lunes, 23 de noviembre de 2009

SOBRE LA LECTURA

LA LECTURA BÁRBARA

Alejandro Rossi

Leer mal un texto es la cosa más fácil del mundo; la condición indispensable es no ser analfabeto. Una vez superada esa etapa, más cívica que intelectual, las posibilidades que se ofrecen para desmantela, tergiversar e interpretar erróneamente una frase, una página, un ensayo o un libro son, no diré infinitas, pero sí numerosísimas. No pretendo ni agotarlas ni clasificarlas, tareas destinadas a eruditos pacíficos o a hombres seguramente geniales. Me conformo con enumerar algunas variedades exponiéndolas no por su rareza sino por su recurrencia. Nada de cisnes negros o tréboles extraños; más bien perros callejeros que trotan en grupo.

Abundan, por ejemplo, quienes reducen la lectura a la búsqueda nerviosa de la “conclusión”, único sitio en el que se detienen, señalándola, por lo general, con algunas rayas victoriosas. La idea subyacente deber ser sin duda la de que todo el resto es un simulacro de argumentaciones y pruebas, una hojarasca inútil sin ninguna conexión con el final. Como si fuésemos las víctimas de un ritual tedioso que obliga a escribir páginas y más páginas antes de llegar a las cinco o seis frases esenciales. Por consiguiente, sólo los ingenuos o los primerizos pierden el tiempo leyendo cuidadosamente todas y cada una de las palabras, sólo ellos postulan la quimera de que la conclusión se apoya en alguna otra parte. Almas blancas que deletrean con cuidado, temerosas de saltarse un renglón. El texto —déjense de cuentos— no es una estructura verbal compleja e interdependiente; es una mera excusa para introducir el parágrafo clave. Imagino que esta visión degradada de la lectura es la propia de quien está forzado a consumir la prosa burocrática, los innumerables informes, los proyectos, las disculpas, las peticiones. En ese remolino de letras quizá no haya otra manera de sobrevivir. Unos más, otros menos, todos hemos remado en esa galera y todos aprendimos a utilizar el famoso lápiz rojo. El desastre sobreviene cuando esos hábitos no son conscientes y actúan sobre un escrito que no se propone pedir un aumento o solicitar un préstamo o esbozar la solución de aquel problema tan espeluznante y tan urgente. Cuando eso sucede, se practica una lectura primitiva e injusta, disfrazada de eficacia y malicia y cuyo resultado es una triste comedia de equivocaciones, sorpresas y altanerías. Lectores mediocres para quienes el universo es una oficina y una página siempre es un oficio.

También existe el vicio contrario: leer las primeras seis o siete líneas y creerse autorizado a adivinar lo que sigue. Aquí opera de nuevo una imagen complaciente de sí mismo: la de una persona tan avezada en el mundo de las ideas que las primeras disposiciones tácticas son suficientes para prever todas las etapas sucesivas. Como un matemático que frente a unos axiomas supiera instantáneamente cuáles son los teoremas que pueden derivarse. Esa vanidad, en el fondo, se mezcla con una actitud pasiva y escéptica ante la labor cultural, una actitud que goza la posibilidad de que no haya nada nuevo bajo el sol. Segrega su egoísta y minúscula profecía amparado en la ilusión de que ya ha visto ese y cualquier otro espectáculo.

Muchas veces, sin embargo, la mala lectura es la consecuencia de la popularidad que alcanzan ciertos géneros. Cada cultura tiene sus preferidos. Entre nosotros se reparten los favores —apenas exagero— el libro de texto y el testimonio. Los dos contribuyen a configurar lo que podríamos llamar la “retórica del texto valioso”, la cual codifica las propiedades que debe reunir un trabajo para que sea considerado importante, significativo, comprensible.

El libro de texto, desde el manualito sombrío hasta el vademécum oleoso, se beneficia de la convicción generalizada de que hay que aprender y, sobre todo, aprender rápido. La pedagogía lo redime y lo presenta como un instrumento necesario e indispensable en la lucha por la educación; si agregamos la creencia de que la educación conduce a un estadio superior —sea éste el que fuere—, estaremos a un paso de elevar el libro de texto a los altares ideológicos. Una vez allí, no hay quien lo empañe. Como por definición se dirigen a un público ignorante, es natural que sean simples, poco matizados y frecuentemente dogmáticos. Que en ocasiones sea difícil distinguirlos de un catecismo o de un recetario es algo que sólo asustará a los beatos de la cultura. Quien escribe un libro de texto se convierte en un misionero, un hombre que ha entendido que no es el caso —ahora— de cavilar sobre los misterios de la Trinidad. En cuanto al testimonio conviene, naturalmente, que sea político o, por lo menos, sociologizante, con una cierta profusión de palabras sagradas —dependencia, explotación, gorilas, tercer mundo, subdesarrollo, producto nacional bruto, etc. — y que además esté redactado en una forma tal que no quede la menor duda acerca de la indignación del autor. Es imprescindible que sea una denuncia, un alegato. Su aparente urgencia lo disculpa de cualquier compromiso teórico: una astucia puede pasar por una explicación, una tautología por un pensamiento sintético, una generalización vacua por una predicción, una correlación elemental se verá como un ejemplo de dialéctica viva y palpitante, la historia transformándose ante nuestros ojos. La relevancia, por otra parte, será mayor si describe no una calamidad antigua o constante, sino un acontecimiento efímero, pasajero, volátil. Lo que se vio, lo que se escuchó, lo que se vivió entre el 14 y el 25 de noviembre o durante la noche fatal del 13 de abril. Libros que, en la mayoría de los casos, magnifican sucesos mínimos, aportan datos triviales, nos quieren imponer conversaciones de sobremesa y ejercen el terrorismo de la espontaneidad. Género híbrido que participa del noticiero cinematográfico, la grabadora y el sermón.

El lector, aturdido por esos testigos y educado en esos compendios, se acostumbra a asociar ciertos temas con unos procedimientos estilísticos definidos. Así, los problemas políticos deben tratarse con una prosa didáctica, aséptica e informativa; la virtud suprema es la literalidad y el único adorno tolerado son las citas de los clásicos, esos beneméritos nunca suficientemente leídos. La repetición no es un defecto, sino una vieja sabiduría del aula. Para evitar confusiones es aconsejable no escribir a secas norteamericano; es mucho más claro decir “los imperialistas norteamericanos”. También ayuda, cuando se menciona a la Unión Soviética, añadir “la patria del socialismo” o “revisionista” al hablar de Trotsky o “lacayo” si el tema es un presidente bananero. El otro tono admitido para las cuestiones políticas es la página violenta, pero siempre que se sujete — esto es lo esencial— a los adjetivos y a las figuras retóricas establecidas. La sátira y la ironía, esas armas tradicionales, suelen estar excluidas del arsenal local porque las confunden con la ambigüedad y con la indefinición. Para esos despistados habría que escribir como en un pentagrama, indicando con un garabato los momentos paródicos o los pasajes donde se intenta la burla; y quizá habría que emplear dos garabatos para hacerles entrar en la cabeza que la “posición” del autor puede expresarse al través de la elección de un verbo, mediante recursos lingüísticos cuyo fin es ridiculizar o desnudar la tesis contraria. Habría que inventar más garabatos aún para recordarles que la estructura de un parágrafo y el tono de la voz son a veces equivalentes a una opinión. Incluso el humorismo es sospechoso y sólo se le reconoce en los dibujos de las tiras cómicas o en sus presentaciones más primarias: la descripción de un banquete donde los ricos llevan monóculo, lucen calvas crueles, cuello carnosos, mientras las mujeres, no obstante la abundancia de sillas, se empeñan en sentarse sobre las rodillas de esos tiburones.

El lenguaje no es la única víctima. La principal es el lector que ha sido adiestrado en el reconocimiento de unas cuantas fórmulas pobretonas y monótonas. Le han enseñado una retórica escuálida que lo separa a la vez de la estética y de la crítica. Un lector que cae en un mar de perplejidades si el ensayo o el libro se apartan un milímetro del sonsonete habitual; un lector, por consiguiente, que se escandaliza con demasiada facilidad. Un lector a quien le han cerrado muchas puertas. La lectura bárbara a la que está encadenado es, en definitiva, la reducción del lenguaje a registros mínimos y clasificados. Pero un lenguaje amputado corresponde siempre a un pensamiento trunco.

Esquema del texto:

1. Tesis: Leer mal es un error muy frecuente que conlleva a un pensamiento limitado.

2. Modelos más comunes de mala lectura: (expresiones del problema)
2.1 La búsqueda precipitada de la conclusión (suponer que todo lo
demás que está en el texto es accesorio).
2.2 Leer sólo las primeras líneas y adivinar el resto (suponer que ya
todo está dicho y por lo tanto es previsible).

3. Causas de la mala lectura: popularidad excesiva y uso casi exclusivo de ciertos géneros que se tipifican como modelos (“textos valiosos” que codifican las características de lo que se supone importante):
3.1 El libro de texto pretende agilizar el aprendizaje: simplifica, no
matiza, dogmatiza.
3.2 El testimonio: tiende a valorar sólo lo político o sociologizante,
emplea términos muy repetidos, es irresponsable teóricamente, distorsiona los hechos.

4. Consecuencias:
4.1 Los lectores reproducen esas formas limitadas de expresión lingüística en su escritura (se reduce el lenguaje a formas mínimas).
4.2 Se trunca el pensamiento.
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LEER

Juan Nuño

HÁBITO placentero que algunos solemos padecer gustosos y que en los tiempos que corren la mayoría tiende a perder, sí acaso alguna vez lo tuvo. No sólo la maldita caja de sombras y ruidos tiene la culpa: quizá por haber aumentado de tan descomunal modo el número de escritos, han desfallecido los lectores, asustados ante la imposible tarea. A poco que se piense, se reparará en que leer es en realidad lo opuesto, no a escribir, sino a hablar: cuando se habla, rara vez se escucha. Escribir es una lectura egoísta con uno mismo: los demás no cuentan.

Hay muchas formas de leer: puede hacerse sentado, de pie, caminando, en la cama, en un vehículo en movimiento y aun en otros sitios poco honorables, pero no menos habituales; lo que no puede hacerse es leer mientras se trota cual ridícula avestruz: será por eso que cada día hay más estúpidos en magnífico estado de salud. En el pasado, solía leerse acompañado o porque sólo uno sa­bía hacerlo o porque alguien tenía visión débil o por el placer de contar con un sumiso sirviente para tales menesteres. Pasaba entonces la lectura a ser declamación, cosa muy diferente, pues en ella el lector real no atiende a lo que lee, sino a sus efectos en quien le escucha, y éste, suavemente anestesiado por la voz de yeso del lector, termina por aletargarse. Ahí comenzó la decadencia de la lectura y el principio de la horrenda pantalla.

Aseguraba Unamuno que jamás intentaba leer un libro que se le resistiera; si al primer intento no lograba hincarle el diente, decía don Miguel que presto lo abandonaba, con el aplastante argumento de que aquello no había sido escrito para él. Con el desdén que sentía por los gabachos, seguro que maldeciría del versito de Baudelaire: «Hypocrite lecteur/Mon sembleble, mon frére!.» Pero a lo mejor se hubiera reconciliado con dios de haber conocido aquella caria de Flaubert, de 1857, a la encantadora mademoiselle de Chantepie: «No lea us­ted como los niños, para distraerse, ni como los ambiciosos, por el afán de instruirse: lea para vivir». O mejor, vivir para leer, como hizo Borges largamente, y así poder ejercer «el oficio de cambiar en palabras nuestras vidas», que es apenas volver la oración por activa.

Y que conste que el ars legendi no es cosa sencilla de adquirir: no se trata de leer por leer. Más de uno lo hace para evitar pensar o para hacerlo con cabeza ajena, como aquel Autodidacta sartriano, lector infatigable del libro más es­túpido que haya producido el ingenio humano, el diccionario. Buena lectura es la que mata algo para que nazca otra cosa en el interior del lector; a veces, sólo mata, que no es tan malo cuando se trata de arrancar malas hierbas, formadas quién sabe cómo. Pero la lectura no tiene que ser buena ni mala, que en tal caso se torna en servicio, auxiliar de los defectos o rebajador de las virtu­des; la gran lectura, la única digna del nombre, es la que sólo da placer, ese perverso placer solitario de sentirse acariciado por palabras casi siempre aje­nas. Doblemente perverso: no tanto por lo de la soledad cuanto por la milagrosa trasposición de los sentidos, pues en la lectura vuélvense los ojos puerta insospechada, espejo de Alicia, el más recomendable de los voyeurismos. Lo plasmó, insuperable, don Francisco de Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos / Con pocos pero doctos libros juntos / Vivo en conversación con los difuntos / Y escucho con mis ojos a los muertos”.


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LO QUE ENSEÑAN LOS CUENTOS

Fernando Savater

He oído a ciertas personas decir delante de criaturas de tierna edad que leer es cosa muy educativa: sin deseos de caer en extremismos, creo que deberían ser quemadas a fuego lento. No sé si leer es cosa muy educativa, lo único que sé es que la educación resulta de entrada el motivo menos seductor para dedicarse a la lectura. Cuando pienso en una lectura educativa, me imagino uno de esos diálogos beckettianos recomendados por los oligofrénicos profesionales para aprender idiomas: “¿Es su padre torero o posee una casa en las afueras?”; “Mi vecino me ama y tiene una bufanda”, etc. Aunque mi ineptitud para aprender idiomas no me recomienda precisamente como ejemplo, puedo asegurar que he aprendido a leer en inglés gracias a Lord of the Rings, dos diccionarios y un maravillosamente largo mes de agosto. La mínima sospecha de que estaba contribuyendo a mi perpetuamente deficiente educación me hubiese desmovilizado por completo: yo sólo quería saber qué les iba a ocurrir a Frodo, Pippin y Aragon. Quizá a fin de cuentas conseguí educarme un poco, pero lo verdaderamente importante es que aprendí otra estupenda historia.

Lo que quiero decir es que la educación es una cosa muy necesaria (aunque a veces tiene tendencia a confundirse con la formación profesional, cuya utilidad es de otro orden más subordinado), pero la literatura es realmente imprescindible. Me refiero, para ser más preciso, a esa parte de la literatura llamada ficción. Sin educación, los recursos de la subjetividad quedarían desaprovechados; pero sin la ficción literaria, no podría haber subjetividad. Dice Nabokov que la literatura la inventó aquel primer pastorcillo enviado a guardar los rebaños de la tribu y que un día volvió entre los suyos gritando “¡el lobo, el lobo!” cuando no había ningún lobo a la vista. Pero ¿qué otra cosa es lo que llamamos “espíritu” o subjetividad que la posibilidad de representarnos internamente lobos que no hay y de urdir en lo íntimo la historia de lo que ya no pasa o de lo que aún no pasa? Si desapareciera la literatura no perderíamos un arte, sino el alma. Como puede imaginarse, los problemas educativos resultan casi banales al lado de este prodigioso riesgo.
El libro es el segundo soporte en antigüedad y respetabilidad de la ficción literaria, tras el primero y más importante que es la voz humana. En la actualidad hay una gran preocupación por la supuesta decadencia de la lectura, que me parece encerrar al menos dos equívocos. Primero, no es lo mismo “decadencia del libro” que “decadencia de la letra impresa”: hoy jóvenes y mayores leen más que nunca, aunque no sean papeles sino pantallas. Segundo, la ficción no está ligada al porvenir del libro ni toda literatura ha de ser forzosamente impresa: contar a través de imágenes no es ni menos lícito ni menos “intelectual”. Me parece un disparate retrógrado alejar al niño de la televisión donde está viendo una película de Spielberg para imponerle una novela de Salgari. A los doce años, leía diariamente novelas de Marcial Lafuente Estefanía y de “El Coyote”, empresa ni más ni menos sutil (e imprescindiblemente) literaria que ver todas las tardes “El equipo A”.No creo que sea cierta la decadencia de soporte-libro, pero estoy seguro de que es falsa la suposición de que la desaparición de los libros acabaría con la literatura.
Naturalmente, habrá gente que deplore por igual a Spielberg y a Salgari, a Marcial Lafuente Estefanía y al “Equipo A”. Suponen que a los niños habría que darles “otra cosa”, algo un poco más formativo o educativo. Entretenimiento sí, pero entreverado de cualidades que vayan más allá de lo meramente entretenido. En una palabra, instruir deleitando. Por experiencia propia diré que la mayoría que conozco de instruir deleitando son dudosamente instructivos y deplorablemente nada deleitosos. El error, a mi juicio, de los partidarios de esta edificante actitud se basa en un olvido elemental, a saber: que en literatura lo único inapelable y duraderamente instructivo es el deleite mismo. Algo que hace disfrutar ya está enseñando algo, y algo infinitamente difícil y precioso, lo más básico para vivir cuerdamente: está enseñando a pasarlo bien.

Por supuesto, las mejores ficciones que un niño puede leer enseñan, junto a su fundamental lección de deleite, muchas pequeñas lecciones utilísimas: yo aprendí en El escarabajo de Oro de Poe a escribir con tinta simpática, en Guillermo Brown a preparar agua de regaliz y en varias historias de náufragos a construir una almadía con troncos de árboles y lianas trenzadas. Pocas instrucciones me han sido tan preciosas en mi vida como éstas y otras semejantes. Gracias a ellas he sobrevivido a los atroces peligros del crecimiento y la respetabilidad. En líneas generales, no creo que exista una literatura infantil, sino sólo un tipo de literatura -por lo común no escrita primordialmente para ellos- que gusta a los lectores más jóvenes, lo sean por edad o por mentalidad. En este tipo de ficción es importante ante todo el sentido de aventura. Sin aventura (es decir, sin riesgo, sin reto, sin enfrentamiento al mal, sin exploración, sin miedo, sin misterio, sin compañerismo, sin travesía, sin romance en el sentido inglés del término) no hay literatura propia para jóvenes, sino cursilería y adoctrinamiento. El peligro de la literatura de aventuras es la vulgaridad, pero prefiero y preferiré hasta la muerte la vulgaridad a la cursilería y al adoctrinamiento.

Algunos educadores me han hecho saber que este tipo de relatos embota o no desarrolla suficientemente la sensibilidad, que en ocasiones pueden ser brutales, que no favorecen más que características odiosamente masculinas en los niños y adolescentes que lo frecuentan, sobre todo si son de sexo femenino. Toda mi experiencia personal es contraria a semejante suspicacia. Las mujeres más sensibles que he tenido ocasión de conocer (lo que no quiere decir las más “dulces” ni las más “hembras”) se han formado en la literatura de aventuras y en buena medida guardan su aprecio adulto por ella. Si se me permite el testimonio personal, yo mismo tengo muy desarrolladas mis cualidades femeninas y nunca renunciaré a mi dosis semanal de ficción aventurera, que me inyecto en vena desde los siete años. Los cuentos no son brutales ni enseñan a serlo; son crueles, a menudo feroces, pero siempre defienden la pureza valerosa que en el hombre remedia y vence a lo cruel y lo feroz. No dicen que la vida sea idílica, tranquila, armónica, siempre gratificante: dicen que para quien lucha bien, la vida es posible sin dejar de ser humana. En modo alguno se exalta sin más la fuerza bruta por sí misma, sino lo contrario. Como señala G.K. Chesterton, uno de los mejores conocedores del tema: “Si el narrador de cuentos de hadas hubiera querido meramente establecer que ciertos seres han nacido más fuertes que otros, no se hubiera entretenido en elaborar trucos de herramientas y trajes para vencer al ogro. Se hubiera limitado sencillamente a dejar vencer al ogro”. En el cuento, las herramientas, armas mágicas y disfraces son emblemas de la cualidad moral enérgica y confiada que puede alcanzarse sobre la mera fuerza bruta. Nada demuestra más valerosa sensibilidad que esta lección.
Pero aún hay algo más profundo en los relatos de aventuras, la percepción mítica de que aún lo peor del mundo lo más hostil a la personalidad y fraternidad humanas, lo que menos repara en nosotros o más nos amenaza, quiere también ser regenerado por nuestro esforzado coraje: pide, desde su rugiente animadversión, ser incorporado a nuestra tarea. En el cuento el dragón no es un obstáculo para llegar a la princesa, sino el medio para alcanzarla: aún más, es la princesa misma la que espera nuestra conquista y nuestro amor. En sus cartas a un joven poeta, escribe alguien tan poco sospechoso de embotada sensibilidad como Rainer Maria Rilke: “¿cómo habríamos de olvidar esos antiguos mitos que están en el comienzo de todos los pueblos, los mitos de los dragones que, en el momento supremo, se transforman en princesas? Quizás todos los dragones de nuestras vidas son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes. Quizá todo lo espantoso, en su más profunda base, es lo inerme, lo que quiere auxilio de nosotros.” Sencillamente pienso que no puede brindarse lección más alta ni más honda. De hecho, es tan alta y tan honda que ya no es una lección en absoluto, no tiene nada que ver con la educación como formación profesional ni con ninguna otra forma de instrucción funcional.
Supongo que la literatura llamada infantil cabe en la escuela, porque la escuela no es simple doma ni adiestramiento: si se me apura, la escuela puede tener objetivos más altos que la mera educación. Pero ante todo, la literatura -tanto para el niño como para el adulto, tanto escrita como oral o dibujada o filmada- es cultura, es decir, promoción, reforzamiento y garantía de la vida en tanto humana. Da lo mismo que ganemos por ella tal o cual conocimiento, tal o cual destreza: lo importante es que por medio de la ficción se asienta y crece el alma. Y sin alma de nada sirven conocimientos y destrezas: miremos sin complacencia ni desesperación a nuestro alrededor.


Fuente: “Papel Literario” En: El Nacional. Caracas, 1 de julio de 1990. p.1


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El LIBRO

Jorge Luis Borges

De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.
En César y Cleopatra de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el libro.
Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay páginas preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo que dice Spengler.
Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro —cosa que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aquella frase que se cita siempre: Scripta maner verba volat, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; atado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.
Tomaremos el primer caso: Pitágoras. Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que la letra mata y el espíritu vivifica, que vendría después en la Biblia. Él debió sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los pitagóricos profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que muy tardíamente descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que fue refutada por San Agustín en La ciudad de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por Blanqui... y por tantos otros.
Pitágoras no escribió voluntariamente, quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del maestro.
No sabemos si inició la doctrina del tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban. Pitágoras muere corporalmente y ellos, por una suerte de trasmigración —esto le hubiera gustado a Pitágoras— siguen pensando y repensando su pensamiento, y cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el maestro lo ha dicho (Magíster dixit).
Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también un maestro oral.
De Cristo sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño. Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El libro del esplendor), El Séfer Yezira (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.
Platón pudo desterrar a los poetas de su República sin caer en la sospecha de la herejía. De estos testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de Séneca. En sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien volúmenes; y quién —se pregunta Séneca— puede tener tiempo para leer cien volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.
En la antigüedad hay algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Estos piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el Corán se habla en forma asaz misteriosa de la madre del libro. La madre del libro es un ejemplar del Corán escrito en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese mismo libro - lo dice el Corán-, ese libro está escrito en el cielo, que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman los sulems o doctores musulmanes.
Luego tenemos otros ejemplos más cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente la Torá o el Pentateuco. Se considera que esos libros fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución de libros de diversos autores y edades a un sólo espíritu; pero en la Biblia misma dice que el Espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea de juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un sólo libro, cuyo título es Torá (Biblia en griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu Santo.
A Bernard Shaw le preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: <>. Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más. El Quijote, por ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un texto absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar. Pensemos en las consecuencias de esta idea. Por ejemplo, si yo digo:
Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas,
verde prado, de fresca sombra, lleno

es evidente que los tres versos constan de once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.
Pero, qué es eso comparado con una obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la Divinidad que condesciende a la literatura y dicta un libro. En ese libro nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras. Se entiende, por ejemplo, que el principio de la Biblia: Bereshit baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada. Eso nos lleva a la Cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro sagrado dictado por la Divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los antiguos pensaban. Éstos pensaban en la musa de modo bastante vago.
<>, dice Homero al principio de la Ilíada. Ahí, la musa corresponde a la inspiración. En cambio, si se piensa en el Espíritu, se piensa en algo más concreto y más fuerte: Dios, que condesciende a la literatura. Dios, que escribe un libro; en ese libro nada es casual: ni el número de las letras ni la cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos de palabras con las letras, de que podamos tomar el valor numérico de las letras. Todo ha sido ya considerado.
El segundo gran concepto de libro —repito— es que pueda ser una obra divina. Quizá esté más cerca de lo que nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es decir, un mero sucedáneo de la palabra oral. Luego decae la creencia en un libro sagrado y es reemplazado por otras creencias. Por aquella, por ejemplo, de que cada país está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes denominan a los israelitas, la gente del libro; recordemos aquella frase de Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia, los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, el de que cada país tiene que ser representado por un libro; en todo caso, por un autor que puede serlo de muchos libros.
Es curioso —no creo que esto haya sido observado hasta ahora— que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al Dr. Johnson como representante, pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es -digámoslo así- el menos inglés de los escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.
Otro caso es el de Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante, que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto de patria; elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.
En Francia no se ha elegido a un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; Hugo con esas grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es típico de Francia.
Otro caso aún más curioso es el de España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por Quevedo. Pues no, España está representada por Miguel de Cervantes. Cervantes es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.
Es como si cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de contraveneno de sus defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como libro, ¿cómo pensar que nuestra historia esté representada por un desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad.
Sobre el libro han escrito de un modo tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos pocos. Primero me referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo hay una frase memorable: <>.
Montaigne apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que si él encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.
Recuerdo que hace muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores. Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.
Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón. Luego enumera los autores que le gustan. Cita a Virgilio, dice preferir las Geórgicas a la Eneida; yo prefiero la Eneida, pero eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con pasión, pero dice que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.
Emerson lo contradice —es el otro gran trabajo sobre los libros que existe. En esa conferencia, Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces ellos despiertan. Dice que podemos contar con la compañía de los mejores hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos y preferimos leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.
Yo he sido profesor de literatura inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de alguien. Yo diría que lo más importante de un libro es la voz del autor; esa voz que llega a nosotros.
Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.
Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Les debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro. Puedo decirlo de un modo que puede parecer patético y no quiero que sea patético; quiero que sea como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.
Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver, y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.
Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye así mismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.
El concepto de un libro sagrado, del Corán o de la Biblia, o de los Vedas —donde también se expresa que los Vedas crean el mundo, puede haber pasado, pero el libro tiene todavía cierta santidad que debemos tratar de no perder. Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas pero si leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.
Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado.
He hablado en contra de la crítica y voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del siglo XVII, Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido renacido. Lo mismo pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez Estrada, el Martín Fierro no es el mismo. Los lectores han ido enriqueciendo el libro.
Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respecto supersticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.
Eso es lo que quería decirles hoy. 24 de mayo de 1978

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