OCIO Y NEGOCIO (1971)
Arturo Uslar Pietri
En los largos períodos de vacaciones el hombre siente un indudable desajuste. No es fácil no hacer nada o interesarse suficientemente por alguna forma de actividad simulada. No es solamente que se rompe un hábito muy anclado en la naturaleza humana, el de hacer y tener que hacer, sino que se produce una especie de desviación de un instinto.
El hombre no parece hecho para el ocio, como tampoco lo está ningún animal. El descanso para el animal es tan sólo el sueño, la vigilia es siempre activa. La vigilia del animal salvaje es una constante disciplina de trabajo para lograr el alimento, para defenderse del enemigo, para obtener la hembra. No hay vacaciones para los seres que viven en la naturaleza.
El ocio forzado de las prisiones fabrica neuróticos. Como el ocio dorado de la riqueza sin empleo también los fabrica. El trabajo ha sido una extraordinaria disciplina social a todo lo largo de la historia. Nada representa más el equilibrio del buen ajuste natural del hombre con el medio que el campesino en su labranza o que el artesano en su taller. Hacen para vivir y también viven de lo que hacen. El hacer es una forma esencial del vivir. El hacer arraiga y la inactividad desarraiga.
Los sicólogos nos dicen ahora que el trabajo es más que una disciplina sana de la vida, que es una necesidad del espíritu humano. El hombre trabaja no sólo para comer, sino para llenar otra necesidad no menos importante de su naturaleza, la de crear. Todos los seres humanos, en grado variable, tienen la vocación de una actividad creadora, de realizar algo que se deba a ellos. Lograr el trigo o el maíz de la tierra, o hacer con la madera una silla o una mesa, o hacer música con la voz y las manos, o pintar en la pared la silueta de una visión.
En este sentido las civilizaciones son las grandes hechuras colectivas del instinto creador del hombre. El descansar no podía ser sino un alto en el hacer.
Dentro del archivo viviente del idioma nos ha quedado la palabra holgar. De ella nos vienen holganza, huelga y holgazanería. Holgar no es otra cosa que detenerse en el sumo cansancio a respirar como un fuelle, para recobrar el aliento. Como también negocio no era, al comienzo, sino la negación del ocio. Una negación impuesta por una necesidad creadora de la naturaleza humana.
El problema consiste ahora en que el ocio se presenta como una alternativa general para todos los hombres. Con el desarrollo de la tecnología, con la multiplicación de las máquinas substitutivas del esfuerzo físico y también mental del trabajador, la perspectiva más segura es que cada vez haya menos necesidad de trabajo y más gente enfrentada con los problemas de la holganza. Es decir más ocio y menos negocio.
El crecimiento de la productividad lograda por la revolución tecnológica lleva a que cada vez con menos tiempo cada trabajador produzca más riqueza. Se ha previsto que puede llegarse en el futuro a una semana de treinta horas de trabajo y a un año de cuarenta semanas. Tampoco éste es un límite máximo, sino una etapa.
Alguna gigantesca readaptación de las condiciones de existencia en la sociedad tendrá que ocurrir para que ese inmenso ocio no se convierta en una enfermedad contra la salud mental y el bienestar colectivo. Algo que no puede ser simplemente la substitución de la actividad por un juego. Algo en que el hombre pueda poner y recibir la misma compensación creadora que el trabajo significó para él desde que era un cazador primitivo.
Una vida de descanso sin tregua o de falsificación artificial de la actividad podría ser un infierno. O por lo menos llegar a romper los resortes sicológicos que han hecho que el hombre llegue a ser el hombre.
Lo que está en juego es su propia capacidad creadora. Necesita el negocio, incluso para que pueda tener sentido y validez el ocio.
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LOS VENEZOLANOS Y EL TRABAJO
Arturo Uslar Pietri (1997)
Culturalmente, el venezolano no ha asociado nunca la idea de riqueza con la idea de trabajo. Este es un aspecto muy importante, digno de ver. Somos los hijos de una herencia cultural y, en el fondo de nosotros, a veces subconsciente o inconscientemente, aparecen esas concepciones casi instintivas que hemos recibido, que hemos mamado, que hemos heredado de un pasado muy remoto.
Los tres grandes actores culturales que formaron, por así decirlo, el sustrato cultural de la Venezuela actual no nos dieron una herencia positiva que asociara la idea de trabajo y la idea de riqueza. Todo lo contrario.
Habría que empezar por evaluar esa herencia cultural. Empecemos por el español del siglo XVI; no valoraba el trabajo, lo despreciaba, el trabajo era servil, el trabajo descalificaba socialmente, no se podía ser hidalgo, condición a la que aspiraban millares de españoles o que la ostentaban, si se podía probar de alguna manera que se había trabajado alguna vez o que se trabajaba. Para el hombre de condición, para el hombre de respetabilidad social, el trabajo no entraba en las posibilidades, las cuales eran muy sencillas: o la corte, la función pública; o la guerra, la acción armada que permitía a una persona subir socialmente; o la iglesia. Esos eran los caminos que estaban abiertos. El camino del trabajo no existía porque descalificaba socialmente.
Hay dos personajes que la literatura española del siglo XVI ha retratado admirablemente y que reflejan este conflicto fundamental. Uno es el hidalgo. Don Quijote era la personificación del hidalgo por excelencia, pero como Don Quijote había millares de hombres que vivían en la pobreza, en la mayor estrechez, para mantener sus pretensiones de nobleza, para no descalificarse socialmente, llegando a los mayores sacrificios. En uno de los grandes libros de la literatura española del siglo XVI. El lazarillo de Tormes, que es una obra fundamental para entender nuestro pasado cultural, se pinta el caso del hidalgo que se moría literalmente de hambre, que mandaba a su criado a pedir limosna en las calles porque el no podía trabajar, porque él no debía trabajar, porque si trabajaba se descalificaba socialmente. Había un menosprecio inmenso del trabajo, el trabajo descalificaba, el trabajo era servil, era para los villanos, para los servidores pagados, pero la gente que aspiraba a alguna consideración social no podía trabajar. Eso duró mucho tiempo y eso lo trajeron a América los conquistadores españoles. Los hombres que venían a la conquista de América venían porque no querían trabajar, venían de hacer actos heroicos, a jugarse la vida para no trabajar, para ser señores, venían a América a ser señores y eso estaba en el fondo de la mentalidad de ellos, de modo que el trabajo no entraba en su panorama moral y social.
Eso llegó hasta el final de la colonia. Ya muy adelantado el siglo XVIII, el padre de Don Francisco de Miranda se vio negado y objetado en su aspiración a que se le considerara miembro de la nobleza criolla porque tenía una tienda, trabajaba, y eso lo descalificaba socialmente. Esta es una herencia muy importante que está en el fondo de nuestros genes, el menosprecio al trabajo, y que lo refleja mucho el refranero criollo, el trabajo es para los burros, el hombre inteligente y vivo no necesita trabajar, tiene otras vías y otros caminos.
El otro personaje, junto con el hidalgo, que aparece en la España del siglo XVI es el pícaro. El pícaro también explica nuestra herencia cultural. Así como el hidalgo se dejaba morir de hambre para no trabajar, el pícaro hacía las cosas más audaces, atrevidas e ingeniosas para no trabajar, para vivir al margen de la sociedad haciendo engaños, maniobras y vivezas.
Junto a ellos tenemos a otro actor cultural, el indio. El indígena, en general, estaba en una etapa muy primitiva de evolución y la mayor parte de ellos era cazadora y recolectora, de modo que la idea de trabajo, el concepto europeo de trabajo, no entraba en su mente. El primer gran fracaso que tuvo la colonización española en América, allá en la época de Santo Domingo, fue la imposibilidad de hacer que el indio trabajara. No podía trabajar, no entendía el trabajo. El no trabajaba, él cazaba, pescaba, recolectaba frutas, pero no entendía que existía un horario y que se le pagara por ello. Eso no entraba en su tradición cultural, ni se alimentaba para hacer un trabajo sostenido, ni entendía que eso fuera otra cosa que una arbitrariedad y, por lo tanto, trabajaba mal, se fugaba, se sublevaba, y eso explicó porque tuvo que venir el africano. De modo que por el indígena no nos viene una herencia de trabajo, sino una herencia de vida en la naturaleza que provee lo necesario por la caza y la recolección, que no tienen nada que ver con lo que es propiamente el trabajo.
El otro gran personaje fue el africano. El africano era el esclavo y el trabajo era la obligación de los esclavos, y fueron los esclavos los que hicieron con su trabajo lo que había en este país a fines del siglo XVIII como riqueza. ¿Cómo podía el esclavo asociar la idea de trabajo con la idea de riqueza, si el trabajo era una maldición, era una condición servil de la que había que huir? El trabajo no podía asociarse en él con ninguna idea de riqueza porque él no podía enriquecerse. Lograban tener a veces un pequeño peculio, por favores del amo, pero como actividad lucrativa la esclavitud no lo fue nunca.
Esas tres fuentes culturales están en el fondo de nuestra subconsciencia y explican en gran parte por qué tenemos tan poco aprecio por el trabajo como fuente de riqueza, por qué ni el español, ni el indígena, ni el africano pudieron formarse nunca esa asociación de ideas.
Históricamente, tampoco. La primera gran diferencia que hay entre la colonización de la América del Norte y la colonización española de la América Latina es la razón por la que se hizo la colonización y cómo se hizo la colonización de la América del Norte. La hicieron colonos, grupos de familia, de trabajadores rurales, el hombre, la mujer y el hijo que habían sido granjeros en Inglaterra y que se trasladaban a América a hacer lo mismo, a ser granjeros, a establecer una familia, a iniciar una explotación agrícola en medio de los indígenas. Los españoles no vinieron a ser granjeros, ni lo fueron nunca. Venían a ser conquistadores, venían a lograr un destino señorial en el cual no entraba nunca la idea de que ellos podían venir con su familia a establecerse, a trabajar un pedazo de tierra a labrarlo.
Ese es un hecho muy importante para descubrir muchas de nuestras actitudes tradicionales. Históricamente, Venezuela comienza con los conquistadores, cuando se empieza la aventura de descubrir el territorio venezolano, lo que más tarde vino a ser Venezuela. La primera penetración, la primera exploración de todo el territorio venezolano, duró más de un siglo, y lo que permitió inventariarlo realmente tuvo una sola causa y solo motivo: la búsqueda de El Dorado. No podía haber asociación más violenta de riqueza con azar, ni divorcio más completo de riqueza con trabajo.
Los Welser y los conquistadores españoles son coetáneos y vinieron a América no a establecer sociedades productivas, no a colonizar, no a establecer familias ni núcleos familiares; vinieron a buscar El Dorado. Eso duró más de un siglo, hasta bien entrado el siglo XVII, y se recorrió todo el territorio de Venezuela en las búsqueda de ese fantasma prodigiosos, de la inmensa riqueza, de la más grande riqueza. La búsqueda de El Dorado es la búsqueda del tercer imperio, el más grande de todos. La etapa de las Antillas de la conquista española fue siempre un fracaso, no encontraron oro, no encontraron esclavos, los españoles no vinieron a trabajar, de modo que el resultado fue muy negativo. Pero muy pronto encontraron a México, el primer gran imperio, encontraron aquella presencia inmensa de una sociedad madura llena de riqueza y llena de oro, fue un gran descubrimiento para la rapiña. Muy poco después se descubrió el segundo gran imperio, el Perú, que fue igualmente otro hallazgo descomunal, en el que se encontró lo que está simbolizado por aquella escena del cuarto que llenó Atahualpa de oro hasta donde alcanzaba la mano de un soldado extendida. De modo que eso hizo pensar que existía otro gran imperio más rico que México y el Perú y ese tercer imperio debía ser El Dorado. Se le buscó por todas partes, en el territorio del actual Ecuador, en la meseta de Bogotá. Se le buscó intensamente en toda Venezuela, por los llanos y por la selva amazónica. Se le buscó por el Amazonas mismo y terminó en la última y trágica etapa de la aventura de Walter Raleigh, ya entrado el siglo XVII, que vino a buscar El Dorado, que anunciaba que era el más rico imperio del mundo, que haría de la reina de Inglaterra un monarca más rico que el Gran Turco.
De modo que empieza el país con esa visión de El Dorado y, cuando no se le encuentra, lo que surge es una resignación: han fracasado, van a tener que trabajar.
A este propósito quiero recordarles un dato curioso. En el siglo XVI unos conquistadores españoles de la actual Argentina le escribieron una patética carta a Felipe II pintándole las miserias horribles en que estaban y la escasez espantosa en aquella tierra, que es una de las más fértiles y ricas del mundo, y para mostrar el extremo grado de pobreza y de desamparo en que estaban le decían; ìHemos tenido que llegar a trabajar con nuestras manosî -la generación del ideal señorial. De modo que la colonización venezolana del siglo XVIII se hace como la herencia de un fracaso: no se encontró El Dorado y hemos tenido que ponernos a sembrar y poner a trabajar a los esclavos para mantener algún aspecto de vida señorial.
Cuando viene la Independencia surge una nueva actividad en Venezuela que es muy importante de estudiar, que es la guerra. El venezolano no llegó a asociar en la colonia la idea de riqueza y la de trabajo por la sencilla razón de que quienes trabajaban eran los esclavos, quienes no se podían hacer ricos de ninguna manera. En cambio, los señores que sí eran ricos, o que se podían hacer ricos, esos no trabajaban y tenían mucho cuidado de no trabajar porque eso los descalificaba socialmente. Cuando viene la independencia con el siglo XIX y empieza la época de las guerras civiles, la gran aventura ya no fue El Dorado, la gran aventura es la guerra. Entonces se asocia la idea de riqueza con la guerra. El porvenir, la posibilidad de mejorar, consistía en meterse en una montonera, asaltar el pueblo vecino, saquearlo, robarse el ganado, sumarse con otra montonera más adelante, llegar a constituir una fuerza suficiente para aspirar a coger el gran botín, que era el gobierno, apoderarse del Estado y, con esa llave, de la riqueza nacional. Así se asocia el poder político con la riqueza. La manera de hacerse rico era teniendo acceso por medio de las luchas armadas con un rango militar, y eventualmente la Presidencia de la República, que abría la posibilidad de todos los negocios.
Los Presidentes de Venezuela en el siglo XIX, con muy contadas excepciones, llegaron a ser los hombres más ricos del país, José Antonio Páez fue el hombre más rico en su tiempo, los Monagas llegaron a tener una enorme riqueza, Antonio Guzmán Blanco llegó, y alardeaba de ello, a ser uno de los hombres más ricos de América Latina, y esa tradición se perpetuó hasta Juan Vicente Goméz, que llegó a realizar una gigantesca concentración de riqueza.
La guerra y la política sustituyeron la idea de trabajo. Guerra, política y riqueza eran las misma cosa. Esa situación va a perdurar hasta principios de este siglo, cuando se acaba la guerra civil gracias a Juan Vicente Gómez, pero entonces aparece el petróleo. En ese país, que tiene esa mentalidad mágica y azarienta con respecto a la riqueza, el Estado venezolano se hace inmensamente rico, inmensamente dispendioso, inmensamente codicioso de dinero y abre todas las puertas posibles para el enriquecimiento individual. Así se formó un triángulo muy peligroso, una combinación ilícita del poder político al poder económico y la fuerza del Estado. Esa situación trajo como consecuencia inevitable una invitación a la corrupción, que venía del siglo XIX, porque la política venezolana fue inmensamente corrupta, la política de los caudillos fue muy corrupta, pero era modesta porque el país era pobre, pero cuando se destapó esa inmensa riqueza sobre este pequeño país, particularmente a partir de 1973 -no lo escojo por coincidencia con algún Presidente de la República sino porque es el año en que se disparan los precios del petróleo, en diez años escasos ingresaron 250 mil millones de dólares al Estado venezolano. Piensen ustedes que Venezuela fue siempre un país pobre. El más grande presupuesto que tuvo Guzmán Blanco para Venezuela entera fue de 28 millones de bolívares anuales, el más grande presupuesto que hubo en el siglo XIX fue de 45 millones de bolívares, lo tuvo Joaquín Crespo. La primera vez que un presupuesto nacional llegó a los 100 millones de bolívares fue ya en los años finales de Goméz, y de repente, sobre ese país tan atrasado, tan pobre, llueven en esos diez años, solamente por el petróleo, 250 mil millones de dólares. Nos volvimos locos, se volvió loco el Estado, se volvieron locos los políticos, se creó un inmenso aparato estatal, monstruoso, inconexo, caótico, que encontró la manera de tragarse todo ese dinero, dispersarlo y endeudarnos encima, y desembocar, finalmente, en esta inmensa crisis en que el país está actualmente.
Todo eso forma lo que pudiéramos llamar el telón de fondo para plantear el problema del venezolano y la asociación que el venezolano puede hacer de la riqueza con el trabajo.
No hay que olvidar la avasalladora presencia del juego. Junto con la guerra en el siglo XIX y el petróleo en el actual, hay que añadir el inmenso papel del juego. Habría que hacer un estudio muy serio del juego en Venezuela. Después de la economía petrolera, la actividad económica más importante en Venezuela la constituye el juego. En este momento, entre juegos legales e ilegales, con el patrocinio, con el aplauso, con la ayuda, con la protección del Estado, se deben estar jugando más de tres mil millones de dólares anuales. Una parte de esto es juego legal y otra parte es juego clandestino, que se vuelve de igual forma en una fuente inmensa de corrupción, de ilegalidad, de mentalidad al margen de la ley y de enriquecimiento ilícito. El Estado venezolano no hace nada para contener eso, lo ayuda, lo estimula, ahora vamos a abrir casinos porque parece que con lo que tenemos no es suficiente. Alguien hablaba el otro día que, posiblemente, en este momento en loterías solamente, entre legales, que son las menores, y clandestinas, que son las mayores, toleradas por el Estado con una red de corrupción inmensa, se deben estar jugando cerca de 200 mil millones de bolívares al año.
Todo eso configura el cuadro que establece la relación que tiene el venezolano entre el trabajo y la riqueza. Cambiar esta mentalidad no es fácil, requiere un esfuerzo gigantesco, una acción política, una acción policial, una rectificación a fondo de prácticas y tolerancias que hemos tenido hasta ahora, una lucha frontal contra el juego, un estímulo real al trabajo, ponerle un tope de alguna forma a la corrupción creciente que han traído el petróleo y el juego en Venezuela. Todo eso es lo que está planteado y por eso considero que esta serie de conferencias viene en un momento muy oportuno. Yo le decía al doctor Machado que sería una lástima que esto se quedara en este salón, donde hay gente muy distinguida, desde luego, pero que lo importante era que lo que aquí se iba a decir, que lo que aquí se iba a presentar, llegara a todo el pueblo, provocara una reacción, sacudiera la conciencia venezolana y provocara una rectificación a fondo de todas esas prácticas que nos han llevado, por muchos caminos, a esta situación en que estamos”.
Fuente: http://www.analitica.com/bitblio/uslar/default.asp
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EN BUSCA DEL OCIO PERDIDO
Susana Pérez de Pablos (2009)
Sobre la autora: Jefa de Sección y responsable de Educación de EL PAÍS desde 2000. Ha ganado el premio Esteban S. Barcia de Periodismo Educativo de la Fundación de la Universidad Complutense. Ha publicado "El papel de los padres en el éxito escolar de los hijos" (Editorial Aguilar), prepara "La educación de los hijos contada con sencillez" para la editorial Maeva y un libro de cocina para jóvenes, "Recetas que se salen".
No sé si se han fijado alguna vez en que justo debajo de la pantalla de su televisor hay un botón. Está al lado de una lucecita verde. Es el botón de apagado de la electricidad. Se tienen que levantar y pulsarlo con el dedo. No vale con el mando. Ahora ya lo saben. Si su pantalla es plana o ultraplana, lo mismo está en otro sitio, pero, por lo general, se encuentra donde les digo. Pulsarlo de vez en cuando tiene al menos dos ventajas. La primera es que les abre a un mundo de actividades a las que dedicar sus ratos de ocio, escogidas por ustedes, más allá de lo que les ofrezcan otros a través de la socorrida caja negra. La segunda es que ayuda a reducir el consumo de electricidad, con lo que, de paso, le puede venir bien, a su conciencia, que, en tiempos prolongados de ocio, suele dar más la lata. Pero esto último lo pueden (y deberían) hacer todo el año cuando no usen el aparato. Es la primera ventaja la que me ocupa.
Dicen los especialistas en ocio, -esto es, los sociólogos y psicólogos que han estudiado cuestiones como el uso del tiempo libre y la ansiedad que provoca a algunos mayores y niños no tener nada que hacer- que se ha convertido en un espacio tan ocupado como el laboral, incluso en el caso de los pequeños a los que ya se les llena la vida durante el curso escolar de numerosas actividades fuera de la escuela. El exceso de trabajo es el culpable de este modelo de vida absurdo en el que, entre otras consecuencias negativas, se vive básicamente para el trabajo y poco para uno mismo y se enseña a los niños (que aprenden sobre todo con el ejemplo) a hacer lo mismo. Unas veces precisamente porque no se tiene tiempo para ello y otras porque no se sabe cómo, no se les acostumbra a idear sus propios entretenimientos. Seguro que esto ocurre en muchos casos porque los mayores que les rodean tampoco lo hacen. Cabe entonces preguntarse qué sentido tiene pasarse la vida moviéndose, sin pararse nunca a pensar. Cargada de tareas laborales y de ese exceso de actividades de ocio programadas. ¿Acaso es esto aprovechar el ocio? ¿No se estará más bien perdiendo?
Para algunas personas, ese planteamiento tiene sentido ya por el simple hecho de poder contar sus grandes viajes a los colegas; para otros, es una distinción de clase social, les hace sentir más importantes. Pero los expertos sugieren (y seguro que no tienen más que mirar a su alrededor con detenimiento para comprobarlo) que este exceso de actividades esconde a menudo simplemente miedo. Por ejemplo, a pensar (y ya ni que decir, a hablar) en lo que no se quiere pensar. Contaba hace unos días una psicóloga que, al plantear este mismo tema, una alumna de un curso de verano, le replicó: “Es que no quiero pensar, a esta edad ya no tengo nada en lo que pensar, prefiero dejarme llevar”. Dejarse llevar es una opción, desde luego, a cualquier edad. Hay tantas situaciones particulares como personas.
Pero, a pesar del miedo, se gana más tiempo parándose a pensar que haciendo sin pensar. El ocio puede usarse para ganar tiempo. Muchas personas se sienten insatisfechas cuando vuelven de vacaciones, dicen esos expertos a los que me refería antes, aparte evidentemente de por el hecho mismo de que se acaben y tener que volver a la rutina, porque no les ha servido para avanzar en nada. Les ha entretenido. Les puede haber encantado e ilustrado, seguro, ver, por ejemplo, la ciudad maya de Tulum, pero cuando vuelven a casa tienen el mismo sentimiento de insatisfacción que cuando se fueron. La razón es que no han dejado ni una pequeña parte de sus días libres sin una ocupación organizada. Libres, ¿para qué?, se preguntará más de uno.
Para reflexionar, crear, idear... Resulta difícil de creer que a nadie se le ocurra una buena idea (bien sea para aplicarla al terreno personal, como un cambio de hábitos, de casa o de gustos, al laboral o a nada) mientras espera en una cola para coger el ferry que le va a llevar a la octava isla griega o a la séptima ciudad del Europa del Este programada en su tour. Nadie dice que no se pueda disfrutar de la puesta de sol en Oia (Santorini) o en el embarcadero de Tibau do Sul (Brasil), pero siempre hay una vuelta a casa. Y si sólo se hace eso, poco se avanza, se mejora o se desarrolla uno. Desconectar viajando o haciendo mil cosas es, por lo general, incompatible con estar conectado con el resto de las cosas que pasan en tu vida. De hecho, la idea en esos casos suele ser no acordarse de ellas.
En cambio, muchas veces la inversión de ocio más gratificante y mejor aprovechada es la que se dedica a uno mismo. Incitar a hacerlo a un niño acostumbrado a que el entretenimiento le llegue planificado puede parecer duro al principio, pero se adaptan mejor de lo que parece. Piensen que, de esas elecciones hechas en la infancia para llenar el tiempo libre, puede salir un gran pintor, escritor o músico. No sería el primero. Pueden descubrir el principio de una vocación que difícilmente averiguarán en el trayecto en autobús entre la clase extraescolar de yudo y la de refuerzo de inglés.
Los que hemos tenido la amenaza del aburrimiento pendiendo sobre nuestras cabezas en interminables veranos infantiles en una casa del pueblo, en otra perdida en el campo o en una playa semidesierta no sabíamos entonces que nuestra dedicación voluntaria de horas y horas a la escritura, al dibujo, a tontear con un teclado... se estaba convirtiendo en una afición y en un aprendizaje. Que esas habilidades nos podían servir para desarrollar otras cuestiones (la música, por ejemplo, para las matemáticas, y la lectura, para escribir y expresarnos mejor o para desarrollar ideas) y que incluso con el tiempo, algunas de esas elecciones infantiles que inicialmente, como decía antes, perseguían ganar la batalla al aburrimiento acabarían convirtiéndose en una profesión.
Hagan la prueba. Métanse este otoño o invierno una semana (con o sin hijos) en una casa apartada en una sierra o en una playa cualquiera sin televisión ni internet. Quizá pinten, quizá escriban o lean, o hagan un repaso de la música country (por decir una) que les gustó una vez. Quizá incluso empiecen a tocarla o quizá se pongan a pintar. Escribir y pintar sacan fuera de uno muchos demonios. O ángeles, a quien los tenga. Leer llena la mente e incluso la vida de historias reales o imaginadas y también promueve la aparición de ideas. Las actividades en las que se realiza una actividad creativa, de forma activa no pasiva, pueden dar satisfacciones que sí que no tienen precio ni comparación. También están las pasivas, como ir a un concierto o escuchar música. Es verdad que eso también puede considerarse ocio bien aprovechado. En especial, las improvisadas.
Se me ocurre poner como ejemplo de todo esto a los siete guitarristas a los que vi actuar por casualidad hace unos días en un local de Madrid, el Honky Tonk. Un lunes, de agosto además, con la ciudad medio vacía parecía difícil encontrar algo interesante que hacer a media noche, después del cierre del periódico. Pero no fue así. Un grupo de colegas que tocan la guitarra en diversos grupos (Los Secretos, Greenwich Village…) han decidido dedicar su tiempo de ocio (algunos lunes por la noche que no trabajan), según me contaron, a tocar juntos por gusto. El portero y uno de los encargados del local nos convencieron de que merecía la pena oírles. Se hacen llamar Ensayonara (los ensayos, quedó claro, no son su prioridad) y dieron un concierto informal, haciendo versiones de conocidas canciones de country y rock pero que, a pesar del relax y la diversión que impregnaban el escenario (o precisamente por ellos), sonaban realmente bien (con permiso de los expertos). Al final se subió Juanma del Olmo, ex cantante y guitarrista de Los Elegantes, que había ido a escucharles. Y la estética resultó fabulosa: desde el banco izquierdo se veían los siete mástiles inclinados en fila (cuatro guitarras, un bajo, una mandolina y un dobro). Todo un cuadro. Ocio bien aprovechado, por ellos y por los que caímos por allí. Nosotros repetiremos, por tanto. Es sólo una idea.
lunes, 23 de noviembre de 2009
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