ELOGIO DEL MALESTAR
Rosa Montero
En las sociedades ricas y seguras cada vez soportamos menos el dolor. En primer lugar, el dolor físico. De lo cual, en líneas generales, me congratulo, porque es una consecuencia del avance médico y técnico, y porque no creo que uno deba sufrir en su carne si puede evitarlo. Aun así, lo cierto es que nos estamos convirtiendo en unos seres blandengues y quejicas. Por ejemplo, durante toda la historia de la Humanidad, y hasta hace muy poco (en algunos países aún es así), la gente se sacaba las muelas a lo vivo, cosa que de sólo pensarla me produce vahídos. Y, sin embargo, nuestros antepasados lo aguantaban. No añoro ni por asomo esos tiempos rudos y épicos, pero lo cierto es que nuestra actual dependencia de todo tipo de analgésicos y anestesias nos ha hecho probablemente más felices, pero también físicamente más débiles y más menesterosos.
Pero lo que encuentro verdaderamente preocupante e incluso peligroso es nuestra falta de resistencia ante el dolor vital. Qué digo dolor, ni siquiera eso: hoy en día no soportamos ni el más pequeño malestar. Aturdidos, envenenados y engañados por la imagen del mundo que nos ofrecen las películas, los programas de televisión y, sobre todo, la publicidad, tendemos a creer que la vida es una fiesta permanente llena de familias felices correteando con sus preciosos perros por campos primaverales, de amores que no acaban nunca, de ejecutivos con trabajos apasionantes e importantísimos, de cocinas impecables en las que las amas de casa (todas ellas guapas y vivaces) se lo pasan bomba, de una cotidianidad siempre triunfal. ¡Pero si hasta limpiar una pila llena de cacharros grasientos parece ser un auténtico jolgorio! Y cuando algún anuncio refleja un malestar, un dolor de cabeza, un comienzo de gripe, enseguida, tras la correspondiente medicina, la felicidad vuelve a estallar en un paroxismo jubiloso.
El concepto actual de la felicidad es relativamente moderno. Durante la Edad Media, por ejemplo, la gente vivía instalada en lo contrario, en la aceptación del dolor como único destino, en el llanto perpetuo de la pérdida del Paraíso y el entendimiento de este mundo como valle de lágrimas. Hasta el siglo XII, el modelo imperante de la existencia humana era el santo Job, que se lamía las llagas y se revolcaba en el estiércol, aceptando mansamente descomunales pesadumbres. Pero después, a medida que se fue desarrollando la conciencia individual, los humanos fuimos aspirando más y más a conseguir el gozo en este mundo. En el siglo XVIII, explosivo y revolucionario, se escribieron numerosos Discursos sobre la Felicidad que ya planteaban el tema en términos modernos: “No me puedo creer que haya venido a este mundo para ser desdichada”, decía Madame du Châtelet. Es una afirmación plenamente contemporánea y un logro en el desarrollo del ser humano.
Pero una cosa es aspirar a ser feliz y saber que tienes derecho a ello, y otra esta ramplona obligatoriedad de la dicha perpetua. Hoy la gente no soporta la más mínima inquietud o pesadumbre. O bien nos aturdimos compulsivamente para no sentir y no pensar, o bien nos espantamos y nos creemos deprimidos o en crisis. Pero el problema es que la existencia es siempre crítica, siempre inestable, siempre irregular. No es posible vivir sin altibajos, sin miedos, sin frustraciones, sin penas, sin dolor, sin desasosiego. No se puede vivir sin cosechar fracasos. Luego, claro está, también existen los momentos perfectos, los triunfos, las risas, los diversos amores, toda esa belleza que seremos más capaces de apreciar si aceptamos, precisamente, la cuota de malestar. Porque la vida es muy hermosa, pero duele.
Hace dos o tres años entrevisté a Lucía Bosé. En un momento determinado, le pregunté cómo eran sus días en el minúsculo pueblecito segoviano en el que reside. Se quedó pensando unos instantes y dijo: “Cuando llegas a los setenta años, por la mañana te despiertas y te preguntas: ¿Me levanto, o no me levanto? Porque mi mente sí se levanta, pero mi cuerpo no se quiere levantar… y entonces es esa lucha. Al final te levantas y te tomas un café doble bien cargado y después ya arrancas tu vida”. Me pareció una respuesta hermosa, el reconocimiento de ese cuerpo de articulaciones doloridas, del desasosiego de la vejez. Del malestar. Y a pesar de eso, o quizá justo por eso, toda la intensidad de la existencia. Señoras y señores, esto es la vida.
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ESTE MUNDO TAN FELIZ
Rosa Montero
He aquí una noticia insospechada: el ser humano es un animal esencialmente feliz. O eso parece deducirse de un montón de estudios y de encuestas. Ya sé que resulta difícil de creer, porque la insatisfacción nos corroe, perseguimos quimeras, alimentamos frustraciones y somos por definición bichos inquietos. Por no hablar de los dolores habituales de la vida (la enfermedad, la pérdida, la muerte) y de los horrores que nos infligimos unos a otros: guerras, torturas, abusos y miserias. Por lo general tenemos el sufrimiento de la existencia tan presente que tendemos a concebir el mundo como un valle de lágrimas, y la desdicha nos parece mucho más abundante y más auténtica. Por ejemplo, según cifras de la OMS, cada día se suicidan 3.000 personas en el planeta, lo que viene a ser una cada treinta segundos. Este dato, espectacular, no lo ponemos en duda, desde luego, y ni tan siquiera nos sorprende. Estamos habituados a pensar en el aplastante peso de la vida.
Y, sin embargo, todo parece indicar que, a poco que le dejen, el ser humano intenta ser dichoso y lo consigue. Diversas investigaciones demuestran que, en tiempos de paz, la mayoría de los individuos se consideran a sí mismos más felices que infelices. He aquí una pregunta curiosa y digna de hacérsela uno mismo: si tuvieras que puntuar tu felicidad o tu grado de satisfacción ante la vida del 1 al 10, siendo 1 la desdicha absoluta y 10 la dicha más completa, ¿qué nota te darías? Cruzo artesanal y burdamente los complejos datos de varias encuestas (algunas tan enormes como la World Values Survey, sobre una muestra de 118.000 personas procedentes de 96 países) y me encuentro con que, de media, los individuos que escogen el 1 suman más o menos un 5%, mientras que los que se califican con un 10 están en torno al 12%. Lo cual es asombroso: si me hubieran preguntado antes de ver los resultados, hubiera predicho que nadie o casi nadie se otorgaría a sí mismo un diez redondo. En total, más de un 60% de las personas se ponen una nota de 6 o superior.
Y, por lo visto, esa felicidad tiende a aumentar, y desde luego parece tener una relación directa con el desarrollo económico, cultural y democrático. Los ricos también lloran, pero menos. Hay un trabajo interesantísimo de la ya citada World Values Survey sobre la evolución de la felicidad en 24 países en las últimas décadas. En este caso, la tabla de medidas va del 1 (nada feliz) al 4 (totalmente feliz). La media de todos los países está en torno al 3. Tres países, Suiza, Estados Unidos y Noruega, no muestran ni aumento ni disminución en su percepción de felicidad en los últimos treinta años; cuatro son un poco más infelices (Austria, Bélgica, Gran Bretaña y Alemania del Oeste), y el resto han subido. Entre ellos España, que, de 1981 a 2006, tortuguea en una lentísima, ínfima ascensión desde el 3 hacia el 3,1. Por cierto que no es, ni con mucho, el mejor resultado; por ejemplo, Irlanda, de 1977 a1999, subió de 3,1 a 3,4. Y Puerto Rico, de 2,9 a 3,5 entre 1963 y 2006. Nosotros estamos actualmente más o menos al nivel de la India, que ha subido de 2,6 a casi 3,1 desde 1975 hasta ahora. O sea que mucho alardear de nuestro carácter jaranero, de las fiestas y las copas y los amigos, del sol español y demás pamplinas, pero somos relativamente menos dichosos que la mayoría.
Y, aun así, lo maravilloso es comprobar que también somos mayoritariamente felices. Si nuestra media es de 3, eso quiere decir que nos estamos otorgando un notable alto.
Pero aún hay algo más: recientes investigaciones psicológicas parecen demostrar que los más felices (ese 12% que está arriba del todo) no son aquellos a quienes les va mejor en la vida. Un poquito menos de felicidad ayuda a ser más longevo (los ultrafelices tienden a desdeñar preocupaciones y miedos que a menudo son útiles avisos), a ganar más dinero, a desarrollarse más intelectualmente y a tener más éxito (porque cierta insatisfacción espolea la vida). Los mejores resultados, en fin, se consiguen en torno a una puntuación de 8 o de 9. O sea que esta maravillosa vitalidad nuestra, tenaz y adaptativa, no sólo nos ha regalado una propensión básica a la dicha, una alegría orgánica, innata y animal, sino que también le ha dejado un lugar y le ha dado una utilidad al dolor, al malestar y la melancolía. Qué prodigio, la vida.
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MECANISMOS DE LA FELICIDAD HUMANA
Autora: Stefany Carrillo
Carnet USB: 0810186
ENSAYO PARA EL CONCURSO
“SEGUNDO SERRANO PONCELA”
EDICIÓN 2009
Sartenejas, 23 de abril de 2009.
En una encuesta del World Values Survey que pretendía determinar los índices de felicidad en el mundo, se le preguntó a la gente: “¿Diría usted que es muy feliz, bastante feliz, no muy feliz o nada feliz?”. Los resultados demostraron que el país más feliz del mundo era Venezuela, donde el 55% de los encuestados dijeron ser “muy felices”. A pesar de esto, resulta curioso que los mismos venezolanos no se encuentran complacidos con su propio récord; basta escuchar las opiniones sobre el tema, donde ellos declaran que la situación inestable del país no los hace felices. ¿Qué motivo los ha hecho cambiar de posición?
La pregunta realizada en la encuesta es una clave importante. Se le pide al individuo que elija una categoría según qué tan feliz se sienta y luego estas respuestas se clasifican por el país donde fueron elaboradas; esto significa que la pregunta no incluía el lugar de residencia como un factor directo que modificase la valoración. Sin embargo, es interesante observar que al sustituir la interrogante por “¿Qué tan feliz se considera en este país?” las repuestas cambian drásticamente.
Ambas encuestas parecen dar a conocer dos tipos de felicidad distinta: en la primera los venezolanos se dicen estar rodeados de amigos y seres queridos, sonríen ante las dificultades, se describen como alegres y divertidos, disfrutan de su cultura y, en consecuencia, dicen sentirse muy felices. Pero al incluir en esta valoración la sensación que les produce la situación del país, comienzan a surgir cientos de quejas por necesidades no satisfechas: alegan sentirse inseguros, preocupados, sin libertad, inestables y, por tanto, no tan felices.
Entonces, ¿los venezolanos son muy felices, pero no tanto? Los criterios tomados en cuenta son muy distintos. Al contestar la encuesta que les otorgaría el récord Guiness ellos valoraron más bien una felicidad que tenía que ver con su situación sentimental. Es una felicidad emotiva, espiritual. Mientras que al mencionarlos como los habitantes del país “más feliz del mundo” se sienten contrariados, “¿¡pero si en Venezuela paso tanto trabajo!?”; en este caso hablan más bien de una felicidad que se refiere a la satisfacción de sus necesidades.
Estas reacciones han revelado que al parecer la felicidad consta de dos partes: la felicidad subjetiva (de tipo emocional) y la felicidad objetiva, que se produce como resultado inmediato de la satisfacción.
Aunque la felicidad como sensación puede describirse del mismo modo para cualquier individuo, la forma de conseguirla varía según el tipo de sociedad donde se desenvuelva. La cultura y los valores que se le hayan inculcado al sujeto influyen directamente en los criterios que considere para conseguir felicidad.
En el mundo occidental nos presentan ideales de felicidad que se basan en la búsqueda del placer, la perfección y el éxito social; y aunque podemos llamar esto como felicidad objetiva, puede causar incluso un efecto más bien de infelicidad y vacío. Entonces, ¿son completamente errados estos criterios? Quizás no del todo mientras estos no se conviertan en un fin, sino en un medio para alcanzar una felicidad “plena”, es decir, cuando logra complementarse con la felicidad subjetiva.
Hay que darse cuenta que de por sí sola, la felicidad objetiva no es verdadera. Cumplir metas y satisfacer necesidades no implican felicidad real, sin importar cuanto esfuerzo requiera ni con cuanto anhelo lo deseemos. Recordemos la película de Orson Welles, “Ciudadano Kane”. La historia cuenta que Kane, un hombre de origen humilde, tras muchos años de educación y esfuerzo consigue manejar una gran fortuna y hacer todo lo que se propone: posición social, gran cantidad de bienes materiales, influencia político-económica, mujeres, entre tantas cosas, y no obstante al final de su vida no es feliz. ¿No era todo esto lo que garantizaba la felicidad? Kane carecía de afecto y verdadero trato humano, y su último pensamiento no fue sino para un objeto cargado de valor emocional, el cual evocaba el recuerdo nostálgico de una época en la que fue feliz y sin embargo no tenía nada. Antes de morir, Kane se da cuenta de que jamás obtuvo en su vida lo que en realidad quería. Es decir, todas las cosas que logró no eran un fin, como él mismo en vida creyó, sino que había algo más dentro de él que reclamaba ser atendido y que ninguna de estas cosas logró hacerlo.
Pensar con detenimiento y a fondo qué es lo que en realidad se quiere no es tan sencillo, y la respuesta puede variar en cada persona. No existe una pauta a seguir para cubrir la felicidad subjetiva, como la hay para la satisfacción de comer cuando se tiene hambre o dormir cuando se tiene sueño. Hay una escena en la película “Nosferatu: Phatom der nacht” de 1979, donde Drácula frente a Lucy le menciona que “lo realmente doloroso es vivir toda una eternidad sin amor”. Drácula no se refiere en sí al amor de pareja, sino al afecto que por su naturaleza le ha sido negado. A pesar de su fortuna, sus poderes sobrenaturales y su inmortalidad, Drácula lo único que anhela es sentirse humano, o mejor dicho, sentir “humanidad”.
Si hay alguna manera de generalizar la felicidad emotiva y el modo de alcanzarla podría ser humanidad. Algunos la identifican como tranquilidad espiritual, mientras otros dicen sentirla cuando son útiles a los demás; unos la perciben cuando están rodeados de amigos, otros la prefieren en la soledad que les permite estar consigo mismos. Hay tantas formas de felicidad emocional como personas en el mundo, pero lo que la caracteriza es la humanidad. Las hormigas, por ejemplo, no se preocupan por todas estas cosas y logran exitosamente su objetivo de supervivencia, el cual es la verdadera finalidad de toda forma de vida. Los seres humanos también buscamos “supervivir”, pero nos diferenciamos mucho en complejidad al resto de las especies, y por nuestra capacidad de razonar y necesidad de respuesta a nuestras dudas, la búsqueda de la felicidad se trasforma en un valor agregado a dicha complejidad. Pero esta búsqueda puede volverse nociva: al igual que Drácula, hemos destruido tanto y hecho tanto daño buscando felicidad que nuestra capacidad de supervivir parece agotarse, nos hacemos egoístas, nos “deshumanizamos” y nos hacemos desmerecedores de la felicidad.
La “deshumanización” se debe a que nuestros criterios no fueron verdaderamente acertados. Nos llenamos de lujo y placer, intentamos alejarnos del dolor y buscamos la perfección intentando alcanzar esa tan codiciada sensación de bienestar pleno, sin detenernos a pensar las consecuencias que esto acarreará tanto para los demás como para nosotros mismos. Sin embargo, una vida llena de pobreza material e insatisfacción no nos traerá felicidad, no al menos al dejar de ser suficientes para nuestra autorrealización y tranquilidad.
Podemos imaginar un grupo familiar unido cuyo bienestar emocional de sus integrantes es aparentemente bastante elevado; podría deberse esto a sólidos vínculos afectivos, respeto, confianza, comunicación, entre otras cosas que brindan cierta paz interior con respecto al conjunto de personas con quienes se conviven a diario. A pesar de esto, ciertas situaciones de origen material pueden ir contrarias a esta felicidad y reducirla en consecuencia: las sensaciones de frustración al no poder conseguir lo que se quiere, la angustia provocada por deudas económicas, la nostalgia por un ser querido, las necesidades insatisfechas de seguridad y salud, seguido de una extensa lista de realidades cuyo impacto poco a poco va erosionando la felicidad plena. La felicidad subjetiva complementa la felicidad emocional; en el caso de que la primera sea escasa se verá afectada la segunda, o bien, cuando estas no se complementan, decaen, siendo siempre la felicidad plena la que está en juego.
No obstante, por más que nos esforcemos en atender la felicidad objetiva y la felicidad subjetiva por igual, podemos conseguir felicidad plena pero no constante. El mismo hecho de “esforzarnos” por conseguirlo nos llenaría de frustraciones y sinsabores debido a miles de factores que son impredecibles e imposibles de cambiar. Conseguir la felicidad se transformaría además en una meta en busca de satisfacción, y como se ha mencionado antes, cumplir objetivos no es verdadera fuente de bienestar. La situación emocional de un individuo es variable en el espacio, en el tiempo y en él mismo, sin contar los innumerables sucesos que van más allá de la manipulación del sujeto que sin duda afectarán su vida material y espiritual a la vez. Al igual de lo que propone la teoría del caos, los procesos de la realidad dependen de un enorme conjunto de circunstancias inciertas que no podemos manejar. En otras palabras, los hechos contrarios a la felicidad por más, que los rechacemos, existen y se presentaran en nuestra vida sin que podamos evitarlo. Sucede al igual como no podemos evitar un accidente: por más medidas que tomemos, un sencillo incidente puede desencadenar en sucesos mucho más grandes. ¿Quién podía impedirlo? ¿Quién podía elegir quién saldría afectado o quién no? ¿Quién podía predecir el lugar y el momento en que se produciría el accidente? Ciertamente, nadie puede. No está en las manos humanas modificar los acontecimientos directamente, pero lo que si podemos hacer es decidir la manera de afrontarlos.
En la naturaleza nada es uniforme y permanente, sino que se consigue la estabilidad en el equilibrio entre elementos contrastantes, comprende de ciclos y de cambios continuos. No puede existir por tanto, felicidad sin una dosis de desdicha. En consecuencia se puede decir que no existe felicidad plena constante. Aún si pudiera ser así, dejaría de existir la felicidad, o al menos la desafortunada persona que la viviera no se daría cuenta. Nadie puede comer con gusto si jamás ha sentido hambre, ¿quién puede valorar lo que tiene si no ha sabido jamás lo que significa no tenerlo?
Sin duda, en la naturaleza no está prevista la felicidad constante, y al ser nosotros parte de ella, hemos de aceptar humildemente que la felicidad no será eterna. Debemos admitir que el mundo tiene muchas más tonalidades que el color rosa. No podemos huir de los otros colores, aunque también es cierto que somos libres de admirar los que más nos gusten. La felicidad plena pertenece a esa parte del mundo que todos deseamos, pero también viene acompañada de esa parte contraria que incluso, la hace ser aún más deseable. La manera de enfrentar la parte contraria es lo que definirá de nuevo la felicidad. Es comprender quizás que hasta los demás colores son necesarios para componer de nuevo un tono rosa.
Aristóteles decía que el alma es algo más propio del hombre que la materia. Por tanto, declaraba que una felicidad humana tendría más que ver con las actividades del alma que las del cuerpo, aunque sin despreciar las necesidades físicas dentro del bienestar. Por supuesto, este concepto al incluir al alma ya nos expresa la complejidad relacionada con la humanidad. Tal vez la visión de Aristóteles sea la más completa de todas. La felicidad es un mecanismo complicado, al igual que los seres humanos, que no puede ser sistematizado sino que funciona a partir de las “actividades del alma”, la humanidad. Y estas actividades del alma son difíciles de hallar y enriquecer, pero son los mismos individuos quienes tienen que emprender esta búsqueda por sí mismos, en sí mismos.
Aunque quizás puedan la felicidad subjetiva y objetiva reconocerse en cierto modo y hablase de ellas por separado, esto sólo se logra hasta cierto punto, pues una vez que se comienza a hablar de una es imposible excluir la otra. No puede establecerse un límite entre ambos tipos de felicidad, no se puede saber dónde termina una y dónde comienza la otra. Sin guías que nos indiquen un camino, una serie de pasos que demarquen la vía a la felicidad, la única manera de conseguirla es comprendiendo quizás su efecto en la naturaleza humana. La felicidad objetiva y subjetiva pueden comportarse como dos engranajes que dependen el uno del otro para funcionar; forzarlos puede destruir el mecanismo y enfocarse en uno de ellos solamente no será suficiente. El resultado de este conjunto sería una felicidad plena que, aunque no queramos, puede en algún momento decaer. Es precisamente cuando hacemos frente a las situaciones de desdicha que comenzamos a hacer funcionar el mecanismo una vez más, y así acercarnos de nuevo a la plenitud de la felicidad. Aunque puede que hasta la felicidad no vuelva a ser la misma; la manera de verla cambia, porque nosotros también cambiamos. La felicidad es humana, y de allí que también sea imperfecta como nosotros.
martes, 24 de noviembre de 2009
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