín). De una manera menos
cruda y explícita, y también menos consciente, todas las
novelas rehacen la realidad —embelleciéndola o empeorándola—
como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el
profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la
vida, en los que el novelista materializa sus secretas obsesiones,
reside la originalidad de una ficción. Ella es
más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad
general y cuantos más numerosos sean, a lo largo
del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen,
en esos contrabandos filtrados a la vida, los demonios
que los desasosiegan. ¿Hubiera podido yo, en aquellas
novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos?
Ciertamente. Pero aun si hubiera conseguido
esa aburrida proeza de sólo narrar hechos ciertos y describir
personajes cuyas biografías se ajustaban como un
guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido,
por eso, menos mentirosas o más ciertas de lo que son.
Porque no es la anécdota lo que decide la verdad o
la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida,
que esté hecha de palabras y no de experiencias
concretas. Al traducirse en lenguaje, al ser contados, los
hechos sufren una profunda modificación. El hecho real
—la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico
de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los
signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir
unos y descartar otros, el novelista privilegia una y
asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que
describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe
se convierte en lo descrito. ¿Me refiero sólo al caso
del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la
que sin duda pertenezco, cuyas novelas relatan sucesos
que los lectores pueden reconocer como posibles a través
de su propia vivencia de la realidad? Parecería, en
efecto, que para el novelista de linaje fantástico, el que
describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes,
no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y
la ficción. En verdad, sí se plantea, aunque de otra manera.
La «irrealidad» de la literatura fantástica se vuelve,
para el lector, símbolo o alegoría, es decir, representación
de realidades, de experiencias que sí puede identificar en
la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista»
o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza
entre verdad y mentira en la ficción.
A esta primera modificación —la que imprimen las
palabras a los hechos— se entrevera una segunda, no
menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se
detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia
se mezcla con todas las historias y por lo mismo no
empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro
en el que aquel vertiginoso desorden se torna
orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La
soberanía de una novela no resulta sólo del lenguaje en
que está escrita. También, de su sistema temporal, de la
manera como discurre en ella la existencia: cuándo se
detiene, cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica
del narrador para describir ese tiempo inventado.
Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre
el tiempo real y el de una ficción hay un abismo. El
tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir
ciertos efectos psicológicos. En él el pasado puede
ser posterior al presente —el efecto preceder a la causa—
como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla,
que comienza con la muerte de un anciano y continúa
hasta su gestación, en el claustro materno; o ser sólo pasado
remoto que nunca llega a disolverse en el pasado
próximo desde el que narra el narrador, como en la mayoría
de las novelas clásicas; o ser eterno presente sin pasado
ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beckett; o
un laberinto en que pasado, presente y futuro coexisten,
anulándose, como en El sonido y la furia, de Faulkner.
Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más
informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que
podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva
que la vida verdadera, en la que estamos inmersos,
siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido
del novelista, simulador que aparenta recrear la vida
cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente,
la ficción traiciona la vida, encapsulándola en
una trama de palabras que la reducen de escala y la ponen
al alcance del lector. Éste puede, así, juzgarla, entenderla,
y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida
verdadera no consiente.
¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y
un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿No están
ellos compuestos de palabras? ¿No encarcelan acaso
en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas,
el tiempo real? La respuesta es: se trata de sistemas
opuestos de aproximación a lo real. En tanto que la novela
se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no
pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o
mentira funciona de manera distinta en cada caso. Para el
periodismo o la historia la verdad depende del cotejo entre
lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía,
más verdad, y, a más distancia, más mentira. Decir que la
Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, o la Historia
de la conquista del Perú, de Prescott, son «novelescas»
es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. En cambio,
documentar los errores históricos de La guerra y la paz
sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de
tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De
qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión,
de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de
su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala
novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela
significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser
incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un
género amoral, o, más bien, de una ética sui géneris, para
la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente
estéticos. Arte «enajenante», es de constitución antibrechtiana:
sin «ilusión» no hay novela.
De lo que llevo dicho parecería desprenderse que la
ficción es una fabulación gratuita, una prestidigitación
sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que
sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se
nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia
de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que
dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como
ellas la describen. Los libros de caballerías queman
el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a
alancear molinos de viento, y la tragedia de Emma Bovary
no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara
parecerse a las heroínas de las novelitas románticas
que lee. Por creer que la realidad es como pretenden
las ficciones, Alonso Quijano y Emma sufren terribles
quebrantos. ¿Los condenamos por ello? No, sus historias
nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible
de vivir la ficción nos parece personificar una actitud
idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto
de lo que se es ha sido la aspiración humana por
excelencia. De ella resultó lo mejor y lo peor que registra
la historia. De ella han nacido también las ficciones.
Cuando leemos novelas no somos los que somos
habitualmente, sino también los seres hechizos entre los
cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis:
el reducto asfixiante que es nuestra vida real se
abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias
que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía
encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados
a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de
tener una sola vida y los apetitos y fantasías de desear
mil. Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las
fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que
ocupan las ficciones.
En el corazón de todas ellas llamea una protesta.
Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien
las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas
las caras y aventuras que necesitaba para aumentar
su vida. Ésa es la verdad que expresan las mentiras de las
ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan
y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones.
¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de
las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos
hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían
ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras
no documentan sus vidas sino los demonios que las
soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para
que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época
no está poblada únicamente de seres de carne y hueso;
también, de los fantasmas en que estos seres se mudan
para romper las barreras que los limitan y los frustran.
Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas:
llenan las insuficiencias de la vida. Por eso, cuando la vida
parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo
justifica y absorbe, los hombres se conforman con su
destino, las novelas no suelen cumplir servicio alguno.
Las culturas religiosas producen poesía, teatro, rara vez
grandes novelas. La ficción es un arte de sociedades donde
la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en
algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido
sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre
creciente sobre el mundo en que se vive y el
trasmundo. Además de amoralidad, en las entrañas de las
novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa
entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas,
dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve
caos: ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus
órdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y
en ellos se despliegan, libremente, aquellos apetitos y temores
que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar.
La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida.
El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento
brutal: la comprobación de que somos menos de lo que
soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan
transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones
también la azuzan, espoleando los deseos y la imaginación.
Los inquisidores españoles entendieron el peligro.
Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, un
desajuste con la existencia que puede tornarse rebeldía,
actitud indócil frente a lo establecido. Es comprensible,
por ello, que los regímenes que aspiran a controlar
totalmente la vida desconfíen de las ficciones y las sometan
a censuras. Salir de sí mismo, ser otro, aunque
sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y
de experimentar los riesgos de la libertad.
Juan Rulfo
Desgraciadamente yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente, uno es un extranjero ahí.
Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: "hoy parece que por ahí vienen las nubes..." En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia: ahora, yo le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo al lápiz, porque yo escribo a mano; pero quiero decir, más o menos, cuáles son mis procedimientos en una forma muy personal. Cuando yo empiezo a escribir no creo en la inspiración, jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el personaje que yo quería que apareciera, aquél personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo. De pronto, aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiere vida, uno puede, por caminos que uno desconoce pero que, estando vivo, lo conducen a uno a una realidad, o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que se puede decir, lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido, o pudo suceder pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.
A mí me han criticado mucho mis paisanos que cuento mentiras, que no hago historia, o que todo lo que platico o escribo, dicen, nunca ha sucedido y es así. Para mí lo primero es la imaginación; dentro de esos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a pensar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura.
Concretando, se trabaja con: imaginación, intuición y una aparente verdad. Cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer: el trabajo es solitario, no se puede concebir el trabajo colectivo en la literatura, y esa soledad lo lleva a uno a convertirse en una especie de médium de cosas que uno mismo desconoce, pero sin saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando.
Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar. Ahora, hay otro elemento, otra cosa muy importante también que es el querer contar algo sobre ciertos temas; sabemos perfectamente que no existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más, no hay más temas, así es que para captar su desarrollo normal, hay que saber cómo tratarlos, qué forma darles; no repetir lo que han dicho otros. Entonces, el tratamiento que se le da a un cuento nos lleva, aunque el tema se haya tratado infinitamente, a decir las cosas de otro modo; estamos contando lo mismo que han contado desde Virgilio hasta no sé quienes más, los chinos o quien sea. Mas hay que buscar el fundamento, la forma de tratar el tema, y creo que dentro de la creación literaria, la forma -la llaman la forma literaria- es la que rige, la que provoca que una historia tenga interés y llame la atención a los demás.
Conforme se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto; el autor no vuelve a pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello le da vueltas en la cabeza constantemente: el tema sigue rondando hasta que uno se da cuenta, por experiencia propia, de que no está concluido, de que algo se ha quedado dentro; entonces hay que volver a iniciar la historia, hay que ver dónde está la falla, hay que ver cuál es el personaje que no se movió por sí mismo. En mi caso personal, tengo la característica de eliminarme de la historia, nunca cuento un cuento en que haya experiencias personales o que haya algo autobiográfico o que yo haya visto u oído, siempre tengo que imaginarlo o recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo. Ése es el misterio, la creación literaria es misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el personaje no funciona, y el autor tiene que ayudarle a sobrevivir; entonces falla inmediatamente. Estoy hablando de cosas elementales, ustedes deben perdonarme, pero mis experiencias han sido éstas, nunca he relatado nada que haya sucedido; mis bases son la intuición y, dentro de eso, ha surgido lo que es ajeno al autor.
El problema, como les decía antes, es encontrar el tema, el personaje y qué va a decir y qué va a hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida. En cuanto el personaje es forzado por el autor, inmediatamente se mete en un callejón sin salida. Una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer, precisamente, es la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que aquellos personajes funcionen por sí y no con mi inclusión, porque entonces entro en la divagación del ensayo, en la elucubración; llega uno hasta a meter sus propias ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer creer hasta en la ideología que tiene uno, su manera de pensar sobre la vida, o sobre el mundo, sobre los seres humanos, cuál es el principio que movía las acciones del hombre. Cuando sucede eso, se vuelve uno ensayista. Conocemos muchas novelas-ensayo, mucha obra literaria que es novela-ensayo; pero, por regla general, el género que se presta menos a eso es el cuento. Para mí el cuento es un género realmente más importante que la novela porque hay que concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay que frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta. El poeta tiene que ir frenando el caballo y no desbocarse; si se desboca y escribe por escribir, le salen las palabras una tras otra y, entonces, simplemente fracasa. Lo esencial es precisamente contenerse, no desbocarse, no vaciarse; el cuento tiene esa particularidad; yo precisamente prefiero el cuento, sobre todo, sobre la novela, porque la novela se presta mucho a esas divagaciones.
La novela, dicen, es un género que abarca todo, es un saco donde cabe todo, caben cuentos, teatro o acción, ensayos filosóficos o no filosóficos, una serie de temas con los cuales se va a llenar aquel saco; en cambio, en el cuento tiene uno que reducirse, sintetizarse y, en unas cuantas palabras, decir o contar una historia que otros cuentan en doscientas páginas; ésa es, más o menos, la idea que yo tengo sobre la creación, sobre el principio de la creación literaria; claro que no es una exposición brillante la que les estoy haciendo, sino que les estoy hablando de una forma muy elemental, porque yo les tengo mucho miedo a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual, le saco la vuelta, y considero que el escritor debe ser el menos intelectual de todos los pensadores, porque sus ideas y sus pensamientos son cosas muy personales que no tienen por qué influir en los demás ni hacer lo que él quiere que hagan los demás; cuando se llega a esa conclusión, cuando se llega a ese sitio, o llamémosle final, entonces siente uno que algo se ha logrado.
Como todos ustedes saben, no hay ningún escritor que escriba todo lo que piensa, es muy difícil trasladar el pensamiento a la escritura, creo que nadie lo hace, nadie lo ha hecho, sino que, simplemente, hay muchísimas cosas que al ser desarrolladas se pierden.
***
LA VERDAD DE LAS MENTIRAS
http://www.puntodelectura.com/upload/primeraspaginas/978-84-663-6939-8.pdf
Mario Vargas Llosa
I.
Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado
si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas
satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda
rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa
cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber
dicho algo que nunca da en el blanco.
Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta
gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores,
consciente o inconscientemente, hacen depender lo
segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por
ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas
en las colonias hispanoamericanas con el argumento
de que esos libros disparatados y absurdos —es decir,
mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual
de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos
sólo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos
años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó
en la América española apareció sólo después de la independencia
(en México, en 1816). Al prohibir no unas
obras determinadas sino un género literario en abstracto,
el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley
sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas
ellas ofrecen una visión falaz de la vida. Hace años escribí
un trabajo ridiculizando a esos arbitrarios, capaces de
una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores
españoles fueron acaso los primeros en entender
—antes que los críticos y que los propios novelistas— la
naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas.
En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer
otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia.
La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad,
que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que
no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías.
Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los
hombres no están contentos con su suerte y casi todos
—ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros—
quisieran una vida distinta de la que viven. Para
aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones.
Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos
tengan las vidas que no se resignan a no tener. En
el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late
un deseo insatisfecho.
¿Significa esto que la novela es sinónimo de irrealidad?
¿Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los
morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos
castigados por la adversidad de Franz Kafka y los
eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan
o nos conmueven porque no tienen nada de nosotros,
porque nos es imposible identificar sus experiencias
con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado,
pues este camino —el de la verdad y la mentira en
el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los
invitadores oasis suelen ser espejismos.
¿Qué quiere decir que una novela siempre miente?
No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio
Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia, al menos—
sucede mi primera novela, La ciudad y los perros,
que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la
institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer
otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose
inexactamente retratada en ella, ha publicado
luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada
por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay
más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que
recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente
fiel a unos hechos y personas anteriores y
ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que
he escrito, partí de algunas experiencias vivas en mi memoria
y estimulantes para mi imaginación y fantaseé algo
que refleja de manera muy infiel esos materiales de
trabajo. No se escriben novelas para contar la vida sino
para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas
del francés Restif de la Bretonne la realidad no puede ser
más fotográfica, ellas son un catálogo de las costumbres
del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas
tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay,
sin embargo, algo diferente, mínimo pero esencial. Que,
en ese mundo, los hombres no se enamoran de las damas
por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo,
sus prendas espirituales, etcétera, sino exclusivamente por
la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, «bretonismo
» al fetichismo del botín). De una manera menos
cruda y explícita, y también menos consciente, todas las
novelas rehacen la realidad —embelleciéndola o empeorándola—
como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el
profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la
vida, en los que el novelista materializa sus secretas obsesiones,
reside la originalidad de una ficción. Ella es
más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad
general y cuantos más numerosos sean, a lo largo
del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen,
en esos contrabandos filtrados a la vida, los demonios
que los desasosiegan. ¿Hubiera podido yo, en aquellas
novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos?
Ciertamente. Pero aun si hubiera conseguido
esa aburrida proeza de sólo narrar hechos ciertos y describir
personajes cuyas biografías se ajustaban como un
guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido,
por eso, menos mentirosas o más ciertas de lo que son.
Porque no es la anécdota lo que decide la verdad o
la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida,
que esté hecha de palabras y no de experiencias
concretas. Al traducirse en lenguaje, al ser contados, los
hechos sufren una profunda modificación. El hecho real
—la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico
de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los
signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir
unos y descartar otros, el novelista privilegia una y
asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que
describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe
se convierte en lo descrito. ¿Me refiero sólo al caso
del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la
que sin duda pertenezco, cuyas novelas relatan sucesos
que los lectores pueden reconocer como posibles a través
de su propia vivencia de la realidad? Parecería, en
efecto, que para el novelista de linaje fantástico, el que
describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes,
no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y
la ficción. En verdad, sí se plantea, aunque de otra manera.
La «irrealidad» de la literatura fantástica se vuelve,
para el lector, símbolo o alegoría, es decir, representación
de realidades, de experiencias que sí puede identificar en
la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista»
o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza
entre verdad y mentira en la ficción.
A esta primera modificación —la que imprimen las
palabras a los hechos— se entrevera una segunda, no
menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se
detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia
se mezcla con todas las historias y por lo mismo no
empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro
en el que aquel vertiginoso desorden se torna
orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La
soberanía de una novela no resulta sólo del lenguaje en
que está escrita. También, de su sistema temporal, de la
manera como discurre en ella la existencia: cuándo se
detiene, cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica
del narrador para describir ese tiempo inventado.
Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre
el tiempo real y el de una ficción hay un abismo. El
tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir
ciertos efectos psicológicos. En él el pasado puede
ser posterior al presente —el efecto preceder a la causa—
como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla,
que comienza con la muerte de un anciano y continúa
hasta su gestación, en el claustro materno; o ser sólo pasado
remoto que nunca llega a disolverse en el pasado
próximo desde el que narra el narrador, como en la mayoría
de las novelas clásicas; o ser eterno presente sin pasado
ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beckett; o
un laberinto en que pasado, presente y futuro coexisten,
anulándose, como en El sonido y la furia, de Faulkner.
Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más
informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que
podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva
que la vida verdadera, en la que estamos inmersos,
siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido
del novelista, simulador que aparenta recrear la vida
cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente,
la ficción traiciona la vida, encapsulándola en
una trama de palabras que la reducen de escala y la ponen
al alcance del lector. Éste puede, así, juzgarla, entenderla,
y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida
verdadera no consiente.
¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y
un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿No están
ellos compuestos de palabras? ¿No encarcelan acaso
en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas,
el tiempo real? La respuesta es: se trata de sistemas
opuestos de aproximación a lo real. En tanto que la novela
se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no
pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o
mentira funciona de manera distinta en cada caso. Para el
periodismo o la historia la verdad depende del cotejo entre
lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía,
más verdad, y, a más distancia, más mentira. Decir que la
Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, o la Historia
de la conquista del Perú, de Prescott, son «novelescas»
es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. En cambio,
documentar los errores históricos de La guerra y la paz
sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de
tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De
qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión,
de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de
su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala
novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela
significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser
incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un
género amoral, o, más bien, de una ética sui géneris, para
la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente
estéticos. Arte «enajenante», es de constitución antibrechtiana:
sin «ilusión» no hay novela.
De lo que llevo dicho parecería desprenderse que la
ficción es una fabulación gratuita, una prestidigitación
sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que
sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se
nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia
de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que
dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como
ellas la describen. Los libros de caballerías queman
el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a
alancear molinos de viento, y la tragedia de Emma Bovary
no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara
parecerse a las heroínas de las novelitas románticas
que lee. Por creer que la realidad es como pretenden
las ficciones, Alonso Quijano y Emma sufren terribles
quebrantos. ¿Los condenamos por ello? No, sus historias
nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible
de vivir la ficción nos parece personificar una actitud
idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto
de lo que se es ha sido la aspiración humana por
excelencia. De ella resultó lo mejor y lo peor que registra
la historia. De ella han nacido también las ficciones.
Cuando leemos novelas no somos los que somos
habitualmente, sino también los seres hechizos entre los
cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis:
el reducto asfixiante que es nuestra vida real se
abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias
que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía
encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados
a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de
tener una sola vida y los apetitos y fantasías de desear
mil. Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las
fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que
ocupan las ficciones.
En el corazón de todas ellas llamea una protesta.
Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien
las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas
las caras y aventuras que necesitaba para aumentar
su vida. Ésa es la verdad que expresan las mentiras de las
ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan
y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones.
¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de
las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos
hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían
ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras
no documentan sus vidas sino los demonios que las
soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para
que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época
no está poblada únicamente de seres de carne y hueso;
también, de los fantasmas en que estos seres se mudan
para romper las barreras que los limitan y los frustran.
Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas:
llenan las insuficiencias de la vida. Por eso, cuando la vida
parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo
justifica y absorbe, los hombres se conforman con su
destino, las novelas no suelen cumplir servicio alguno.
Las culturas religiosas producen poesía, teatro, rara vez
grandes novelas. La ficción es un arte de sociedades donde
la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en
algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido
sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre
creciente sobre el mundo en que se vive y el
trasmundo. Además de amoralidad, en las entrañas de las
novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa
entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas,
dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve
caos: ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus
órdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y
en ellos se despliegan, libremente, aquellos apetitos y temores
que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar.
La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida.
El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento
brutal: la comprobación de que somos menos de lo que
soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan
transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones
también la azuzan, espoleando los deseos y la imaginación.
Los inquisidores españoles entendieron el peligro.
Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, un
desajuste con la existencia que puede tornarse rebeldía,
actitud indócil frente a lo establecido. Es comprensible,
por ello, que los regímenes que aspiran a controlar
totalmente la vida desconfíen de las ficciones y las sometan
a censuras. Salir de sí mismo, ser otro, aunque
sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y
de experimentar los riesgos de la libertad.
¡Click! Por Susan Sontag
La fotografía se ha transformado en una diversión casi tan cultivada como el sexo y el baile, lo cual significa que la fotografía, como toda forma artística de masas, no es cultivada como tal por la mayoría. Es sobre todo un rito social, una protección contra la ansiedad y un instrumento de poder.
La conmemoración de los logros de los individuos en tanto miembros de una familia (así como de otros grupos) es el primer uso popular de la fotografía. Durante un siglo al menos, la fotografía de bodas ha formado parte de la ceremonia tanto como las fórmulas verbales prescriptas. Las cámaras se integran en la vida familiar. Según un estudio sociológico realizado en Francia, casi todos los hogares tienen cámara, pero las probabilidades de que haya una cámara en un hogar con niños comparado con uno sin niños son del doble. No fotografiar a los propios hijos, sobre todo cuando son pequeños, es señal de indiferencia de los padres, así como no posar para la foto de graduación del bachillerato es un gesto de rebelión adolescente.
Mediante las fotografías, cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos. Poco importa cuáles actividades se fotografían, siempre que las fotos se hagan y aprecien. La fotografía se transforma en rito de la vida familiar justo cuando la institución misma de la familia, en los países industrializados de Europa y América, empieza a someterse a una operación quirúrgica radical. A medida que esa unidad claustrofóbica, el núcleo familiar, se extirpaba de un conjunto familiar mucho más vasto, la fotografía la acompañaba para conmemorar y restablecer simbólicamente la continuidad amenazada y el ocaso del carácter extendido de la vida familiar. Estas huellas espectrales, las fotografías, constituyen la presencia vicaria de los parientes dispersos. El álbum familiar se compone generalmente de la familia extendida, y a menudo es lo único que ha quedado de ella.
Si las fotografías permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal, también ayudan a tomar posesión de un espacio donde la gente está insegura. Así, la fotografía se desarrolla en conjunción con una de las actividades modernas más características: el turismo. Por primera vez en la historia, grupos numerosos de gente abandonan sus entornos habituales por breves períodos. Parece decididamente anormal viajar por placer sin llevar una cámara. Las fotografías son la prueba irrecusable de que se hizo la excursión, se cumplió el programa, se gozó del viaje. Las fotografías documentan secuencias de consumo realizadas en ausencia de la familia, los amigos, los vecinos. Pero la dependencia de la cámara, en cuanto aparato que da realidad a las experiencias, no disminuye cuando la gente viaja más. El acto de fotografiar satisface las mismas necesidades para los cosmopolitas que acumulan trofeos fotográficos de su excursión en barco por el Nilo o sus catorce días en China, que para los turistas de clase media que hacen instantáneas de la Torre Eiffel o las cataratas del Niágara.
El acto fotográfico, un modo de certificar la experiencia, es también un modo de rechazarla: cuando se confina a la búsqueda de lo fotogénico, cuando se convierte la experiencia en una imagen, un recuerdo. El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotos. La propia actividad fotográfica es tranquilizadora, y mitiga esa desorientación general que se suele agudizar con los viajes. La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y toda cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto. Así la experiencia cobra forma: alto, una fotografía, adelante. El método seduce sobre todo a gente subyugada a una ética de trabajo implacable: alemanes, japoneses y estadounidenses. El empleo de una cámara atenúa su ansiedad provocada por la inactividad laboral cuando están en vacaciones y presuntamente divirtiéndose. Cuentan con una tarea que parece una simpática imitación del trabajo: pueden hacer fotos. La gente despojada de su pasado parece la más ferviente entusiasta de las fotografías, en su país y en el exterior. Todos los integrantes de una sociedad industrializada son obligados poco a poco a renunciar al pasado, pero en algunos países, como Estados Unidos y Japón, la ruptura ha sido especialmente traumática. A principios de los años ’70, la fábula del impetuoso turista estadounidense de los ’50 y ’60, cargado de dólares y materialismo, fue reemplazada por el enigma del gregario turista japonés, nuevamente liberado de su isla y prisión por el milagro del yen sobrevaluado y casi siempre armado con dos cámaras, una en cada lado de la cadera.
La fotografía se ha transformado en uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación. Un anuncio a toda página muestra un pequeño grupo de apretujada gente de pie, atisbando fuera de la fotografía; todos salvo uno parecen aturdidos, animados, contrariados. El de la expresión diferente sujeta una cámara ante el ojo, parece tranquilo, casi sonríe. Mientras los demás son espectadores pasivos, obviamente alarmados, poseer una cámara ha transformado a la persona en algo activo, un voyeur: sólo él ha dominado la situación. ¿Qué ven esas personas? No lo sabemos. Y no importa. Es un acontecimiento: algo digno de verse, y por lo tanto digno de fotografiarse. El texto del anuncio, letras blancas sobre el oscuro tercio inferior de la imagen como el despacho noticioso de un teletipo, consiste sólo en seis palabras: “... Praga... Woodstock... Vietnam... Sapporo... Londonderry... Leica”. Esperanzas frustradas, humoradas juveniles, guerras coloniales y deportes de invierno son semejantes: la cámara los iguala. Hacer fotografías ha implantado en la relación con el mundo un voyeurismo crónico que uniforma la significación de todos los acontecimientos.
Una fotografía no es el mero resultado del encuentro entre un acontecimiento y un fotógrafo; hacer imágenes es un acontecimiento en sí mismo, y uno que se arroga derechos cada vez más perentorios para interferir, invadir o ignorar lo que esté sucediendo. Nuestra percepción misma de la situación ahora se articula por las intervenciones de la cámara. La omnipresencia de las cámaras insinúa de modo persuasivo que el tiempo consiste en acontecimientos interesantes, dignos de fotografiarse. Esto a su vez permite sentir fácilmente que a cualquier acontecimiento, una vez en marcha, y sea cual fuere su carácter moral, debería permitírsele concluir para que algo más pueda añadirse al mundo, la fotografía. Una vez terminado el acontecimiento, la fotografía aún existirá, confiriéndole una especie de inmortalidad (e importancia) de la que jamás habría gozado de otra manera. Mientras personas reales están por ahí matándose entre sí o matando a otras personas reales, el fotógrafo permanece detrás de la cámara para crear un diminuto fragmento de otro mundo: el mundo de imágenes que procura sobrevivir a todos.
Fotografiar es esencialmente un acto de no intervención. Parte del horror de las proezas del fotoperiodismo contemporáneo tan memorables como las de un bonzo vietnamita que coge el bidón de gasolina y un guerrillero bengalí que atraviesa con la bayoneta a un colaboracionista maniatado proviene de advertir cómo se ha vuelto verosímil, en situaciones en las cuales el fotógrafo debe optar entre una fotografía y una vida, optar por la fotografía. La persona que interviene no puede registrar; la persona que registra no puede intervenir. La gran película de Dziga Vertov, Cielovick’s Kinoapparatom (El hombre de la cámara, 1929), nos brinda la imagen ideal del fotógrafo como alguien en movimiento perpetuo, alguien que atraviesa un panorama de acontecimientos dispares con tal agilidad y celeridad que toda intervención es imposible. Rear Window (La ventana indiscreta, 1954) de Hitchcock nos brinda la imagen complementaria: el fotógrafo interpretado por James Stewart entabla una relación intensa con un suceso a través de la cámara precisamente porque tiene una pierna rota y está confinado a una silla de ruedas; la inmovilidad temporal le impide intervenir en lo que ve, y vuelve aún más importante hacer fotografías. Aunque sea incompatible con la intervención física, el empleo de la cámara sigue siendo un modo de participación. Aunque la cámara sea un puesto de observación, el acto de fotografiar es algo más que observación pasiva. Como el voyeurismo sexual, es una manera de alentar, al menos tácitamente, a menudo explícitamente, la continuación de lo que esté ocurriendo. Hacer una fotografía es tener interés en las cosas tal como están, en un statu quo inmutable (al menos por el tiempo que se tarda en conseguir una “buena” imagen), ser cómplice de todo lo que vuelva interesante algo, digno de fotografiarse, incluido, cuando ése es el interés, el dolor o el infortunio de otra persona.
“Siempre me pareció que la fotografía era una cosa traviesa; para mí fue uno de sus aspectos favoritos –escribió Diane Arbus–, y cuando lo hice por primera vez me sentí muy perversa.” Ser fotógrafo profesional puede parecer “travieso”, por usar la expresión pop de Arbus, si el fotógrafo busca temas considerados escandalosos, tabúes, marginales. Pero los temas traviesos son más difíciles de encontrar hoy día. ¿Y cuál es exactamente el aspecto perverso de la fotografía? Si los fotógrafos profesionales a menudo tienen fantasías sexuales cuando están detrás de la cámara, quizá la perversión reside en que estas fantasías son verosímiles y muy inapropiadas al mismo tiempo. En Blow-up (1966), Antonioni muestra al fotógrafo de modas rondando convulsivo el cuerpo de Verushka mientras suena la cámara. ¡Vaya travesura! En efecto, el empleo de una cámara no es buen modo de tentar a alguien sexualmente. Entre el fotógrafo y el tema tiene que mediar distancia. La cámara no viola, ni siquiera posee, aunque pueda atreverse, entrometerse, invadir, distorsionar, explotar y, en el extremo de la metáfora, asesinar: actividades que, a diferencia de los empujes y tanteos sexuales, pueden realizarse de lejos, y con alguna imparcialidad.
Hay una fantasía sexual mucho más intensa en la extraordinaria Peeping Tom (1960) de Michael Powell, una película que no trata de un mirón sino de un psicópata que mata a las mujeres al fotografiarlas, con un arma escondida en la cámara. Nunca jamás las toca. No desea sus cuerpos; quiere la presencia de esas mujeres en forma de imágenes fílmicas –las que las muestran en trance de muerte– que luego proyecta en su casa para su goce solitario. La película supone correspondencias entre la impotencia y la agresión, la mirada profesional y la crueldad, que señalan la fantasía central relacionada con la cámara. La cámara como falo es a lo sumo una tímida variante de la ineludible metáfora que todos emplean sin advertirlo. Por brumosa que sea nuestra conciencia de esta fantasía, se la nombra sin sutilezas cada vez que hablamos de “cargar” y “apuntar” una cámara, de “apretar el disparador”.
Era más complicado y difícil recargar una cámara antigua que un mosquete Bess marrón. La cámara moderna quiere ser una pistola de rayos. Se lee en un anuncio: “La Yashica Electro-35 es la cámara de la era espacial que encantará a su familia. Haga hermosas fotos de día o de noche. Automáticamente. Sin complicaciones. Sólo apunte, enfoque y dispare. El cerebro y obturador electrónicos de la GT harán el resto”.
La cámara, como el automóvil, se vende como un arma depredadora, un arma tan automática como es posible, lista para saltar. El gusto popular espera una tecnología cómoda e invisible. Los fabricantes confirman a la clientela que fotografiar no requiere pericia ni habilidad, que la máquina es omnisapiente y responde a la más ligera presión de la voluntad. Es tan simple como encender el arranque o apretar el gatillo.
Como las armas y los automóviles, las cámaras son máquinas que cifran fantasías y crean adicción. Sin embargo, pese a las extravagancias de la lengua cotidiana y la publicidad, no son letales. En la hipérbole que publicita los automóviles como armas hay al menos un asomo de verdad: salvo en tiempos de guerra, los automóviles matan a más personas que las armas. La cámara/arma no mata, así que la ominosa metáfora parece un mero alarde, como la fantasía masculina de tener un fusil, cuchillo o herramienta entre las piernas. No obstante, hay algo depredador en la acción de hacer una foto. Fotografiar personas es violarlas, pues se las ve como jamás se ven a sí mismas, se las conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente. Así como la cámara es una sublimación del arma, fotografiar a alguien es cometer un asesinato sublimado, un asesinato blando, digno de una época triste, atemorizada.
La conmemoración de los logros de los individuos en tanto miembros de una familia (así como de otros grupos) es el primer uso popular de la fotografía. Durante un siglo al menos, la fotografía de bodas ha formado parte de la ceremonia tanto como las fórmulas verbales prescriptas. Las cámaras se integran en la vida familiar. Según un estudio sociológico realizado en Francia, casi todos los hogares tienen cámara, pero las probabilidades de que haya una cámara en un hogar con niños comparado con uno sin niños son del doble. No fotografiar a los propios hijos, sobre todo cuando son pequeños, es señal de indiferencia de los padres, así como no posar para la foto de graduación del bachillerato es un gesto de rebelión adolescente.
Mediante las fotografías, cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos. Poco importa cuáles actividades se fotografían, siempre que las fotos se hagan y aprecien. La fotografía se transforma en rito de la vida familiar justo cuando la institución misma de la familia, en los países industrializados de Europa y América, empieza a someterse a una operación quirúrgica radical. A medida que esa unidad claustrofóbica, el núcleo familiar, se extirpaba de un conjunto familiar mucho más vasto, la fotografía la acompañaba para conmemorar y restablecer simbólicamente la continuidad amenazada y el ocaso del carácter extendido de la vida familiar. Estas huellas espectrales, las fotografías, constituyen la presencia vicaria de los parientes dispersos. El álbum familiar se compone generalmente de la familia extendida, y a menudo es lo único que ha quedado de ella.
Si las fotografías permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal, también ayudan a tomar posesión de un espacio donde la gente está insegura. Así, la fotografía se desarrolla en conjunción con una de las actividades modernas más características: el turismo. Por primera vez en la historia, grupos numerosos de gente abandonan sus entornos habituales por breves períodos. Parece decididamente anormal viajar por placer sin llevar una cámara. Las fotografías son la prueba irrecusable de que se hizo la excursión, se cumplió el programa, se gozó del viaje. Las fotografías documentan secuencias de consumo realizadas en ausencia de la familia, los amigos, los vecinos. Pero la dependencia de la cámara, en cuanto aparato que da realidad a las experiencias, no disminuye cuando la gente viaja más. El acto de fotografiar satisface las mismas necesidades para los cosmopolitas que acumulan trofeos fotográficos de su excursión en barco por el Nilo o sus catorce días en China, que para los turistas de clase media que hacen instantáneas de la Torre Eiffel o las cataratas del Niágara.
El acto fotográfico, un modo de certificar la experiencia, es también un modo de rechazarla: cuando se confina a la búsqueda de lo fotogénico, cuando se convierte la experiencia en una imagen, un recuerdo. El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotos. La propia actividad fotográfica es tranquilizadora, y mitiga esa desorientación general que se suele agudizar con los viajes. La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y toda cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto. Así la experiencia cobra forma: alto, una fotografía, adelante. El método seduce sobre todo a gente subyugada a una ética de trabajo implacable: alemanes, japoneses y estadounidenses. El empleo de una cámara atenúa su ansiedad provocada por la inactividad laboral cuando están en vacaciones y presuntamente divirtiéndose. Cuentan con una tarea que parece una simpática imitación del trabajo: pueden hacer fotos. La gente despojada de su pasado parece la más ferviente entusiasta de las fotografías, en su país y en el exterior. Todos los integrantes de una sociedad industrializada son obligados poco a poco a renunciar al pasado, pero en algunos países, como Estados Unidos y Japón, la ruptura ha sido especialmente traumática. A principios de los años ’70, la fábula del impetuoso turista estadounidense de los ’50 y ’60, cargado de dólares y materialismo, fue reemplazada por el enigma del gregario turista japonés, nuevamente liberado de su isla y prisión por el milagro del yen sobrevaluado y casi siempre armado con dos cámaras, una en cada lado de la cadera.
La fotografía se ha transformado en uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación. Un anuncio a toda página muestra un pequeño grupo de apretujada gente de pie, atisbando fuera de la fotografía; todos salvo uno parecen aturdidos, animados, contrariados. El de la expresión diferente sujeta una cámara ante el ojo, parece tranquilo, casi sonríe. Mientras los demás son espectadores pasivos, obviamente alarmados, poseer una cámara ha transformado a la persona en algo activo, un voyeur: sólo él ha dominado la situación. ¿Qué ven esas personas? No lo sabemos. Y no importa. Es un acontecimiento: algo digno de verse, y por lo tanto digno de fotografiarse. El texto del anuncio, letras blancas sobre el oscuro tercio inferior de la imagen como el despacho noticioso de un teletipo, consiste sólo en seis palabras: “... Praga... Woodstock... Vietnam... Sapporo... Londonderry... Leica”. Esperanzas frustradas, humoradas juveniles, guerras coloniales y deportes de invierno son semejantes: la cámara los iguala. Hacer fotografías ha implantado en la relación con el mundo un voyeurismo crónico que uniforma la significación de todos los acontecimientos.
Una fotografía no es el mero resultado del encuentro entre un acontecimiento y un fotógrafo; hacer imágenes es un acontecimiento en sí mismo, y uno que se arroga derechos cada vez más perentorios para interferir, invadir o ignorar lo que esté sucediendo. Nuestra percepción misma de la situación ahora se articula por las intervenciones de la cámara. La omnipresencia de las cámaras insinúa de modo persuasivo que el tiempo consiste en acontecimientos interesantes, dignos de fotografiarse. Esto a su vez permite sentir fácilmente que a cualquier acontecimiento, una vez en marcha, y sea cual fuere su carácter moral, debería permitírsele concluir para que algo más pueda añadirse al mundo, la fotografía. Una vez terminado el acontecimiento, la fotografía aún existirá, confiriéndole una especie de inmortalidad (e importancia) de la que jamás habría gozado de otra manera. Mientras personas reales están por ahí matándose entre sí o matando a otras personas reales, el fotógrafo permanece detrás de la cámara para crear un diminuto fragmento de otro mundo: el mundo de imágenes que procura sobrevivir a todos.
Fotografiar es esencialmente un acto de no intervención. Parte del horror de las proezas del fotoperiodismo contemporáneo tan memorables como las de un bonzo vietnamita que coge el bidón de gasolina y un guerrillero bengalí que atraviesa con la bayoneta a un colaboracionista maniatado proviene de advertir cómo se ha vuelto verosímil, en situaciones en las cuales el fotógrafo debe optar entre una fotografía y una vida, optar por la fotografía. La persona que interviene no puede registrar; la persona que registra no puede intervenir. La gran película de Dziga Vertov, Cielovick’s Kinoapparatom (El hombre de la cámara, 1929), nos brinda la imagen ideal del fotógrafo como alguien en movimiento perpetuo, alguien que atraviesa un panorama de acontecimientos dispares con tal agilidad y celeridad que toda intervención es imposible. Rear Window (La ventana indiscreta, 1954) de Hitchcock nos brinda la imagen complementaria: el fotógrafo interpretado por James Stewart entabla una relación intensa con un suceso a través de la cámara precisamente porque tiene una pierna rota y está confinado a una silla de ruedas; la inmovilidad temporal le impide intervenir en lo que ve, y vuelve aún más importante hacer fotografías. Aunque sea incompatible con la intervención física, el empleo de la cámara sigue siendo un modo de participación. Aunque la cámara sea un puesto de observación, el acto de fotografiar es algo más que observación pasiva. Como el voyeurismo sexual, es una manera de alentar, al menos tácitamente, a menudo explícitamente, la continuación de lo que esté ocurriendo. Hacer una fotografía es tener interés en las cosas tal como están, en un statu quo inmutable (al menos por el tiempo que se tarda en conseguir una “buena” imagen), ser cómplice de todo lo que vuelva interesante algo, digno de fotografiarse, incluido, cuando ése es el interés, el dolor o el infortunio de otra persona.
“Siempre me pareció que la fotografía era una cosa traviesa; para mí fue uno de sus aspectos favoritos –escribió Diane Arbus–, y cuando lo hice por primera vez me sentí muy perversa.” Ser fotógrafo profesional puede parecer “travieso”, por usar la expresión pop de Arbus, si el fotógrafo busca temas considerados escandalosos, tabúes, marginales. Pero los temas traviesos son más difíciles de encontrar hoy día. ¿Y cuál es exactamente el aspecto perverso de la fotografía? Si los fotógrafos profesionales a menudo tienen fantasías sexuales cuando están detrás de la cámara, quizá la perversión reside en que estas fantasías son verosímiles y muy inapropiadas al mismo tiempo. En Blow-up (1966), Antonioni muestra al fotógrafo de modas rondando convulsivo el cuerpo de Verushka mientras suena la cámara. ¡Vaya travesura! En efecto, el empleo de una cámara no es buen modo de tentar a alguien sexualmente. Entre el fotógrafo y el tema tiene que mediar distancia. La cámara no viola, ni siquiera posee, aunque pueda atreverse, entrometerse, invadir, distorsionar, explotar y, en el extremo de la metáfora, asesinar: actividades que, a diferencia de los empujes y tanteos sexuales, pueden realizarse de lejos, y con alguna imparcialidad.
Hay una fantasía sexual mucho más intensa en la extraordinaria Peeping Tom (1960) de Michael Powell, una película que no trata de un mirón sino de un psicópata que mata a las mujeres al fotografiarlas, con un arma escondida en la cámara. Nunca jamás las toca. No desea sus cuerpos; quiere la presencia de esas mujeres en forma de imágenes fílmicas –las que las muestran en trance de muerte– que luego proyecta en su casa para su goce solitario. La película supone correspondencias entre la impotencia y la agresión, la mirada profesional y la crueldad, que señalan la fantasía central relacionada con la cámara. La cámara como falo es a lo sumo una tímida variante de la ineludible metáfora que todos emplean sin advertirlo. Por brumosa que sea nuestra conciencia de esta fantasía, se la nombra sin sutilezas cada vez que hablamos de “cargar” y “apuntar” una cámara, de “apretar el disparador”.
Era más complicado y difícil recargar una cámara antigua que un mosquete Bess marrón. La cámara moderna quiere ser una pistola de rayos. Se lee en un anuncio: “La Yashica Electro-35 es la cámara de la era espacial que encantará a su familia. Haga hermosas fotos de día o de noche. Automáticamente. Sin complicaciones. Sólo apunte, enfoque y dispare. El cerebro y obturador electrónicos de la GT harán el resto”.
La cámara, como el automóvil, se vende como un arma depredadora, un arma tan automática como es posible, lista para saltar. El gusto popular espera una tecnología cómoda e invisible. Los fabricantes confirman a la clientela que fotografiar no requiere pericia ni habilidad, que la máquina es omnisapiente y responde a la más ligera presión de la voluntad. Es tan simple como encender el arranque o apretar el gatillo.
Como las armas y los automóviles, las cámaras son máquinas que cifran fantasías y crean adicción. Sin embargo, pese a las extravagancias de la lengua cotidiana y la publicidad, no son letales. En la hipérbole que publicita los automóviles como armas hay al menos un asomo de verdad: salvo en tiempos de guerra, los automóviles matan a más personas que las armas. La cámara/arma no mata, así que la ominosa metáfora parece un mero alarde, como la fantasía masculina de tener un fusil, cuchillo o herramienta entre las piernas. No obstante, hay algo depredador en la acción de hacer una foto. Fotografiar personas es violarlas, pues se las ve como jamás se ven a sí mismas, se las conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente. Así como la cámara es una sublimación del arma, fotografiar a alguien es cometer un asesinato sublimado, un asesinato blando, digno de una época triste, atemorizada.
Primera parte del libro "Cómo se lee la literatura" de Julian Moreiro
PRIMERA PARTE: El lector ante el texto
Fuente: Julian Moreiro. Cómo leer textos literarios. Madrid: Edaf, 1996.
Toda creación transforma las circunstancias persona¬les o sociales en obras insólitas. El hombre es el olmo que da siempre peras increíbles. OCTAVIO PAZ
1. LA ESCRITURA Y SUS ALEDAÑOS
1.1. REALIDAD Y LITERATURA
Llamamos literatura al conjunto de obras escritas o trasmitidas oralmente que la tradición considera dignas de aprecio artístico. En sus páginas están contenidas la biografía íntima y la memoria de la humanidad. Nada más real, pues, que la literatura, «una defensa contra las ofensas de la vida» en palabras del poeta italiano Cesare Pavese.
Claro que, para evitar equívocos, conviene que aclaremos el sentido que tiene el término realidad. La tendencia a aplicarlo sólo a lo aparente y externo, a lo que se ve y se sufre o se disfruta directamen¬te, reduce sin necesidad su significado: la realidad está también en lo que el hombre desea, lo que sueña, lo que quisiera poseer, lo que se deja en el camino y lo que quién sabe si le espera al volver de una esquina. Y cuántas veces esa otra realidad termina por revelarse más trascendente que la única que creemos tener.
En el discurso pronunciado al recibir un premio literario, el nove¬lista español Javier Marías justificaba la necesidad de la literatura (de escribirla y de leerla) por estar inmersa en ese ámbito interior al que no siempre prestamos la atención que merece:
Cuando se habla de la vida de un hombre o de una mujer, cuando se hace recapitulación o resumen, cuando se relata su historia o su biografía, sea en un diccionario, o en una enciclopedia o en una cróni¬ca o charlando entre amigos, se suele relatar lo que esa persona llevó a cabo y lo que le pasó efectivamente. Todos tenemos en el fondo la misma tendencia, es decir, a irnos viendo en las diferentes etapas de nuestra vida como el resultado y el compendio de lo que nos ha ocu¬rrido y de lo que hemos logrado y de lo que hemos realizado, como si fuera tan sólo eso lo que conforma nuestra existencia. Y olvidamos casi siempre que las vidas de las personas no son sólo eso: cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desper¬dicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcanzamos, de las numerosas posibilidades que en su mayoría no llegaron a realizarse —todas menos una, a la postre—, de nuestras vacilaciones y nuestras ensoñaciones, de los proyectos frustrados y los anhelos falsos o tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado; quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser.
Y me atrevo a pensar que es precisamente la ficción la que nos cuenta eso, o mejor dicho, la que nos sirve de recordatorio de esa dimensión que solemos dejar de lado a la hora de relatarnos y expli¬carnos a nosotros mismos.
[JAVIER MARÍAS: «LO que no sucede y sucede», en El País, 12 de agosto de 1995]
Vista así, la literatura resulta ser un método de indagación y conocimiento. El trabajo del artista empeñado en esa tarea inmensa queda definido con las palabras de otro escritor, el poeta José Ángel Váleme (el término poesía debe entenderse aquí en su sentido más amplio, como equivalente a creación artística en general):
Lo dado, lo experimentado, la experiencia, puede conocerse de modo analítico, estudiando su carácter y origen e incluyéndolo en un mecanismo total cuyas leyes cumple o permite establecer (conocimiento científico). Lo que el científico trata de fijar en la experiencia es lo que hay en ella de repetible, lo que puede capacitarle para repro¬ducir una cadena determinada de experiencias a fin de obtener un determinado tipo de efectos previsibles. Pero la experiencia puede ser conocida en su particular unicidad, en su compleja síntesis (conoci¬miento poético). Al poeta no le interesa lo que la experiencia pueda revelar de constante sujeta a unas leyes, sino su carácter único, no legislable, es decir, lo que hay en ella de irrepetible y fugaz [...]
El hombre, sujeto de la compleja síntesis de la experiencia, queda envuelto en ella. La experiencia es tumultuosa, riquísima y, en su ple¬nitud, superior a quien la protagoniza. En gran parte, en parte enorme, rebasa la conciencia de éste. Sabido es que los grandes (felices o terribles) acontecimientos de la vida pasan, suele decirse, «casi sin que nos demos cuenta». Precisamente sobre ese inmenso campo de realidad experimentada pero no conocida opera la poesía. Por eso toda poesía es, ante todo, un gran caer en la cuenta.
[JOSÉ ÁNGEL VALENTE: Las palabras de la tribu, Siglo XXI, Madrid, 1971, págs. 5-6]
Ahora bien: la poesía, la literatura, no siempre muestra en primer plano los lazos que la atan estrechamente a la realidad; más aún, no lo hace casi nunca. De ahí que la lectura atenta y rigurosa se convierta también en un caer en la cuenta del verdadero significado del texto, un descubrimiento de la capacidad del creador para explicar¬nos el mundo.
Sucede que el texto literario nos llega como obra acabada y en él se ha producido ya una trasformación de las cosas, a cuyo proceso no nos es posible asistir: la realidad visible se ha difuminado, convertida en realidad poética. Cualquier lector sabe que en el texto el mundo no aparece como estamos acostumbrados a verlo. Y sin embargo, está:
La realidad es indispensable al poeta, pero en sí sola no es sufi¬ciente. Lo real es crudo. El mundo es una posibilidad, pero es incom¬pleto y perfectible [...] El poeta tiene que revisar, confirmar y aprobar la realidad. Y el poeta la confirma o recrea por medio de la palabra, con sólo ponerla en palabras [...] Es erróneo decir que el poeta no vive en la realidad: vive en ella más que nadie, más que el banquero o el médico. Le duele más porque él es particularmente sensible a ella. El poeta se nutre de realidad, lo mismo que el cuerpo humano de aire: el hombre respira el aire, no podría vivir sin él, y lo mismo le pasa al poeta con la realidad. Se trata aquí de dos realidades existentes: ¿en qué forma operan? El poeta absorbe la realidad, pero, al absorberla, reacciona contra ella; lo mismo que el aire se exhala después de pasar por una transformación química en los pulmones, la realidad vuelve también al mundo transformada, en parte, por la operación poética.
[PEDRO SALINAS: «La reproducción de la realidad», en Ensayos completos, I, Taurus, Madrid, 1983, pág. 1911
Recapitulemos: en el empeño de perfeccionar y transformar la realidad (el afán más humano que existe; si se prefiere, es el empeño que nos hace humanos), el creador se convierte en artífice de un mundo nuevo. En él, la experiencia no está sometida a leyes constatables —eso sólo sucede en la vida que aparentemente vivimos y contamos—, sino que está sujeta a hormas artísticas; esto no debe olvidarse si no se quiere cometer el error de confundir realidad expe¬rimental con realidad literaria: la primera es objetiva, precisa, conta¬ble; la segunda es inaprensible y sugerente.
En ese mundo nuevo se guardan las opciones que no tomamos, los amores que no disfrutamos, las aventuras en las que no participamos... Es, en suma, el depositario de lo que, por no haber sido, nos ha hecho como somos. Por eso al leer un libro caemos en la cuenta de que en ese espacio recreado, devuelto a la apariencia por obra del poeta, están los datos que tantas veces echamos en falta cuando trata¬mos de entendernos mejor a nosotros mismos.
En fin: si la literatura está en la raíz misma de lo real, leer y escribir no pueden ser sino tareas de primera necesidad.
1.2. LITERATURA Y CULTURA
La historia de la literatura pone a nuestro alcance autores y obras fundamentales para entender mejor la identidad de un país. Porque, entre los rasgos que definen la cultura de un pueblo (modo de actuar y de pensar, manera de enfrentarse a la vida, costumbres y tradiciones), a la literatura le cabe un papel destacado: viene a ser un archivo de cuanto, a lo largo de los siglos, ha contribuido a modelar el presente.
Cuando hablamos de cultura no nos referimos a una realidad única, definida. Es un término que admite matices, y algunos son además contradictorios: los españoles tenemos, sin duda, rasgos que nos caracterizan como colectividad; por otra parte, somos parecidos a los ciudadanos de muchos otros países, con quienes compartimos experiencias, y, al mismo tiempo, ciertas notas relevantes distinguen, sin salir de España, a los habitantes de unas regiones y otras. ¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de cultura? De las tres cosas; pero conviene tener presente que la buena salud cultural se aviene mal con cualquier afán exclusivista.
Las identidades regionales, incluso las locales, si las hay, no son sino variaciones más o menos peculiares de una gran realidad común: las que integramos, al borde del siglo XXI, quienes pertenecemos a la llamada cultura occidental. Ya no cabe ser otra cosa que ciu¬dadanos del mundo, por más que encontremos a veces dificultades para dejar de ser provincianos. Pues bien: de todo ese conjunto de similitudes y diferencias da testimonio la historia de los libros.
Conocer nuestra literatura sirve tanto para reafirmarnos en lo que nos singulariza como para reconocernos unidos a tantos otros, más allá de toda frontera. Compartimos un entramado de ficciones semejantes, en las que la humanidad ha ido dejando el testimonio no sólo de lo que ha sido, sino también de lo que hubiera querido ser. La lite¬ratura es un seno gigantesco al que lectores y escritores estamos uni-dos por el cordón umbilical de la imaginación, cosa que sabemos todos desde que en nuestra niñez nos fascinaron los cuentos:
Es curioso que este oficio de contar cuentos sea uno de los más viejos del mundo, si no el más, como si la necesidad de fabulación del hombre hubiera nacido con él, como si en el mismo instante en que adquiere conciencia de la realidad, necesitara salirse de ella, situarse a distancia, quizá comprenderla. Los historiadores de las reli¬giones tienen en los cuentos una copiosa fuente de información, suje¬ta a las más variadas interpretaciones. Y sean cuales fueren las con¬clusiones a las que lleguen, el punto de partida parece indiscutible; al hombre no le basta la vida. Nunca le ha bastado [...]
Cada vez que un contador de cuentos toma la palabra parece que el mundo parte de cero, y su auditorio se ínstala en la ignorancia para, al ir escuchando, ir aprendiendo, ir entendiendo. Ciertamente, el con¬tador de cuentos tiene en ese momento el mundo en sus manos. La realidad se va esfumando mientras él desarrolla el relato y ofrece esa otra realidad donde se producen hechos extraordinarios, donde, casi siempre, se rompen las fronteras del tiempo y se superan las limita¬ciones de la vida, porque el objetivo máximo, la meta del cuento, es alcanzar la inmortalidad. Acaso la necesidad de fabulación del hom¬bre sea más fuerte que su necesidad de dar testimonio de la realidad. Es, desde luego, más antigua.
[SOLEDAD PUÉRTOLAS: La vida oculta, Anagrama, Barcelona, 1993, págs. 27-28]
En la literatura está la memoria colectiva, sí. Pero la herencia cultural se la debemos también a personajes singulares que se ele¬van del conjunto y sobresalen como eminencias. Son figuras que surgen muy de tiempo en tiempo y que son capaces de expresarse en nombre de todos; faros que alumbran el camino de la colectividad: los clásicos.
En un mundo como el nuestro, tan devoto de la modernidad, tan fanático de las novedades, un prejuicio nos hace ver a los clásicos como seres lejanos y ajenos. Muchas personas creen que un escritor contemporáneo ha de estar, por fuerza, más próximo a sus intereses; pero esa creencia ignora que nada se nos acerca tanto como aquello que nos toca íntimamente. Y eso no depende del tiempo sino de la capacidad de un escritor para ponerse a nuestro lado. O para llevar¬nos al suyo.
No es posible leer El Quijote o La Celestina, ahora mismo, sin sentirse aludido, señalado, descubierto hasta la desnudez por sus autores. No importa cuándo vivieron: su contemporaneidad se renue¬va a cada instante, con cada nueva generación de lectores, porque supieron atrapar en sus obras lo que en los humanos hay de perma¬nente: generosidad y miedo, esperanza y abatimiento, amor y odio, mezquindad y nobleza... Los clásicos no son sólo buenos compañe¬ros de viaje: son amistades imprescindibles.
¿Qué es un autor clásico? Un autor clásico es un reflejo de nues¬tra sensibilidad moderna. La paradoja tiene su explicación: Un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones. Complemento de la anterior defini¬ción: Un autor clásico es un autor que siempre se está formando. No han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la poste¬ridad. No ha escrito Cervantes el Quijote, ni Garcilaso las Églogas, ni Quevedo los Sueños. El Quijote, las Églogas, los Sueños los han ido escribiendo los diversos hombres que, a lo largo del tiempo, han ido viendo reflejada en esas obras su sensibilidad. Cuanto más se presta al cambio, tanto más vital es la obra clásica.
[AZORÍN: Lecturas españolas. Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1964, pág. 12]
1.3. LITERATURA Y TRADICIÓN
Lo ha dicho el novelista argentino Ernesto Sábalo de manera exacta: un creador «es un hombre que en algo "perfectamente" cono¬cido encuentra aspectos desconocidos». Obsérvese bien: la tarea del escritor es encontrar una forma diferente de mirar lo ya conocido.
En efecto, la literatura es posible porque se genera en un marco de experiencias, ideas y formas heredadas que constituyen la tradición. Un acto de creación absoluta, desligado de toda referencia, es impensable. Otra cosa es que el escritor deba dejar en su obra un sello peculiar: ese aire personal que trasluce todo producto artístico; la originalidad.
El concepto de originalidad, tal como hoy lo entendemos, es reciente: nació con los románticos, a principios del siglo XIX, como fruto del orgullo artístico y del deseo de alejarse de cualquier modelo. En cambio, para un hombre del Renacimiento, por ejemplo, el artista era más virtuoso cuanto más lograba acercarse a sus modelos; llevada esa idea al extremo, se conoce el caso de algún escultor que enterró su obra para poder descubrirla en una excavación y presen¬tarla como antigüedad romana...
Más allá de los cambios de sensibilidad, antes y después del Romanticismo, la literatura se ha insertado siempre en una tradición consolidada. Lo prueba la existencia de tópicos: temas, ideas o elementos que se repiten hasta convertirse en lugares comunes. Muchos de ellos han sobrevivido a los siglos y las revoluciones estéticas: «la vida como sueño», «la fugacidad del tiempo», la existencia como «río que va a dar en la mar del morir», la búsqueda de una «vida sosegada en contacto con la naturaleza»... son enunciados de temas constantes en la literatura española y occidental. Dibujan lazos que nos unen con el pasado, contribuyen a desvelar el presente y definen la tarea del creador: acrecentar el patrimonio heredado con su aporta¬ción personal:
En toda expresión poética, en toda obra literaria y artística, se com¬binan dos elementos contradictorios: tradición y novedad. El poeta que sólo se atuviese a la tradición podría crear una obra que de momento sedujese a sus contemporáneos, pero que no resistiría al paso del tiempo; el poeta que sólo se atuviese a la novedad podría igualmente crear una obra, por caprichosa y errática que fuese, que tampoco dejaría en ciertas circunstancias de atraer a sus contemporáneos, aunque tampoco resistiría al paso del tiempo. Es necesario que el poeta, haciendo suya la tradición, vivificándola en él mismo, la modifique según la experiencia que le depara su propio existir, en el cual entra la novedad, y así se combinan ambos elementos. Hay épocas en que el elemento tradicional es más fuerte que la novedad, y son épocas académicas; hay otras en que la novedad es más fuerte que la tradición, y son épocas modernis¬tas. Pero sólo por la vivificación de la tradición al contacto de la nove¬dad, pueden surgir obras que sobrevivan a su época.
[LUIS CERNUDA: Estudios sobre poesía española contemporánea, Guadarrama, Madrid, 1975, pág. 11]
De estas cuestiones nos ocuparemos en el capítulo 11. Añadamos ahora que, entre los elementos que conforman la tradición, ninguno es tan poderoso, tan vivificador como la lengua, que es, al decir de Octavio Paz, la única patria del escritor.
La literatura no dispone de otro instrumento de trabajo. A través del idioma, el creador se vincula con quienes fueron conformándolo a lo largo del tiempo, y en primer lugar con los clásicos. Caja de resonancia en que confluyen todas las voces, el genio de la lengua dice cómo somos y de dónde venimos y nos comunica dudas y certezas, hábitos y formas de analizar la realidad: eso que constituye una deter-minada visión del mundo. La herencia lingüística es tan importante que ha llegado a considerarse como la verdadera sangre del creador:
La tradición, para el escritor, no consiste tanto en un repertorio de ideas, creencias, sentires y «géneros literarios», cuanto en el «color», en la fisonomía de esa lengua con que se las arregla (no en el plano gramatical y fonético, que es neutral, sino en el nivel estilístico, en el uso establecido). Las palabras, melodías, ritmos, tonos, giros retóri¬cos y repertorios de imágenes que elegirá si usar o no usar, no se le ofrecen simplemente como algo vigente en su comunidad social, sino, con resonancia desde lejos, como algo vigente entre los demás escri¬tores —de los cuales los contemporáneos son sólo una parte, y no siempre la más importante—.
La «tradición», pues, es el modo como el escritor encuentra que se le aparece su propia lengua —insisto, no como sintaxis y sonido, sino como costumbres de empleo—, con determinadas ofertas y mise¬rias, con peculiares facilidades y dificultades, con modelos y vacíos.
[JOSÉ MARÍA VALVERDE; La literatura, Montesinos, Barcelona, 1982, págs. 65-66]
1.4. PARA QUIÉN SE ESCRIBE
Una vieja discusión plantea si la literatura ha de ponerse al alcance de la mayoría o si es, por su condición, necesariamente minoritaria. Las opiniones se han expresado a veces con mucha contundencia: el poeta Juan Ramón Jiménez colocó al frente de alguno de sus libros este lema: «A la minoría, siempre»; años después, otro poeta, Blas de Otero, le replicó hablando de «la inmensa mayoría». Entre ambas posturas había casi medio siglo; pero, más que el tiempo, las distanciaban la perspectiva, la actitud estética y las convicciones personales.
Estamos, pues, ante un problema ideológico. Por otra parte, es una cuestión ajena al acto mismo de la creación y se suscita en el entorno de la literatura, no en su mismo centro. El escritor escribe siempre para un receptor múltiple y atemporal, del que, quizá, destaca el perfil de un lector ideal, a su medida. Pero, al analizar el hecho literario, al teórico se le plantean algunas dudas: esa voz del creador, adobada de empeño artístico, ¿puede estar al alcance de cualquiera? ¿Debe estarlo? ¿O es inútil pretender que las masas la acepten y la entiendan?
Antonio Machado tenía, en 1931, una conciencia clara de la tarea educadora, casi evangélica, del intelectual:
Yo no creo en una próxima edad frígida que excluya la actividad del poeta. Que el mundo venidero haya de ser, como supone Spengler, el de una civilización fría, puramente intelectualista y técnica, me parece una afirmación temeraria. Tampoco la aspiración de las masas hacia el poder y hacia el disfrute de los bienes del espíritu ha de ser, necesariamente, como muchos suponen, una ola de barbarie que anegue la cultura y la arruine. No está probado [...] que una difu¬sión de la cultura suponga una ineluctable degradación de la misma. Difundir la cultura no es repartir un caudal limitado entre los muchos, para que nadie lo goce por entero, sino despertar las almas dormidas y acrecentar el número de los capaces de espiritualidad.
Por lo demás, la defensa de la cultura como privilegio de clase, implica, a mi juicio, defensa inconsciente de lo ruinoso y muerto y, más que de valores actuales, defensa de prestigios caducados.
[ANTONIO MACHADO: borrador de su discurso de ingreso
en la Real Academia, en Los complementarios,
Losada, Buenos Aires, 1968, pág. 123]
Vivimos otra época y no parece que la frialdad sea una nota característica de nuestra civilización. Tampoco cabe hablar de masas ignorantes; pero una serie de circunstancias han ido provocando el descrédito de la literatura: una enseñanza poco atractiva, un rechazo social por lo que carece de utilidad inmediata para el consumo, una tendencia a la comodidad... La literatura, la buena literatura, es apta para todos los públicos, pero no siempre los públicos están dispuestos a aceptarla. Asediados por ofertas innumerables y seductoras, los ciudadanos no muestran hoy especial predilección por los textos literarios. Les resulta más cómodo dejarse fascinar por la imagen o engancharse a una de esas historias esquemáticas y previsibles que caracterizan a los libros de gran tirada, confeccionados para el éxito, y que alguien ha dicho que integran una literatura del prêt à porter.
¿Significa eso que la buena literatura ha de ser un fenómeno de minorías? No lo creemos. Y, en todo caso, ofrece un saludable refugio para el hombre contemporáneo. Sí el lector quiere, nada más fácil que recuperar la inocencia perdida: un libro abierto en la tranquilidad de una tarde cualquiera desmiente todos los prejuicios. Nos habla directamente, sin más intermediario que la imaginación, de cosas que nos conciernen. El escritor, en ese momento, escribe exclusivamente para nosotros.
Esa escena íntima dibuja el único escenario seguro para la trascendencia del texto literario. En ocasiones, intelectuales y escritores, animados por nobles empeños revolucionarios, han creído que la lite¬ratura podía cambiar la sociedad; puede que algunas personas todavía lo crean, desafiando todo escepticismo. Pero si es difícil que los libros modifiquen la organización de toda una colectividad, sí pueden trasformar a un lector solitario que, una tarde cualquiera, se siente íntimamente aludido por un verso exacto, por un relato miste¬rioso o por una vibrante réplica teatral.
1.5. LA LITERATURA COMO NECESIDAD
«La literatura es el único medio de proyección personal del hombre», ha escrito el filósofo Julián Marías. Se proyecta el lector, desde luego, pero, en primer lugar, ese vertido de intimidad alude al escri¬tor. Por eso se habla en ocasiones del proceso creador como un acto de máxima tensión, de vaciado, que extenúa.
Como lectores, nos interesa más el producto que recibimos. Ante él podemos hacernos muchas preguntas; una de las imprescindibles es ésta: ¿qué deja de sí mismo el creador en aquello que escribe? ¿Y dónde? ¿En cada página, en sus personajes, sólo en las apreciaciones del narrador...? Sin duda, el escritor se deja en el texto una parte importante de lo que es y de lo que desearía ser (muchos pensadores, Unamuno entre otros, han dicho que eso, lo que desearíamos, es lo que verdaderamente somos). Pero no lo deja tanto en la superficie de las historias que cuenta o en los rasgos aparentes de sus criaturas como en el sustrato que lo sostiene todo.
Digamos que en el texto literario hay dos niveles de edificación: el más inmediato, el que los lectores percibimos al pronto, y otro más profundo, equivalente a los cimientos, donde residen las convicciones que sustentan y explican la obra artística: es ahí donde, de veras, está el creador. Por eso pudo decir el novelista francés Gustave Flaubert, preguntando sobre el posible modelo real de su criatura de fic-ción Emma Bovary: «Madame Bovary soy yo.» Tenía toda la razón.
El escritor no hace sino perseguir su realidad más íntima, hasta para él mismo desconocida, en todo lo que escribe. Así considerada, la obra literaria es un proyecto, una búsqueda, aun cuando parezca hablar de realidades alejadas de la persona, imaginarias e imposibles: el creador siempre se busca entre la niebla y la duda. Jorge Luis Borges, escritor argentino, plasmó esa convicción en esta breve pero fas-cinante historia:
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
[J. L. BORGES: Obras completas, vol. II, Círculo de lectores, Barcelona, 1992, pág. 451]
Esa dimensión íntima y egocéntrica del texto literario es, paradó¬jicamente, la que le confiere la capacidad de implicar al lector: es una realidad tan profundamente enraizada en lo humano que no puede ser ajena a nadie; es un puente que se tiende hacia el conoci¬miento y también hacia el placer compartido:
No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supo¬ne la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.
[JEAN PAUL SARTRE: ¿ Qué es la literatura ?, Losada. Buenos Aires, 1967, pág. 68]
1.6. LA LITERATURA Y EL LECTOR
Esa busca de apartamiento, cuando llega el momento de la lectura, en algo se toca con el impulso que lleva a los enamorados hacia las soledades para sus pláticas. El lector se recrea con el libro; pero para eso tiene que re-crearlo él. Anatole France decía que en fin de cuentas un libro tiene tantos ejemplares como lectores: aludía a ese acto de mutua posesión y entrega incluso en la lectura profunda. Va el leer mejor más allá del enterarse, del entender, del disfrutar: es recibir y vivirse reviviendo. Y así el creador del libro se siente seguido en los siglos por un largo séquito de recreados y recreadores, participantes todos en la faena de mantener la obra en vida. Es probable que así como el agua del Ganges o del Amazonas no ha parado de correr. desde su origen, haya habido ciertos libros que no dejaron de ser leídos ni un solo día, desde que se escribieron, por ojos humanos tras ojos humanos, en los lugares más distanciados de la tierra. Que en estos momentos haya alguien que reviva a Helena en su Troya, a Fausto en su laboratorio, a Emma Bovary en su provincia, y haciéndolo, se convierta momentáneamente en una onda de esos enormes caudales alum¬brados por Homero, Goethe o Flaubert, la vida incesante del libro, misión encargada a sus lectores sucesivos. Para mí, si el lector se incli¬na a retraerse cuando va a leer, es porque se siente encaminado a un acto de amorosa comunicación, al que conviene cierto recato.
[PEDRO SALINAS: El defensor. Alianza Editorial, Madrid, 1983, pág. 191]
Retengamos una idea, sobre la que volveremos más adelante: leer es re-crear. No es lector quien se contenta con descifrar unos signos y captar un mensaje ajeno sin poner nada de sí para solidarizarse con él, rechazarlo o matizarlo y, sobre todo, para relacionarlo con su pro¬pia experiencia y con sus saberes anteriores a la lectura. Leer es un proceso de ida y vuelta porque la escritura es una pregunta constante que exige constantes respuestas por parte de quien lee. Sólo si se da tal circunstancia puede producirse ese acto de comunicación denso, rico, emotivo, que Pedro Salinas tilda de acto amoroso.
Cuando el lector se enfrenta con el libro, decimos, tiene el privilegio de recrearlo. Ello asegura la pervivencia de la literatura y expli¬ca, por ejemplo, que El Quijote siga dando lugar a nuevas interpreta¬ciones tras una ingente cantidad de estudios dedicados a interpretar¬lo. Se ha dicho que, si bien la escritura finaliza cuando el escritor abandona la pluma (habrá que ir pensando en decir el teclado del ordenador), la literatura no hace sino empezar entonces: cuando comienza la lectura. Que es, como sabemos, una actividad capaz de colocarnos a la altura del creador: uno de los más altos destinos que pueden ofrecérsenos, pues es oficio de dioses.
Además, la lectura es una herramienta que contribuye a vertebrar la sociedad alrededor de una experiencia común. Si los miembros de un grupo tienen lecturas comunes (lo que sucederá siempre que existan lectores, pues es seguro que hallarán espacios para la coinciden-cia), se encontrarán en un mundo de referencias compartidas. Eso permite desde llenar la conversación de sobrentendidos y alusiones (citar unos versos, mencionar a grandes personajes o decirle a un amigo «cada vez creo menos en eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor»), hasta sentirse amparados por las ideas, creencias, aspira¬ciones, etc., que constituyen la riqueza espiritual de una sociedad. En suma, leer es una actividad que favorece la concordia y la solida¬ridad.
Ahora bien, para participar de esa experiencia decisiva, el lector necesita recursos, saberes técnicos, costumbres y hábitos; es decir, debe contar con un buen equipaje. Para que nada se interponga entre el lector y el libro, estas páginas se ofrecen como intermediario por un momento, en tanto se hace posible ese apartamiento amoroso del que hablaba el poeta para salir de uno mismo y entrar en contacto con quienes nos hablan desde lejos;
La escritura representa la posibilidad de oír otra voz que no sea la propia, o la del otro que, desde el mismo presente, nos habla. La escri¬tura es, pues, la presencia de otro pasado que no es el propio, un pasado que no sólo puede tener la misma dimensión que el nuestro, sino que, como historia, llega infinitamente más lejos. Y ese pasado histórico, o sea, ese pasado sin otra sujeción al presente que las letras que lo «trans¬criben», es una vez más la ruptura de los límites de nuestro propio tiempo y la ruptura de la monotonía de nuestro propio lenguaje.
No habría escritura que pudiese aglutinar la experiencia de la que es símbolo, sin ese lector que es, en lo más personal de su ser, un len¬guaje; pero tampoco habría lector si éste no supiese romper el cerco de su mundo personal con las voces que, a través de las letras, le llegan.
[EMILIO LLEDÓ: El surco del tiempo. Círculo de Lectores, Barcelona, 1994, pág. 108)
Fuente: Julian Moreiro. Cómo leer textos literarios. Madrid: Edaf, 1996.
Toda creación transforma las circunstancias persona¬les o sociales en obras insólitas. El hombre es el olmo que da siempre peras increíbles. OCTAVIO PAZ
1. LA ESCRITURA Y SUS ALEDAÑOS
1.1. REALIDAD Y LITERATURA
Llamamos literatura al conjunto de obras escritas o trasmitidas oralmente que la tradición considera dignas de aprecio artístico. En sus páginas están contenidas la biografía íntima y la memoria de la humanidad. Nada más real, pues, que la literatura, «una defensa contra las ofensas de la vida» en palabras del poeta italiano Cesare Pavese.
Claro que, para evitar equívocos, conviene que aclaremos el sentido que tiene el término realidad. La tendencia a aplicarlo sólo a lo aparente y externo, a lo que se ve y se sufre o se disfruta directamen¬te, reduce sin necesidad su significado: la realidad está también en lo que el hombre desea, lo que sueña, lo que quisiera poseer, lo que se deja en el camino y lo que quién sabe si le espera al volver de una esquina. Y cuántas veces esa otra realidad termina por revelarse más trascendente que la única que creemos tener.
En el discurso pronunciado al recibir un premio literario, el nove¬lista español Javier Marías justificaba la necesidad de la literatura (de escribirla y de leerla) por estar inmersa en ese ámbito interior al que no siempre prestamos la atención que merece:
Cuando se habla de la vida de un hombre o de una mujer, cuando se hace recapitulación o resumen, cuando se relata su historia o su biografía, sea en un diccionario, o en una enciclopedia o en una cróni¬ca o charlando entre amigos, se suele relatar lo que esa persona llevó a cabo y lo que le pasó efectivamente. Todos tenemos en el fondo la misma tendencia, es decir, a irnos viendo en las diferentes etapas de nuestra vida como el resultado y el compendio de lo que nos ha ocu¬rrido y de lo que hemos logrado y de lo que hemos realizado, como si fuera tan sólo eso lo que conforma nuestra existencia. Y olvidamos casi siempre que las vidas de las personas no son sólo eso: cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desper¬dicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcanzamos, de las numerosas posibilidades que en su mayoría no llegaron a realizarse —todas menos una, a la postre—, de nuestras vacilaciones y nuestras ensoñaciones, de los proyectos frustrados y los anhelos falsos o tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado; quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser.
Y me atrevo a pensar que es precisamente la ficción la que nos cuenta eso, o mejor dicho, la que nos sirve de recordatorio de esa dimensión que solemos dejar de lado a la hora de relatarnos y expli¬carnos a nosotros mismos.
[JAVIER MARÍAS: «LO que no sucede y sucede», en El País, 12 de agosto de 1995]
Vista así, la literatura resulta ser un método de indagación y conocimiento. El trabajo del artista empeñado en esa tarea inmensa queda definido con las palabras de otro escritor, el poeta José Ángel Váleme (el término poesía debe entenderse aquí en su sentido más amplio, como equivalente a creación artística en general):
Lo dado, lo experimentado, la experiencia, puede conocerse de modo analítico, estudiando su carácter y origen e incluyéndolo en un mecanismo total cuyas leyes cumple o permite establecer (conocimiento científico). Lo que el científico trata de fijar en la experiencia es lo que hay en ella de repetible, lo que puede capacitarle para repro¬ducir una cadena determinada de experiencias a fin de obtener un determinado tipo de efectos previsibles. Pero la experiencia puede ser conocida en su particular unicidad, en su compleja síntesis (conoci¬miento poético). Al poeta no le interesa lo que la experiencia pueda revelar de constante sujeta a unas leyes, sino su carácter único, no legislable, es decir, lo que hay en ella de irrepetible y fugaz [...]
El hombre, sujeto de la compleja síntesis de la experiencia, queda envuelto en ella. La experiencia es tumultuosa, riquísima y, en su ple¬nitud, superior a quien la protagoniza. En gran parte, en parte enorme, rebasa la conciencia de éste. Sabido es que los grandes (felices o terribles) acontecimientos de la vida pasan, suele decirse, «casi sin que nos demos cuenta». Precisamente sobre ese inmenso campo de realidad experimentada pero no conocida opera la poesía. Por eso toda poesía es, ante todo, un gran caer en la cuenta.
[JOSÉ ÁNGEL VALENTE: Las palabras de la tribu, Siglo XXI, Madrid, 1971, págs. 5-6]
Ahora bien: la poesía, la literatura, no siempre muestra en primer plano los lazos que la atan estrechamente a la realidad; más aún, no lo hace casi nunca. De ahí que la lectura atenta y rigurosa se convierta también en un caer en la cuenta del verdadero significado del texto, un descubrimiento de la capacidad del creador para explicar¬nos el mundo.
Sucede que el texto literario nos llega como obra acabada y en él se ha producido ya una trasformación de las cosas, a cuyo proceso no nos es posible asistir: la realidad visible se ha difuminado, convertida en realidad poética. Cualquier lector sabe que en el texto el mundo no aparece como estamos acostumbrados a verlo. Y sin embargo, está:
La realidad es indispensable al poeta, pero en sí sola no es sufi¬ciente. Lo real es crudo. El mundo es una posibilidad, pero es incom¬pleto y perfectible [...] El poeta tiene que revisar, confirmar y aprobar la realidad. Y el poeta la confirma o recrea por medio de la palabra, con sólo ponerla en palabras [...] Es erróneo decir que el poeta no vive en la realidad: vive en ella más que nadie, más que el banquero o el médico. Le duele más porque él es particularmente sensible a ella. El poeta se nutre de realidad, lo mismo que el cuerpo humano de aire: el hombre respira el aire, no podría vivir sin él, y lo mismo le pasa al poeta con la realidad. Se trata aquí de dos realidades existentes: ¿en qué forma operan? El poeta absorbe la realidad, pero, al absorberla, reacciona contra ella; lo mismo que el aire se exhala después de pasar por una transformación química en los pulmones, la realidad vuelve también al mundo transformada, en parte, por la operación poética.
[PEDRO SALINAS: «La reproducción de la realidad», en Ensayos completos, I, Taurus, Madrid, 1983, pág. 1911
Recapitulemos: en el empeño de perfeccionar y transformar la realidad (el afán más humano que existe; si se prefiere, es el empeño que nos hace humanos), el creador se convierte en artífice de un mundo nuevo. En él, la experiencia no está sometida a leyes constatables —eso sólo sucede en la vida que aparentemente vivimos y contamos—, sino que está sujeta a hormas artísticas; esto no debe olvidarse si no se quiere cometer el error de confundir realidad expe¬rimental con realidad literaria: la primera es objetiva, precisa, conta¬ble; la segunda es inaprensible y sugerente.
En ese mundo nuevo se guardan las opciones que no tomamos, los amores que no disfrutamos, las aventuras en las que no participamos... Es, en suma, el depositario de lo que, por no haber sido, nos ha hecho como somos. Por eso al leer un libro caemos en la cuenta de que en ese espacio recreado, devuelto a la apariencia por obra del poeta, están los datos que tantas veces echamos en falta cuando trata¬mos de entendernos mejor a nosotros mismos.
En fin: si la literatura está en la raíz misma de lo real, leer y escribir no pueden ser sino tareas de primera necesidad.
1.2. LITERATURA Y CULTURA
La historia de la literatura pone a nuestro alcance autores y obras fundamentales para entender mejor la identidad de un país. Porque, entre los rasgos que definen la cultura de un pueblo (modo de actuar y de pensar, manera de enfrentarse a la vida, costumbres y tradiciones), a la literatura le cabe un papel destacado: viene a ser un archivo de cuanto, a lo largo de los siglos, ha contribuido a modelar el presente.
Cuando hablamos de cultura no nos referimos a una realidad única, definida. Es un término que admite matices, y algunos son además contradictorios: los españoles tenemos, sin duda, rasgos que nos caracterizan como colectividad; por otra parte, somos parecidos a los ciudadanos de muchos otros países, con quienes compartimos experiencias, y, al mismo tiempo, ciertas notas relevantes distinguen, sin salir de España, a los habitantes de unas regiones y otras. ¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de cultura? De las tres cosas; pero conviene tener presente que la buena salud cultural se aviene mal con cualquier afán exclusivista.
Las identidades regionales, incluso las locales, si las hay, no son sino variaciones más o menos peculiares de una gran realidad común: las que integramos, al borde del siglo XXI, quienes pertenecemos a la llamada cultura occidental. Ya no cabe ser otra cosa que ciu¬dadanos del mundo, por más que encontremos a veces dificultades para dejar de ser provincianos. Pues bien: de todo ese conjunto de similitudes y diferencias da testimonio la historia de los libros.
Conocer nuestra literatura sirve tanto para reafirmarnos en lo que nos singulariza como para reconocernos unidos a tantos otros, más allá de toda frontera. Compartimos un entramado de ficciones semejantes, en las que la humanidad ha ido dejando el testimonio no sólo de lo que ha sido, sino también de lo que hubiera querido ser. La lite¬ratura es un seno gigantesco al que lectores y escritores estamos uni-dos por el cordón umbilical de la imaginación, cosa que sabemos todos desde que en nuestra niñez nos fascinaron los cuentos:
Es curioso que este oficio de contar cuentos sea uno de los más viejos del mundo, si no el más, como si la necesidad de fabulación del hombre hubiera nacido con él, como si en el mismo instante en que adquiere conciencia de la realidad, necesitara salirse de ella, situarse a distancia, quizá comprenderla. Los historiadores de las reli¬giones tienen en los cuentos una copiosa fuente de información, suje¬ta a las más variadas interpretaciones. Y sean cuales fueren las con¬clusiones a las que lleguen, el punto de partida parece indiscutible; al hombre no le basta la vida. Nunca le ha bastado [...]
Cada vez que un contador de cuentos toma la palabra parece que el mundo parte de cero, y su auditorio se ínstala en la ignorancia para, al ir escuchando, ir aprendiendo, ir entendiendo. Ciertamente, el con¬tador de cuentos tiene en ese momento el mundo en sus manos. La realidad se va esfumando mientras él desarrolla el relato y ofrece esa otra realidad donde se producen hechos extraordinarios, donde, casi siempre, se rompen las fronteras del tiempo y se superan las limita¬ciones de la vida, porque el objetivo máximo, la meta del cuento, es alcanzar la inmortalidad. Acaso la necesidad de fabulación del hom¬bre sea más fuerte que su necesidad de dar testimonio de la realidad. Es, desde luego, más antigua.
[SOLEDAD PUÉRTOLAS: La vida oculta, Anagrama, Barcelona, 1993, págs. 27-28]
En la literatura está la memoria colectiva, sí. Pero la herencia cultural se la debemos también a personajes singulares que se ele¬van del conjunto y sobresalen como eminencias. Son figuras que surgen muy de tiempo en tiempo y que son capaces de expresarse en nombre de todos; faros que alumbran el camino de la colectividad: los clásicos.
En un mundo como el nuestro, tan devoto de la modernidad, tan fanático de las novedades, un prejuicio nos hace ver a los clásicos como seres lejanos y ajenos. Muchas personas creen que un escritor contemporáneo ha de estar, por fuerza, más próximo a sus intereses; pero esa creencia ignora que nada se nos acerca tanto como aquello que nos toca íntimamente. Y eso no depende del tiempo sino de la capacidad de un escritor para ponerse a nuestro lado. O para llevar¬nos al suyo.
No es posible leer El Quijote o La Celestina, ahora mismo, sin sentirse aludido, señalado, descubierto hasta la desnudez por sus autores. No importa cuándo vivieron: su contemporaneidad se renue¬va a cada instante, con cada nueva generación de lectores, porque supieron atrapar en sus obras lo que en los humanos hay de perma¬nente: generosidad y miedo, esperanza y abatimiento, amor y odio, mezquindad y nobleza... Los clásicos no son sólo buenos compañe¬ros de viaje: son amistades imprescindibles.
¿Qué es un autor clásico? Un autor clásico es un reflejo de nues¬tra sensibilidad moderna. La paradoja tiene su explicación: Un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones. Complemento de la anterior defini¬ción: Un autor clásico es un autor que siempre se está formando. No han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la poste¬ridad. No ha escrito Cervantes el Quijote, ni Garcilaso las Églogas, ni Quevedo los Sueños. El Quijote, las Églogas, los Sueños los han ido escribiendo los diversos hombres que, a lo largo del tiempo, han ido viendo reflejada en esas obras su sensibilidad. Cuanto más se presta al cambio, tanto más vital es la obra clásica.
[AZORÍN: Lecturas españolas. Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1964, pág. 12]
1.3. LITERATURA Y TRADICIÓN
Lo ha dicho el novelista argentino Ernesto Sábalo de manera exacta: un creador «es un hombre que en algo "perfectamente" cono¬cido encuentra aspectos desconocidos». Obsérvese bien: la tarea del escritor es encontrar una forma diferente de mirar lo ya conocido.
En efecto, la literatura es posible porque se genera en un marco de experiencias, ideas y formas heredadas que constituyen la tradición. Un acto de creación absoluta, desligado de toda referencia, es impensable. Otra cosa es que el escritor deba dejar en su obra un sello peculiar: ese aire personal que trasluce todo producto artístico; la originalidad.
El concepto de originalidad, tal como hoy lo entendemos, es reciente: nació con los románticos, a principios del siglo XIX, como fruto del orgullo artístico y del deseo de alejarse de cualquier modelo. En cambio, para un hombre del Renacimiento, por ejemplo, el artista era más virtuoso cuanto más lograba acercarse a sus modelos; llevada esa idea al extremo, se conoce el caso de algún escultor que enterró su obra para poder descubrirla en una excavación y presen¬tarla como antigüedad romana...
Más allá de los cambios de sensibilidad, antes y después del Romanticismo, la literatura se ha insertado siempre en una tradición consolidada. Lo prueba la existencia de tópicos: temas, ideas o elementos que se repiten hasta convertirse en lugares comunes. Muchos de ellos han sobrevivido a los siglos y las revoluciones estéticas: «la vida como sueño», «la fugacidad del tiempo», la existencia como «río que va a dar en la mar del morir», la búsqueda de una «vida sosegada en contacto con la naturaleza»... son enunciados de temas constantes en la literatura española y occidental. Dibujan lazos que nos unen con el pasado, contribuyen a desvelar el presente y definen la tarea del creador: acrecentar el patrimonio heredado con su aporta¬ción personal:
En toda expresión poética, en toda obra literaria y artística, se com¬binan dos elementos contradictorios: tradición y novedad. El poeta que sólo se atuviese a la tradición podría crear una obra que de momento sedujese a sus contemporáneos, pero que no resistiría al paso del tiempo; el poeta que sólo se atuviese a la novedad podría igualmente crear una obra, por caprichosa y errática que fuese, que tampoco dejaría en ciertas circunstancias de atraer a sus contemporáneos, aunque tampoco resistiría al paso del tiempo. Es necesario que el poeta, haciendo suya la tradición, vivificándola en él mismo, la modifique según la experiencia que le depara su propio existir, en el cual entra la novedad, y así se combinan ambos elementos. Hay épocas en que el elemento tradicional es más fuerte que la novedad, y son épocas académicas; hay otras en que la novedad es más fuerte que la tradición, y son épocas modernis¬tas. Pero sólo por la vivificación de la tradición al contacto de la nove¬dad, pueden surgir obras que sobrevivan a su época.
[LUIS CERNUDA: Estudios sobre poesía española contemporánea, Guadarrama, Madrid, 1975, pág. 11]
De estas cuestiones nos ocuparemos en el capítulo 11. Añadamos ahora que, entre los elementos que conforman la tradición, ninguno es tan poderoso, tan vivificador como la lengua, que es, al decir de Octavio Paz, la única patria del escritor.
La literatura no dispone de otro instrumento de trabajo. A través del idioma, el creador se vincula con quienes fueron conformándolo a lo largo del tiempo, y en primer lugar con los clásicos. Caja de resonancia en que confluyen todas las voces, el genio de la lengua dice cómo somos y de dónde venimos y nos comunica dudas y certezas, hábitos y formas de analizar la realidad: eso que constituye una deter-minada visión del mundo. La herencia lingüística es tan importante que ha llegado a considerarse como la verdadera sangre del creador:
La tradición, para el escritor, no consiste tanto en un repertorio de ideas, creencias, sentires y «géneros literarios», cuanto en el «color», en la fisonomía de esa lengua con que se las arregla (no en el plano gramatical y fonético, que es neutral, sino en el nivel estilístico, en el uso establecido). Las palabras, melodías, ritmos, tonos, giros retóri¬cos y repertorios de imágenes que elegirá si usar o no usar, no se le ofrecen simplemente como algo vigente en su comunidad social, sino, con resonancia desde lejos, como algo vigente entre los demás escri¬tores —de los cuales los contemporáneos son sólo una parte, y no siempre la más importante—.
La «tradición», pues, es el modo como el escritor encuentra que se le aparece su propia lengua —insisto, no como sintaxis y sonido, sino como costumbres de empleo—, con determinadas ofertas y mise¬rias, con peculiares facilidades y dificultades, con modelos y vacíos.
[JOSÉ MARÍA VALVERDE; La literatura, Montesinos, Barcelona, 1982, págs. 65-66]
1.4. PARA QUIÉN SE ESCRIBE
Una vieja discusión plantea si la literatura ha de ponerse al alcance de la mayoría o si es, por su condición, necesariamente minoritaria. Las opiniones se han expresado a veces con mucha contundencia: el poeta Juan Ramón Jiménez colocó al frente de alguno de sus libros este lema: «A la minoría, siempre»; años después, otro poeta, Blas de Otero, le replicó hablando de «la inmensa mayoría». Entre ambas posturas había casi medio siglo; pero, más que el tiempo, las distanciaban la perspectiva, la actitud estética y las convicciones personales.
Estamos, pues, ante un problema ideológico. Por otra parte, es una cuestión ajena al acto mismo de la creación y se suscita en el entorno de la literatura, no en su mismo centro. El escritor escribe siempre para un receptor múltiple y atemporal, del que, quizá, destaca el perfil de un lector ideal, a su medida. Pero, al analizar el hecho literario, al teórico se le plantean algunas dudas: esa voz del creador, adobada de empeño artístico, ¿puede estar al alcance de cualquiera? ¿Debe estarlo? ¿O es inútil pretender que las masas la acepten y la entiendan?
Antonio Machado tenía, en 1931, una conciencia clara de la tarea educadora, casi evangélica, del intelectual:
Yo no creo en una próxima edad frígida que excluya la actividad del poeta. Que el mundo venidero haya de ser, como supone Spengler, el de una civilización fría, puramente intelectualista y técnica, me parece una afirmación temeraria. Tampoco la aspiración de las masas hacia el poder y hacia el disfrute de los bienes del espíritu ha de ser, necesariamente, como muchos suponen, una ola de barbarie que anegue la cultura y la arruine. No está probado [...] que una difu¬sión de la cultura suponga una ineluctable degradación de la misma. Difundir la cultura no es repartir un caudal limitado entre los muchos, para que nadie lo goce por entero, sino despertar las almas dormidas y acrecentar el número de los capaces de espiritualidad.
Por lo demás, la defensa de la cultura como privilegio de clase, implica, a mi juicio, defensa inconsciente de lo ruinoso y muerto y, más que de valores actuales, defensa de prestigios caducados.
[ANTONIO MACHADO: borrador de su discurso de ingreso
en la Real Academia, en Los complementarios,
Losada, Buenos Aires, 1968, pág. 123]
Vivimos otra época y no parece que la frialdad sea una nota característica de nuestra civilización. Tampoco cabe hablar de masas ignorantes; pero una serie de circunstancias han ido provocando el descrédito de la literatura: una enseñanza poco atractiva, un rechazo social por lo que carece de utilidad inmediata para el consumo, una tendencia a la comodidad... La literatura, la buena literatura, es apta para todos los públicos, pero no siempre los públicos están dispuestos a aceptarla. Asediados por ofertas innumerables y seductoras, los ciudadanos no muestran hoy especial predilección por los textos literarios. Les resulta más cómodo dejarse fascinar por la imagen o engancharse a una de esas historias esquemáticas y previsibles que caracterizan a los libros de gran tirada, confeccionados para el éxito, y que alguien ha dicho que integran una literatura del prêt à porter.
¿Significa eso que la buena literatura ha de ser un fenómeno de minorías? No lo creemos. Y, en todo caso, ofrece un saludable refugio para el hombre contemporáneo. Sí el lector quiere, nada más fácil que recuperar la inocencia perdida: un libro abierto en la tranquilidad de una tarde cualquiera desmiente todos los prejuicios. Nos habla directamente, sin más intermediario que la imaginación, de cosas que nos conciernen. El escritor, en ese momento, escribe exclusivamente para nosotros.
Esa escena íntima dibuja el único escenario seguro para la trascendencia del texto literario. En ocasiones, intelectuales y escritores, animados por nobles empeños revolucionarios, han creído que la lite¬ratura podía cambiar la sociedad; puede que algunas personas todavía lo crean, desafiando todo escepticismo. Pero si es difícil que los libros modifiquen la organización de toda una colectividad, sí pueden trasformar a un lector solitario que, una tarde cualquiera, se siente íntimamente aludido por un verso exacto, por un relato miste¬rioso o por una vibrante réplica teatral.
1.5. LA LITERATURA COMO NECESIDAD
«La literatura es el único medio de proyección personal del hombre», ha escrito el filósofo Julián Marías. Se proyecta el lector, desde luego, pero, en primer lugar, ese vertido de intimidad alude al escri¬tor. Por eso se habla en ocasiones del proceso creador como un acto de máxima tensión, de vaciado, que extenúa.
Como lectores, nos interesa más el producto que recibimos. Ante él podemos hacernos muchas preguntas; una de las imprescindibles es ésta: ¿qué deja de sí mismo el creador en aquello que escribe? ¿Y dónde? ¿En cada página, en sus personajes, sólo en las apreciaciones del narrador...? Sin duda, el escritor se deja en el texto una parte importante de lo que es y de lo que desearía ser (muchos pensadores, Unamuno entre otros, han dicho que eso, lo que desearíamos, es lo que verdaderamente somos). Pero no lo deja tanto en la superficie de las historias que cuenta o en los rasgos aparentes de sus criaturas como en el sustrato que lo sostiene todo.
Digamos que en el texto literario hay dos niveles de edificación: el más inmediato, el que los lectores percibimos al pronto, y otro más profundo, equivalente a los cimientos, donde residen las convicciones que sustentan y explican la obra artística: es ahí donde, de veras, está el creador. Por eso pudo decir el novelista francés Gustave Flaubert, preguntando sobre el posible modelo real de su criatura de fic-ción Emma Bovary: «Madame Bovary soy yo.» Tenía toda la razón.
El escritor no hace sino perseguir su realidad más íntima, hasta para él mismo desconocida, en todo lo que escribe. Así considerada, la obra literaria es un proyecto, una búsqueda, aun cuando parezca hablar de realidades alejadas de la persona, imaginarias e imposibles: el creador siempre se busca entre la niebla y la duda. Jorge Luis Borges, escritor argentino, plasmó esa convicción en esta breve pero fas-cinante historia:
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
[J. L. BORGES: Obras completas, vol. II, Círculo de lectores, Barcelona, 1992, pág. 451]
Esa dimensión íntima y egocéntrica del texto literario es, paradó¬jicamente, la que le confiere la capacidad de implicar al lector: es una realidad tan profundamente enraizada en lo humano que no puede ser ajena a nadie; es un puente que se tiende hacia el conoci¬miento y también hacia el placer compartido:
No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supo¬ne la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.
[JEAN PAUL SARTRE: ¿ Qué es la literatura ?, Losada. Buenos Aires, 1967, pág. 68]
1.6. LA LITERATURA Y EL LECTOR
Esa busca de apartamiento, cuando llega el momento de la lectura, en algo se toca con el impulso que lleva a los enamorados hacia las soledades para sus pláticas. El lector se recrea con el libro; pero para eso tiene que re-crearlo él. Anatole France decía que en fin de cuentas un libro tiene tantos ejemplares como lectores: aludía a ese acto de mutua posesión y entrega incluso en la lectura profunda. Va el leer mejor más allá del enterarse, del entender, del disfrutar: es recibir y vivirse reviviendo. Y así el creador del libro se siente seguido en los siglos por un largo séquito de recreados y recreadores, participantes todos en la faena de mantener la obra en vida. Es probable que así como el agua del Ganges o del Amazonas no ha parado de correr. desde su origen, haya habido ciertos libros que no dejaron de ser leídos ni un solo día, desde que se escribieron, por ojos humanos tras ojos humanos, en los lugares más distanciados de la tierra. Que en estos momentos haya alguien que reviva a Helena en su Troya, a Fausto en su laboratorio, a Emma Bovary en su provincia, y haciéndolo, se convierta momentáneamente en una onda de esos enormes caudales alum¬brados por Homero, Goethe o Flaubert, la vida incesante del libro, misión encargada a sus lectores sucesivos. Para mí, si el lector se incli¬na a retraerse cuando va a leer, es porque se siente encaminado a un acto de amorosa comunicación, al que conviene cierto recato.
[PEDRO SALINAS: El defensor. Alianza Editorial, Madrid, 1983, pág. 191]
Retengamos una idea, sobre la que volveremos más adelante: leer es re-crear. No es lector quien se contenta con descifrar unos signos y captar un mensaje ajeno sin poner nada de sí para solidarizarse con él, rechazarlo o matizarlo y, sobre todo, para relacionarlo con su pro¬pia experiencia y con sus saberes anteriores a la lectura. Leer es un proceso de ida y vuelta porque la escritura es una pregunta constante que exige constantes respuestas por parte de quien lee. Sólo si se da tal circunstancia puede producirse ese acto de comunicación denso, rico, emotivo, que Pedro Salinas tilda de acto amoroso.
Cuando el lector se enfrenta con el libro, decimos, tiene el privilegio de recrearlo. Ello asegura la pervivencia de la literatura y expli¬ca, por ejemplo, que El Quijote siga dando lugar a nuevas interpreta¬ciones tras una ingente cantidad de estudios dedicados a interpretar¬lo. Se ha dicho que, si bien la escritura finaliza cuando el escritor abandona la pluma (habrá que ir pensando en decir el teclado del ordenador), la literatura no hace sino empezar entonces: cuando comienza la lectura. Que es, como sabemos, una actividad capaz de colocarnos a la altura del creador: uno de los más altos destinos que pueden ofrecérsenos, pues es oficio de dioses.
Además, la lectura es una herramienta que contribuye a vertebrar la sociedad alrededor de una experiencia común. Si los miembros de un grupo tienen lecturas comunes (lo que sucederá siempre que existan lectores, pues es seguro que hallarán espacios para la coinciden-cia), se encontrarán en un mundo de referencias compartidas. Eso permite desde llenar la conversación de sobrentendidos y alusiones (citar unos versos, mencionar a grandes personajes o decirle a un amigo «cada vez creo menos en eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor»), hasta sentirse amparados por las ideas, creencias, aspira¬ciones, etc., que constituyen la riqueza espiritual de una sociedad. En suma, leer es una actividad que favorece la concordia y la solida¬ridad.
Ahora bien, para participar de esa experiencia decisiva, el lector necesita recursos, saberes técnicos, costumbres y hábitos; es decir, debe contar con un buen equipaje. Para que nada se interponga entre el lector y el libro, estas páginas se ofrecen como intermediario por un momento, en tanto se hace posible ese apartamiento amoroso del que hablaba el poeta para salir de uno mismo y entrar en contacto con quienes nos hablan desde lejos;
La escritura representa la posibilidad de oír otra voz que no sea la propia, o la del otro que, desde el mismo presente, nos habla. La escri¬tura es, pues, la presencia de otro pasado que no es el propio, un pasado que no sólo puede tener la misma dimensión que el nuestro, sino que, como historia, llega infinitamente más lejos. Y ese pasado histórico, o sea, ese pasado sin otra sujeción al presente que las letras que lo «trans¬criben», es una vez más la ruptura de los límites de nuestro propio tiempo y la ruptura de la monotonía de nuestro propio lenguaje.
No habría escritura que pudiese aglutinar la experiencia de la que es símbolo, sin ese lector que es, en lo más personal de su ser, un len¬guaje; pero tampoco habría lector si éste no supiese romper el cerco de su mundo personal con las voces que, a través de las letras, le llegan.
[EMILIO LLEDÓ: El surco del tiempo. Círculo de Lectores, Barcelona, 1994, pág. 108)
Reseña sobre el fotógrafo español Chema Madoz
"Chema Madoz, especialista del engaño"
Por ISABEL LAFONT - Madrid
Una monografía recorre la trayectoria del fotógrafo desde sus inicios
EL PAÍS - Cultura - 22-09-2009
Chema Madoz (Madrid, 1958) es un especialista en el engaño. En sus fotografías, una castañuela abierta puede ser una ostra; el agua que se derrama de un vaso tumbado, un hilo que se precipita por el borde de una mesa; una copa de cóctel, un pubis femenino; un collar de perlas, una horca... y así hasta los límites de la imaginación. Los objetos irrumpieron en el estudio del fotógrafo madrileño hace más de veinte años y desde entonces no han salido. También hay personas. O más bien parece que las hay porque en las imágenes de Madoz no hay ninguna emoción humana: un cogote, un brazo o unas piernas se convierten en simples cosas ante su cámara.
"¿Qué es lo que me empujó hacia el objeto? Empecé en los noventa buscando un tipo de imagen con el que me identificase y desde entonces siempre ha habido un hilo conductor", explica como presentación de la monografía de su carrera que inaugura la colección Obras Maestras, editada por La Fábrica. El próximo volumen, que verá la luz en abril de 2010, estará dedicado a Francesc Català-Roca.
También hay una razón para que sus fotografías sean en blanco y negro. Primero hubo motivos "prosaicos", como el hecho de que era más fácil para trabajar en el laboratorio que el color. Pero luego fue su propio trabajo el que le siguió pidiendo transitar entre los grises: "Con el color siempre puedes datar una imagen, pero el blanco y negro es más intemporal. Además, es una reelaboración de la realidad. Al carecer de color, las imágenes pertenecen a un territorio distinto que tiene que ver más con lo imaginario". El resultado es esa clase de fotografía sorprendente marca de la casa. El ojo sobresaltado, los segundos de alucinada observación y, por fin, la conclusión de que nada es lo que parece y nada parece lo que es.
Pese a que su obra es tremendamente fiel a sí misma, Madoz considera que ha evolucionado con los años. Desde sus primeros tanteos en los ochenta, el salto, afirma, es muy evidente. "Al principio el objeto estaba ahí y el trabajo era puramente fotográfico. Pero con el paso del tiempo empecé a fabricar objetos y las imágenes adoptan un carácter más escultórico, la instalación empieza a formar parte de la obra. El registro es siempre fotográfico, pero me parece que se va complicando". La revolución digital no le preocupa. Ha utilizado la nueva tecnología en contadas ocasiones porque siempre le ha parecido "poco interesante" manipular los objetos digitalmente. Aunque le interesan las posibilidades que ofrece para seguir experimentando y no la rechaza porque permite un tipo de manipulación que no se puede hacer de otro modo: "Es una cuestión de gustos y preferencias". Él sigue utilizando película porque ofrece una calidad muy particular: "No se puede comparar. Estamos hablando de matices que se quedan en el camino, como ocurre con muchas otras tecnologías, como la música".
Pero lamenta que el auge de la fotografía digital suponga la muerte de la analógica porque deberían coexistir: "Hay mercado para la película, pero al final es una decisión empresarial".
Por ISABEL LAFONT - Madrid
Una monografía recorre la trayectoria del fotógrafo desde sus inicios
EL PAÍS - Cultura - 22-09-2009
Chema Madoz (Madrid, 1958) es un especialista en el engaño. En sus fotografías, una castañuela abierta puede ser una ostra; el agua que se derrama de un vaso tumbado, un hilo que se precipita por el borde de una mesa; una copa de cóctel, un pubis femenino; un collar de perlas, una horca... y así hasta los límites de la imaginación. Los objetos irrumpieron en el estudio del fotógrafo madrileño hace más de veinte años y desde entonces no han salido. También hay personas. O más bien parece que las hay porque en las imágenes de Madoz no hay ninguna emoción humana: un cogote, un brazo o unas piernas se convierten en simples cosas ante su cámara.
"¿Qué es lo que me empujó hacia el objeto? Empecé en los noventa buscando un tipo de imagen con el que me identificase y desde entonces siempre ha habido un hilo conductor", explica como presentación de la monografía de su carrera que inaugura la colección Obras Maestras, editada por La Fábrica. El próximo volumen, que verá la luz en abril de 2010, estará dedicado a Francesc Català-Roca.
También hay una razón para que sus fotografías sean en blanco y negro. Primero hubo motivos "prosaicos", como el hecho de que era más fácil para trabajar en el laboratorio que el color. Pero luego fue su propio trabajo el que le siguió pidiendo transitar entre los grises: "Con el color siempre puedes datar una imagen, pero el blanco y negro es más intemporal. Además, es una reelaboración de la realidad. Al carecer de color, las imágenes pertenecen a un territorio distinto que tiene que ver más con lo imaginario". El resultado es esa clase de fotografía sorprendente marca de la casa. El ojo sobresaltado, los segundos de alucinada observación y, por fin, la conclusión de que nada es lo que parece y nada parece lo que es.
Pese a que su obra es tremendamente fiel a sí misma, Madoz considera que ha evolucionado con los años. Desde sus primeros tanteos en los ochenta, el salto, afirma, es muy evidente. "Al principio el objeto estaba ahí y el trabajo era puramente fotográfico. Pero con el paso del tiempo empecé a fabricar objetos y las imágenes adoptan un carácter más escultórico, la instalación empieza a formar parte de la obra. El registro es siempre fotográfico, pero me parece que se va complicando". La revolución digital no le preocupa. Ha utilizado la nueva tecnología en contadas ocasiones porque siempre le ha parecido "poco interesante" manipular los objetos digitalmente. Aunque le interesan las posibilidades que ofrece para seguir experimentando y no la rechaza porque permite un tipo de manipulación que no se puede hacer de otro modo: "Es una cuestión de gustos y preferencias". Él sigue utilizando película porque ofrece una calidad muy particular: "No se puede comparar. Estamos hablando de matices que se quedan en el camino, como ocurre con muchas otras tecnologías, como la música".
Pero lamenta que el auge de la fotografía digital suponga la muerte de la analógica porque deberían coexistir: "Hay mercado para la película, pero al final es una decisión empresarial".
EJEMPLO DE COMENTARIO CRÍTICO COMPARATIVO (extraído de El País)
"Los usos de la fotografía"
Por VICENTE JARQUE 29/06/2002
Los usos de la fotografía son actualmente tan diversos como sólo lo permite la fotografía misma, al menos cuando se despliega en términos reflexivos y en un contexto en donde todo convive con todo. En este caso me refiero a dos clases de trabajo claramente contrapuestos, pero ambos inconcebibles sin ese punto de autoconciencia en el que el arte lleva tiempo instalado. La obra de Simeón Saiz (Cuenca, 1958) se desarrolla como una especie de reinterpretación pictórica de imágenes extraídas de la televisión y de la prensa. Lo que tienen en común todas esas imágenes es su carácter trágico: son en general visiones de la guerra, de una u otra guerra, en forma de restos de cruentas batallas, resultados de alguna matanza, horrores cotidianos que los medios de comunicación nos hacen familiares, tan familiares que terminan por recibirse con culpable indiferencia.
Su estrategia principal consiste en trasladar esas imágenes al lienzo, y en hacerlo de modo enfático y pacientemente cuidadoso, puntilloso y hasta curiosamente puntillista, convirtiéndolas así en inopinadas pinturas de historia, en ocasiones de gran formato, y proponiendo una pintura que actúa (como se supone que corresponde al arte) como lugar de la memoria y la permanencia, frente a la inevitable fugacidad y el olvido de los que se nutren las imágenes atroces que toma como punto de partida.
Chema Madoz (Madrid, 1958), sin embargo, no es pintor, sino fotógrafo. Pero no es de la clase de fotógrafos que se dedican a recorrer escenarios bélicos. Sus fotografías aspiran a presentarse de manera inmediata como imágenes artísticas, aunque en absoluto pictoricistas. Por eso, lo que encontramos en ellas son, sobre todo, reminiscencias surrealistas y paradojas al estilo Brossa: una palmera cuyo tronco son macetas, una taza con desagüe, una cuchara cuya sombra es la de un tenedor, un dado de hielo que se derrite, una bola del mundo que es una esfera reflectora de discoteca, un caballo de ajedrez enmascarado, un florero donde las hojas son alas de mariposa...
Como se ve, se trata deopciones claramente enfrentadas. En el caso de Simeón Saiz, pintor, la fotografía funciona como material de un trabajo formalmente ajustado a las exigencias más estrictas de la tradición de la pintura. En el de Chema Madoz, fotógrafo, es la fotografía la que trabaja con materiales conceptuales heredados de la tradición de la vanguardia. Si el primero se propone mostrar la posibilidad de permanecer en la pintura sin olvidar el acontecer que la rodea y la cuestiona, el segundo concibe sus fotografías como tales, pero sin olvidar la posibilidad de asociarlas a ciertos brillantes rendimientos de las artes plásticas en general. Son caminos que se cruzan, si se quiere, pero que finalmente no se tocan. En realidad, ninguno de ellos ganaría ni mucho ni poco, si lo hiciera.
Por VICENTE JARQUE 29/06/2002
Los usos de la fotografía son actualmente tan diversos como sólo lo permite la fotografía misma, al menos cuando se despliega en términos reflexivos y en un contexto en donde todo convive con todo. En este caso me refiero a dos clases de trabajo claramente contrapuestos, pero ambos inconcebibles sin ese punto de autoconciencia en el que el arte lleva tiempo instalado. La obra de Simeón Saiz (Cuenca, 1958) se desarrolla como una especie de reinterpretación pictórica de imágenes extraídas de la televisión y de la prensa. Lo que tienen en común todas esas imágenes es su carácter trágico: son en general visiones de la guerra, de una u otra guerra, en forma de restos de cruentas batallas, resultados de alguna matanza, horrores cotidianos que los medios de comunicación nos hacen familiares, tan familiares que terminan por recibirse con culpable indiferencia.
Su estrategia principal consiste en trasladar esas imágenes al lienzo, y en hacerlo de modo enfático y pacientemente cuidadoso, puntilloso y hasta curiosamente puntillista, convirtiéndolas así en inopinadas pinturas de historia, en ocasiones de gran formato, y proponiendo una pintura que actúa (como se supone que corresponde al arte) como lugar de la memoria y la permanencia, frente a la inevitable fugacidad y el olvido de los que se nutren las imágenes atroces que toma como punto de partida.
Chema Madoz (Madrid, 1958), sin embargo, no es pintor, sino fotógrafo. Pero no es de la clase de fotógrafos que se dedican a recorrer escenarios bélicos. Sus fotografías aspiran a presentarse de manera inmediata como imágenes artísticas, aunque en absoluto pictoricistas. Por eso, lo que encontramos en ellas son, sobre todo, reminiscencias surrealistas y paradojas al estilo Brossa: una palmera cuyo tronco son macetas, una taza con desagüe, una cuchara cuya sombra es la de un tenedor, un dado de hielo que se derrite, una bola del mundo que es una esfera reflectora de discoteca, un caballo de ajedrez enmascarado, un florero donde las hojas son alas de mariposa...
Como se ve, se trata deopciones claramente enfrentadas. En el caso de Simeón Saiz, pintor, la fotografía funciona como material de un trabajo formalmente ajustado a las exigencias más estrictas de la tradición de la pintura. En el de Chema Madoz, fotógrafo, es la fotografía la que trabaja con materiales conceptuales heredados de la tradición de la vanguardia. Si el primero se propone mostrar la posibilidad de permanecer en la pintura sin olvidar el acontecer que la rodea y la cuestiona, el segundo concibe sus fotografías como tales, pero sin olvidar la posibilidad de asociarlas a ciertos brillantes rendimientos de las artes plásticas en general. Son caminos que se cruzan, si se quiere, pero que finalmente no se tocan. En realidad, ninguno de ellos ganaría ni mucho ni poco, si lo hiciera.
Algunas características de la descripción
La secuencia textual descriptiva:
• Provoca en el receptor una impresión semejante a la sensible. Por ello, éste “ve” mentalmente la realidad descrita.
• Existen 03 fases del proceso descriptivo (Schöckel): observación (mirar con atención), reflexión (recoger datos y valorarlos, sacar lo esencial y descartar detalles superficiales) y expresión (organización de datos y presentación final).
• Se pueden hacer descripciones objetivas (técnicas) o subjetivas (emotivas o poéticas).
• Tipos: retrato, cualquier realidad abstracta, paisaje, cinematográfica (ambiente en movimiento).
• Características lingüística:
– Empleo del presente o del pretérito imperfecto (copretérito).
– Predominan sustantivos y adjetivos más que los verbos.
– Se emplean fundamentalmente oraciones yuxtapuestas o coordinadas.
– Se usa la analogía: comparaciones o metáforas.
Fuente: Álvarez, Miriam (1994) Tipos de escrito I: narración y descripción. Madrid: Arco Libros.
• Provoca en el receptor una impresión semejante a la sensible. Por ello, éste “ve” mentalmente la realidad descrita.
• Existen 03 fases del proceso descriptivo (Schöckel): observación (mirar con atención), reflexión (recoger datos y valorarlos, sacar lo esencial y descartar detalles superficiales) y expresión (organización de datos y presentación final).
• Se pueden hacer descripciones objetivas (técnicas) o subjetivas (emotivas o poéticas).
• Tipos: retrato, cualquier realidad abstracta, paisaje, cinematográfica (ambiente en movimiento).
• Características lingüística:
– Empleo del presente o del pretérito imperfecto (copretérito).
– Predominan sustantivos y adjetivos más que los verbos.
– Se emplean fundamentalmente oraciones yuxtapuestas o coordinadas.
– Se usa la analogía: comparaciones o metáforas.
Fuente: Álvarez, Miriam (1994) Tipos de escrito I: narración y descripción. Madrid: Arco Libros.
Dos autores para estudiar los géneros literarios narrativos: Adam y van Dijk
Estructura interna de la secuencia narrativa (Adam, 1992)
1. Temporalidad: Existe una serie de acontecimientos en un tiempo que transcurre.
2. Unidad temática: Está garantizada por un sujeto-actor (animado o inanimado, individual o colectivo, agente o paciente).
3. Transformación: Los estados o predicados cambian.
4. Unidad de acción: A partir de una situación inicial se llega a una situación final a través de un proceso de transformación.
5. Causalidad: Existen relaciones causales entre los acontecimientos.
MACROPROPOSICIONES DE LA SECUENCIA NARRATIVA PROTOTÍPICA:
- Orientación situacional inicial: Se presenta al actor o los actores, así como también las características del lugar y el tiempo en el que se desarrolla la historia. También se exponen los sucesos imprescindibles para que pueda entenderse la historia.
- Complicación: se narra como la situación precedente sufre una modificación que desencadena el relato.
- Acción: Se trata de una evaluación (por medio de acciones o reflexiones por parte del actor) de la situación presentada en la complicación.
- Resolución: Se alcanza una situación comparable a la primera, es decir, estable. Lo normal es que tenga relación con la situación inicial.
- Moraleja: Aporta las consecuencias que pueden extraerse de la historia. Incluye alguna valoración o explica con qué finalidad o intención ha sido narrada la historia.
Otros elementos típicos:
- Uso del tiempo pasado en sus diferentes formas.
- Punto de vista: puede estar narrado en primera persona o en tercera persona; desde dentro o desde fuera de la acción.
- Aparecen incrustadas breves secuencias dialogales y descriptivas
Superestructura narrativa de Van Dijk (1978)
Está formada por categorías obligatorias: SUCESO, EPISODIO Y TRAMA. Y otras opcionales: EVALUACIÓN, ANUNCIO Y EPÍLOGO.
- SUCESO: Núcleo del texto narrativo formado por la complicación (se origina un suceso cuyos contenidos cumplen con el criterio de interés) y la resolución (reacción positiva o negativa ante la complicación).
- EPISODIO: Unidad formada por el suceso y el marco (lugar, tiempo, circunstancias en que se produce el suceso).
- TRAMA: Categoría constituida por una serie de episodios que dan lugar a un texto narrativo.
- EVALUACIÓN: Reacción mental ante los sucesos. Valoración de los hechos.
- ANUNCIO Y EPÍLOGO: Acciones actuales o futuras del hablante/narrador y del oyente/lector. Muchos epílogos contienen moralejas.
1. Temporalidad: Existe una serie de acontecimientos en un tiempo que transcurre.
2. Unidad temática: Está garantizada por un sujeto-actor (animado o inanimado, individual o colectivo, agente o paciente).
3. Transformación: Los estados o predicados cambian.
4. Unidad de acción: A partir de una situación inicial se llega a una situación final a través de un proceso de transformación.
5. Causalidad: Existen relaciones causales entre los acontecimientos.
MACROPROPOSICIONES DE LA SECUENCIA NARRATIVA PROTOTÍPICA:
- Orientación situacional inicial: Se presenta al actor o los actores, así como también las características del lugar y el tiempo en el que se desarrolla la historia. También se exponen los sucesos imprescindibles para que pueda entenderse la historia.
- Complicación: se narra como la situación precedente sufre una modificación que desencadena el relato.
- Acción: Se trata de una evaluación (por medio de acciones o reflexiones por parte del actor) de la situación presentada en la complicación.
- Resolución: Se alcanza una situación comparable a la primera, es decir, estable. Lo normal es que tenga relación con la situación inicial.
- Moraleja: Aporta las consecuencias que pueden extraerse de la historia. Incluye alguna valoración o explica con qué finalidad o intención ha sido narrada la historia.
Otros elementos típicos:
- Uso del tiempo pasado en sus diferentes formas.
- Punto de vista: puede estar narrado en primera persona o en tercera persona; desde dentro o desde fuera de la acción.
- Aparecen incrustadas breves secuencias dialogales y descriptivas
Superestructura narrativa de Van Dijk (1978)
Está formada por categorías obligatorias: SUCESO, EPISODIO Y TRAMA. Y otras opcionales: EVALUACIÓN, ANUNCIO Y EPÍLOGO.
- SUCESO: Núcleo del texto narrativo formado por la complicación (se origina un suceso cuyos contenidos cumplen con el criterio de interés) y la resolución (reacción positiva o negativa ante la complicación).
- EPISODIO: Unidad formada por el suceso y el marco (lugar, tiempo, circunstancias en que se produce el suceso).
- TRAMA: Categoría constituida por una serie de episodios que dan lugar a un texto narrativo.
- EVALUACIÓN: Reacción mental ante los sucesos. Valoración de los hechos.
- ANUNCIO Y EPÍLOGO: Acciones actuales o futuras del hablante/narrador y del oyente/lector. Muchos epílogos contienen moralejas.
martes, 6 de abril de 2010
El comentario de textos literarios
por Natalia Bernabeu Morón
"Así como el estudio de la Música sólo puede realizarse oyendo obras musicales, el de la literatura sólo puede hacerse leyendo obras literarias. Suele ser creencia general que para "saber literatura" basta conocer la historia literaria, Esto es tan erróneo como pretender que se entiende de Pintura sabiendo dónde y cuándo nacieron los grandes pintores, y conociendo los títulos de sus cuadros, pero no los cuadros mismos. Al conocimiento de la literatura se puede llegar: a) En extensión, mediante la lectura de obras completas o antologías amplias. b) En profundidad, mediante el comentario o explicación de textos."
Fernando Lázaro Carreter y Evaristo Correa Calderón. Cómo se comenta un texto literario.
¿CÓMO COMENTAR UN TEXTO LITERARIO?
1. Introducción
En la actualidad llamamos literatura al arte cuyo material es el lenguaje y al conjunto de obras específicamente literarias. Desde que se inventó la escritura ésta ha sido el vehículo idóneo de la transmisión literaria.
La Poética o Ciencia de la literatura es aquella que tiene por objeto la fundamentación teórica de los estudios literarios. Una de las disciplinas que forman parte de esta ciencia es la Crítica literaria que analiza los elementos formales y temáticos de los textos desde un punto de vista sincrónico, valiéndose de la técnica del Comentario de textos.
2. El comentario de textos literario
Para comentar un texto literario hay que analizar conjuntamente lo que el texto dice y cómo lo dice. Estos dos aspectos no pueden separarse, pues, como opina el profesor Lázaro Carreter: "No puede negarse que en todo escrito se dice algo (fondo) mediante palabras (forma). Pero eso no implica que forma y fondo puedan separarse. Separarlos para su estudio sería tan absurdo como deshacer un tapiz para comprender su trama: obtendríamos como resultado un montón informe de hilos".
Consejos para hacer un buen comentario de textos literario
• Consultar previamente los datos de la historia literaria que se relacionan con el texto (época, autor, obra…)
• Evitar parafrasear el texto, es decir, repetir las mismas ideas a las que éste se refiere, pero de forma ampliada.
• Leer despacio, sin ideas prefijadas, intentando descubrir lo que el autor quiso expresar.
• Delimitar con precisión lo que el texto dice.
• Intentar descubrir cómo lo dice.
• Concebir el texto como una unidad en la que todo está relacionado; buscar todas las relaciones posibles entre el fondo y la forma del texto.
• Seguir un orden preciso en la explicación que no olvide ninguno de los aspectos esenciales.
• Expresarse con claridad, evitar los comentarios superfluos o excesivamente subjetivos.
• Ceñirse al texto: no usarlo como pretexto para referirse a otros temas ajenos a él.
• Ser sincero en el juicio crítico. No temer expresar la propia opinión sobre el texto, fundamentada en los aspectos parciales que se hayan ido descubriendo.
Así pues, comentar un texto consiste en relacionar de forma clara y ordenada el fondo y la forma de ese texto y descubrir lo que el autor del mismo quiso decirnos. Puede haber, por tanto, distintas explicaciones válidas de un mismo texto, dependiendo de la cultura, la sensibilidad o los intereses de los lectores que lo realizan.
Para llevar a cabo el análisis conviene seguir un método, establecer una serie de fases o etapas en el comentario que nos permitan una explicación lo más completa posible del texto.
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2.1. Etapa previa: Lectura comprensiva y localización del texto
La comprensión del texto.
La etapa previa a cualquier comentario consiste en realizar una lectucra rigurosa que nos permita entender tanto el texto completo como cada una de las partes que lo forman. Para ello lo leeremos cuantas veces sean necesarias, intentando solucionar las dificultades que nos plantea. En esta fase será necesario utilizar diccionarios, gramáticas y otros libros de consulta.
La localización del texto.
Los textos pueden ser fragmentos u obras íntegras, y, por lo general, pertenecen a un autor que ha escrito otras obras a lo largo de su vida. Por eso es imprescindible localizar el texto que se comenta, es decir identificar algunos datos externos como los siguientes:
• Autor, obra, fecha, periodo.
• Relación del texto con su contexto histórico.
• Características generales de la época, movimiento literario al que pertenece el texto. Relación con otros movimientos artísticos y culturales del momento.
• Características de la personalidad del autor que se reflejan en el texto.
• Relación de esa obra con el resto de la producción del autor.
• Situación del fragmento analizado respecto a la totalidad de la obra.
El género literario y la forma de expresión
Es importante delimitar el género y subgénero literario al que pertenece el texto, señalando aquellos aspectos en los que el autor sigue los rasgos propios del género y aquellos otros en los que muestra cierta originalidad o innovación.
Los textos pueden pertenecer a los más diversos géneros literarios:
• Géneros épico- narrativos como: Epopeya, Cantar de gesta, Romance, Novela, Cuento, Leyenda, Cuadro de costumbres…
• Géneros líricos como: Oda, Canción, Elegía, Romance lírico, Epigrama, Balada, Villancico, Serranilla…
• Géneros dramáticos como: Tragedia, Comedia, Drama, Tragicomedia, Auto Sacramental, Paso, Entremés, Jácara, Loa, Baile, Mojiganga, Sainete…
• Géneros didáctico ensayísticos como: Epístola, Fábula, Ensayo, Artículo…
En este apartado conviene analizar:
• El género y subgénero del texto. Rasgos generales.
• Aspectos originales
• Forma de expresión utilizada por el autor: narración, descripción, diálogo…
• Prosa o verso y peculiaridades del texto derivadas de ello.
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2.2. Análisis del contenido
En esta fase deben analizarse el argumento, el tema o idea central que el autor nos quiere transmitir, su punto de vista y la forma en que estructura el mensaje.
•Para hallar el argumento preguntaremos: ¿Qué ocurre?
•Para delimitar el tema: ¿Cuál la idea básica que ha querido transmitir el autor del texto?.
•Para analizar la estructura: ¿Cómo organiza el autor lo que quiere decir en unidades coherentes relacionadas entre sí?
•Para descubrir la postura del autor: ¿De qué forma interviene el autor en el texto?
Argumento y tema
Hallar el argumento de un texto es seleccionar las acciones o acontecimientos esenciales y reducir su extensión conservando los detalles más importantes. El argumento puede desarrollarse en uno o dos párrafos.
Si del argumento eliminamos todos los detalles y definimos la intención del autor, lo que quiso decir al escribir el texto, estaremos extrayendo el tema. Este ha de ser breve y conciso: se reducirá a una o dos frases.
Al analizar el tema de un texto habrá que señalar también los tópicos y motivos literarios que puedan aparecer en el texto: locus amoenus, beatus ille, etc…
La estructura del texto
Si nos detenemos en la forma en que el autor ha compuesto el texto y en cómo las distintas partes del mismo se relacionan entre sí, estaremos analizando la estructura.
Para hallar la estructura de un texto hay que delimitar en primer lugar sus núcleos estructurales. Estos pueden estar divididos a su vez en subnúcleos. Además, hay que determinar las relaciones que se establecen entre ellos.
El esquema estructural clásico es el de introducción desarrollo, climax y desenlace, pero los textos pueden organizarse de otras formas:
• La disposición lineal: los elementos aparecen uno detrás de otro hasta el final.
• La disposición convergente: todos los elementos convergen en la conclusión
• La estructura dispersa: los elementos no tienen aparentemente una estructura definida, ésta puede llegar a ser caótica .
• La estructura abierta y aditiva: los elementos se añaden unos a otros y se podría seguir añadiendo más.
• La estructura cerrada, contraria a la anterior, etc.
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Postura del autor en el texto y punto de vista
El contexto
El contexto es el ámbito de referencia de un texto. ¿Qué entiendo por ámbito de referencia?. Todo aquello a lo que puede hacer referencia un texto: la cultura, la realidad circundante, las ideologías, las convenciones sociales, las normas éticas, etc.
Pero no es lo mismo el contexto en que se produce un texto que el contexto en el que se interpreta. Si nos ceñimos a los textos literarios escritos, como mínimo cabe distinguir entre el contexto del autor y el contexto del receptor. Sin duda el ámbito de referencia de un autor al escribir su obra es distinto del ámbito de referencia del receptor; la cultura del autor, su conocimiento de la realidad circundante, su mentalidad, sus costumbres, no suelen coincidir con la cultura, el conocimiento de la realidad, la mentalidad o las costumbres de sus lectores. Más aún, no es posible hablar de los lectores como una entidad abstracta, porque son seres individuales, cuyos contextos son asimismo diferentes, por muy pequeña que sea la diferencia.
Manuel Camarero. Introducción al comentario de textos. Castalia.
En este apartado se comentará el modo en que el autor interviene en el texto. Éste puede adoptar una postura objetiva o subjetiva, realista o fantástica, seria o irónica…etc.
Hay que analizar también desde dónde relata la historia (desde afuera, desde arriba, etc.), si aparece o no el narrador y qué punto de vista adopta: tercera persona omnisciente, tercera persona observadora, primera persona protagonista, primera persona testigo, etc.
Tipos de narrador
• Tercera persona limitada: el narrador se refiere a los personajes en tercera persona, pero sólo describe lo que puede ser visto, oído o pensado por un solo personaje.
• Tercera persona omnisciente: el narrador describe todo lo que los personajes ven, sienten, oyen… y los hechos que no han sido presenciados por ningún personaje.
• Tercera persona observadora: el narrador cuenta los hechos de los que es testigo como si los contemplara desde fuera, no puede describir el interior de los personajes.
• Primera persona central: El narrador adopta el punto de vista del protagonista que cuenta su historia en primera persona.
• Primera persona periférica: el narrador adopta el punto de vista de un personaje secundario que narra en primera persona la vida del protagonista.
• Primera persona testigo: un testigo de la acción que no participa en ella narra en primera persona los acontecimientos.
• Segunda persona narrativa: El narrador habla en segunda persona con lo que se produce un diálogo-monólogo del proatagonista consigo mismo.
José María Díez Borque. Comentario de textos literarios. Playor. (Adaptación)
2.3. Análisis de la forma
Hemos visto como el fondo y la forma de un texto están íntimamente unidos. Por eso en esta fase del comentario se ha de poner al descubierto cómo cada rasgo formal responde, en realidad, a una exigencia del tema. En este apartado habremos de analizar:
El análisis del lenguaje literario
Nos detendremos en el uso que el autor hace de las diferentes figuras retóricas y con qué intención, relacionándolo en todo momento con el tema del texto.
El análisis métrico de los textos en verso
Ritmo, medida, rima, pausas, encabalgamientos, tipos de versos y estrofas utilizadas, etc.
La exposición de las peculiaridades linguísticas del texto
• Plano fónico: se analizarán las peculiaridades ortográficas, fonéticas y gráficas del texto que tengan valor expresivo.
• Plano morfosintáctico: se prestará atención a aspectos como los siguientes: acumulación de elementos de determinadas categorías gramaticales (sustantivos, adjetivos, etc.); uso con valor expresivo de diminutivos y aumentativos, y de los grados del adjetivo; presencia de términos en aposición; utilización de los distintos tiempos verbales; alteraciones del orden sintáctico; predominio de determinadas estructuras oracionales…
• Plano semántico: se analizará el léxico utilizado por el autor, la presencia de términos homonímicos, polisémicos, sinónimos, antónimos, etc; y los valores connotativos del texto.
2.4. El texto como comunicación
Los lectores dan vida al texto
Los lectores de textos literarios solemos detenernos en la interpretación de los matices significativos que adquieren ciertas palabras o expresiones en los contextos en que aparecen, porque estimamos que el autor lo ha escrito así con una intención determinada. Otra cosa es que demos precisamente con la clave de esa intención comunicativa del autor; a menudo será punto menos que imposible. Imaginemos la interpretación de un texto literario medieval; averiguar exactamente lo que quiso decir el autor requeriría una reconstrucción arqueológica de la época y el lugar en el que fue escrito el texto, una reconstrucción de la cultura que tenía el autor y aun de la que tenían los lectores a quienes se dirigía.
Es posible, en cambio, que indaguemos la intención comunicativa del texto, porque, como lectores, proporcionamos vida al texto cuando lo leemos; si no, sería un libro cerrado, muerto. La intención comunicativa del texto es aquella que el lector obtiene del texto, lo que a él le comunica.
Manuel Camarero. Introducción al comentario de textos. Castalia.
Una de las características básicas de la comunicación literaria es la separación que existe entre el emisor y el receptor de la obra. El emisor es el autor, pieza fundamental de la comunicación literaria, pues es quien enuncia el mensaje. El significado de un texto depende, en primer lugar, de la intención de su autor que, a la hora de escribir está influenciado por su sistema de creencias y el contexto histórico social al que pertenece, entre otros condicionamientos. El receptor es el lector de la obra. Cada lector hace "su propia lectura", según sus características personales y el contexto histórico social al que pertenece. Así pues, al analizar el texto como comunicación habrá que atender a los siguientes aspectos:
• Funciones del lenguaje que predominan en el texto. Actitud del autor ante el lector: ¿Se dirige directamente a él?
• Reacción que la lectura provoca en nosotros como lectores: emoción, identificación, rechazo, etc.
• Intención comunicativa dominante en el texto: informativa, persuasiva, lúdica…
• Posición del autor ante el sistema de valores de su época.
2.5. Juicio crítico
En este apartado se trata de hacer balance de todas las observaciones que hemos ido anotando a lo largo del comentario y expresar de forma sincera, modesta y firme nuestra impresión personal sobre el texto:
• Resumen de los aspectos más relevantes analizados en el comentario.
• Opinión personal.
"Así como el estudio de la Música sólo puede realizarse oyendo obras musicales, el de la literatura sólo puede hacerse leyendo obras literarias. Suele ser creencia general que para "saber literatura" basta conocer la historia literaria, Esto es tan erróneo como pretender que se entiende de Pintura sabiendo dónde y cuándo nacieron los grandes pintores, y conociendo los títulos de sus cuadros, pero no los cuadros mismos. Al conocimiento de la literatura se puede llegar: a) En extensión, mediante la lectura de obras completas o antologías amplias. b) En profundidad, mediante el comentario o explicación de textos."
Fernando Lázaro Carreter y Evaristo Correa Calderón. Cómo se comenta un texto literario.
¿CÓMO COMENTAR UN TEXTO LITERARIO?
1. Introducción
En la actualidad llamamos literatura al arte cuyo material es el lenguaje y al conjunto de obras específicamente literarias. Desde que se inventó la escritura ésta ha sido el vehículo idóneo de la transmisión literaria.
La Poética o Ciencia de la literatura es aquella que tiene por objeto la fundamentación teórica de los estudios literarios. Una de las disciplinas que forman parte de esta ciencia es la Crítica literaria que analiza los elementos formales y temáticos de los textos desde un punto de vista sincrónico, valiéndose de la técnica del Comentario de textos.
2. El comentario de textos literario
Para comentar un texto literario hay que analizar conjuntamente lo que el texto dice y cómo lo dice. Estos dos aspectos no pueden separarse, pues, como opina el profesor Lázaro Carreter: "No puede negarse que en todo escrito se dice algo (fondo) mediante palabras (forma). Pero eso no implica que forma y fondo puedan separarse. Separarlos para su estudio sería tan absurdo como deshacer un tapiz para comprender su trama: obtendríamos como resultado un montón informe de hilos".
Consejos para hacer un buen comentario de textos literario
• Consultar previamente los datos de la historia literaria que se relacionan con el texto (época, autor, obra…)
• Evitar parafrasear el texto, es decir, repetir las mismas ideas a las que éste se refiere, pero de forma ampliada.
• Leer despacio, sin ideas prefijadas, intentando descubrir lo que el autor quiso expresar.
• Delimitar con precisión lo que el texto dice.
• Intentar descubrir cómo lo dice.
• Concebir el texto como una unidad en la que todo está relacionado; buscar todas las relaciones posibles entre el fondo y la forma del texto.
• Seguir un orden preciso en la explicación que no olvide ninguno de los aspectos esenciales.
• Expresarse con claridad, evitar los comentarios superfluos o excesivamente subjetivos.
• Ceñirse al texto: no usarlo como pretexto para referirse a otros temas ajenos a él.
• Ser sincero en el juicio crítico. No temer expresar la propia opinión sobre el texto, fundamentada en los aspectos parciales que se hayan ido descubriendo.
Así pues, comentar un texto consiste en relacionar de forma clara y ordenada el fondo y la forma de ese texto y descubrir lo que el autor del mismo quiso decirnos. Puede haber, por tanto, distintas explicaciones válidas de un mismo texto, dependiendo de la cultura, la sensibilidad o los intereses de los lectores que lo realizan.
Para llevar a cabo el análisis conviene seguir un método, establecer una serie de fases o etapas en el comentario que nos permitan una explicación lo más completa posible del texto.
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2.1. Etapa previa: Lectura comprensiva y localización del texto
La comprensión del texto.
La etapa previa a cualquier comentario consiste en realizar una lectucra rigurosa que nos permita entender tanto el texto completo como cada una de las partes que lo forman. Para ello lo leeremos cuantas veces sean necesarias, intentando solucionar las dificultades que nos plantea. En esta fase será necesario utilizar diccionarios, gramáticas y otros libros de consulta.
La localización del texto.
Los textos pueden ser fragmentos u obras íntegras, y, por lo general, pertenecen a un autor que ha escrito otras obras a lo largo de su vida. Por eso es imprescindible localizar el texto que se comenta, es decir identificar algunos datos externos como los siguientes:
• Autor, obra, fecha, periodo.
• Relación del texto con su contexto histórico.
• Características generales de la época, movimiento literario al que pertenece el texto. Relación con otros movimientos artísticos y culturales del momento.
• Características de la personalidad del autor que se reflejan en el texto.
• Relación de esa obra con el resto de la producción del autor.
• Situación del fragmento analizado respecto a la totalidad de la obra.
El género literario y la forma de expresión
Es importante delimitar el género y subgénero literario al que pertenece el texto, señalando aquellos aspectos en los que el autor sigue los rasgos propios del género y aquellos otros en los que muestra cierta originalidad o innovación.
Los textos pueden pertenecer a los más diversos géneros literarios:
• Géneros épico- narrativos como: Epopeya, Cantar de gesta, Romance, Novela, Cuento, Leyenda, Cuadro de costumbres…
• Géneros líricos como: Oda, Canción, Elegía, Romance lírico, Epigrama, Balada, Villancico, Serranilla…
• Géneros dramáticos como: Tragedia, Comedia, Drama, Tragicomedia, Auto Sacramental, Paso, Entremés, Jácara, Loa, Baile, Mojiganga, Sainete…
• Géneros didáctico ensayísticos como: Epístola, Fábula, Ensayo, Artículo…
En este apartado conviene analizar:
• El género y subgénero del texto. Rasgos generales.
• Aspectos originales
• Forma de expresión utilizada por el autor: narración, descripción, diálogo…
• Prosa o verso y peculiaridades del texto derivadas de ello.
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2.2. Análisis del contenido
En esta fase deben analizarse el argumento, el tema o idea central que el autor nos quiere transmitir, su punto de vista y la forma en que estructura el mensaje.
•Para hallar el argumento preguntaremos: ¿Qué ocurre?
•Para delimitar el tema: ¿Cuál la idea básica que ha querido transmitir el autor del texto?.
•Para analizar la estructura: ¿Cómo organiza el autor lo que quiere decir en unidades coherentes relacionadas entre sí?
•Para descubrir la postura del autor: ¿De qué forma interviene el autor en el texto?
Argumento y tema
Hallar el argumento de un texto es seleccionar las acciones o acontecimientos esenciales y reducir su extensión conservando los detalles más importantes. El argumento puede desarrollarse en uno o dos párrafos.
Si del argumento eliminamos todos los detalles y definimos la intención del autor, lo que quiso decir al escribir el texto, estaremos extrayendo el tema. Este ha de ser breve y conciso: se reducirá a una o dos frases.
Al analizar el tema de un texto habrá que señalar también los tópicos y motivos literarios que puedan aparecer en el texto: locus amoenus, beatus ille, etc…
La estructura del texto
Si nos detenemos en la forma en que el autor ha compuesto el texto y en cómo las distintas partes del mismo se relacionan entre sí, estaremos analizando la estructura.
Para hallar la estructura de un texto hay que delimitar en primer lugar sus núcleos estructurales. Estos pueden estar divididos a su vez en subnúcleos. Además, hay que determinar las relaciones que se establecen entre ellos.
El esquema estructural clásico es el de introducción desarrollo, climax y desenlace, pero los textos pueden organizarse de otras formas:
• La disposición lineal: los elementos aparecen uno detrás de otro hasta el final.
• La disposición convergente: todos los elementos convergen en la conclusión
• La estructura dispersa: los elementos no tienen aparentemente una estructura definida, ésta puede llegar a ser caótica .
• La estructura abierta y aditiva: los elementos se añaden unos a otros y se podría seguir añadiendo más.
• La estructura cerrada, contraria a la anterior, etc.
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Postura del autor en el texto y punto de vista
El contexto
El contexto es el ámbito de referencia de un texto. ¿Qué entiendo por ámbito de referencia?. Todo aquello a lo que puede hacer referencia un texto: la cultura, la realidad circundante, las ideologías, las convenciones sociales, las normas éticas, etc.
Pero no es lo mismo el contexto en que se produce un texto que el contexto en el que se interpreta. Si nos ceñimos a los textos literarios escritos, como mínimo cabe distinguir entre el contexto del autor y el contexto del receptor. Sin duda el ámbito de referencia de un autor al escribir su obra es distinto del ámbito de referencia del receptor; la cultura del autor, su conocimiento de la realidad circundante, su mentalidad, sus costumbres, no suelen coincidir con la cultura, el conocimiento de la realidad, la mentalidad o las costumbres de sus lectores. Más aún, no es posible hablar de los lectores como una entidad abstracta, porque son seres individuales, cuyos contextos son asimismo diferentes, por muy pequeña que sea la diferencia.
Manuel Camarero. Introducción al comentario de textos. Castalia.
En este apartado se comentará el modo en que el autor interviene en el texto. Éste puede adoptar una postura objetiva o subjetiva, realista o fantástica, seria o irónica…etc.
Hay que analizar también desde dónde relata la historia (desde afuera, desde arriba, etc.), si aparece o no el narrador y qué punto de vista adopta: tercera persona omnisciente, tercera persona observadora, primera persona protagonista, primera persona testigo, etc.
Tipos de narrador
• Tercera persona limitada: el narrador se refiere a los personajes en tercera persona, pero sólo describe lo que puede ser visto, oído o pensado por un solo personaje.
• Tercera persona omnisciente: el narrador describe todo lo que los personajes ven, sienten, oyen… y los hechos que no han sido presenciados por ningún personaje.
• Tercera persona observadora: el narrador cuenta los hechos de los que es testigo como si los contemplara desde fuera, no puede describir el interior de los personajes.
• Primera persona central: El narrador adopta el punto de vista del protagonista que cuenta su historia en primera persona.
• Primera persona periférica: el narrador adopta el punto de vista de un personaje secundario que narra en primera persona la vida del protagonista.
• Primera persona testigo: un testigo de la acción que no participa en ella narra en primera persona los acontecimientos.
• Segunda persona narrativa: El narrador habla en segunda persona con lo que se produce un diálogo-monólogo del proatagonista consigo mismo.
José María Díez Borque. Comentario de textos literarios. Playor. (Adaptación)
2.3. Análisis de la forma
Hemos visto como el fondo y la forma de un texto están íntimamente unidos. Por eso en esta fase del comentario se ha de poner al descubierto cómo cada rasgo formal responde, en realidad, a una exigencia del tema. En este apartado habremos de analizar:
El análisis del lenguaje literario
Nos detendremos en el uso que el autor hace de las diferentes figuras retóricas y con qué intención, relacionándolo en todo momento con el tema del texto.
El análisis métrico de los textos en verso
Ritmo, medida, rima, pausas, encabalgamientos, tipos de versos y estrofas utilizadas, etc.
La exposición de las peculiaridades linguísticas del texto
• Plano fónico: se analizarán las peculiaridades ortográficas, fonéticas y gráficas del texto que tengan valor expresivo.
• Plano morfosintáctico: se prestará atención a aspectos como los siguientes: acumulación de elementos de determinadas categorías gramaticales (sustantivos, adjetivos, etc.); uso con valor expresivo de diminutivos y aumentativos, y de los grados del adjetivo; presencia de términos en aposición; utilización de los distintos tiempos verbales; alteraciones del orden sintáctico; predominio de determinadas estructuras oracionales…
• Plano semántico: se analizará el léxico utilizado por el autor, la presencia de términos homonímicos, polisémicos, sinónimos, antónimos, etc; y los valores connotativos del texto.
2.4. El texto como comunicación
Los lectores dan vida al texto
Los lectores de textos literarios solemos detenernos en la interpretación de los matices significativos que adquieren ciertas palabras o expresiones en los contextos en que aparecen, porque estimamos que el autor lo ha escrito así con una intención determinada. Otra cosa es que demos precisamente con la clave de esa intención comunicativa del autor; a menudo será punto menos que imposible. Imaginemos la interpretación de un texto literario medieval; averiguar exactamente lo que quiso decir el autor requeriría una reconstrucción arqueológica de la época y el lugar en el que fue escrito el texto, una reconstrucción de la cultura que tenía el autor y aun de la que tenían los lectores a quienes se dirigía.
Es posible, en cambio, que indaguemos la intención comunicativa del texto, porque, como lectores, proporcionamos vida al texto cuando lo leemos; si no, sería un libro cerrado, muerto. La intención comunicativa del texto es aquella que el lector obtiene del texto, lo que a él le comunica.
Manuel Camarero. Introducción al comentario de textos. Castalia.
Una de las características básicas de la comunicación literaria es la separación que existe entre el emisor y el receptor de la obra. El emisor es el autor, pieza fundamental de la comunicación literaria, pues es quien enuncia el mensaje. El significado de un texto depende, en primer lugar, de la intención de su autor que, a la hora de escribir está influenciado por su sistema de creencias y el contexto histórico social al que pertenece, entre otros condicionamientos. El receptor es el lector de la obra. Cada lector hace "su propia lectura", según sus características personales y el contexto histórico social al que pertenece. Así pues, al analizar el texto como comunicación habrá que atender a los siguientes aspectos:
• Funciones del lenguaje que predominan en el texto. Actitud del autor ante el lector: ¿Se dirige directamente a él?
• Reacción que la lectura provoca en nosotros como lectores: emoción, identificación, rechazo, etc.
• Intención comunicativa dominante en el texto: informativa, persuasiva, lúdica…
• Posición del autor ante el sistema de valores de su época.
2.5. Juicio crítico
En este apartado se trata de hacer balance de todas las observaciones que hemos ido anotando a lo largo del comentario y expresar de forma sincera, modesta y firme nuestra impresión personal sobre el texto:
• Resumen de los aspectos más relevantes analizados en el comentario.
• Opinión personal.
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